En esos momentos, me sentía tan vil aprovechándome de una ingenua, y el desprecio que sentía hacia mí mismo era tan grande que, pese a mi mala conciencia, carecía de valor para prescindir de la ayuda de Leonor. Como compensación, soñé varias veces con la prostituta, y en esas ilusiones en las que era tan fácil recuperar mi dignidad la colmaba de presentes, le regalaba una casa bonita y, lo que me pareció una quimera incluso en el sueño, la presentaba a mi madre, que se convertía en su mejor amiga.
La criada se había empeñado en convencer a un marinero de que me aceptara en su barco y me desembarcara en una costa lejos de Sevilla, pero las cosas no marchaban como ella quería. El tipo en cuestión, un patrón que redondeaba sus ingresos con un poco de contrabando, podía llevar a alguien hasta Francia, si se le pagaba bien… Pero el riesgo era elevado, pues los arcabuceros controlaban las calles que conducían a los embarcaderos y comprobaban sin cesar la identidad de la tripulación y de las personas que entraban o salían del puerto. Incluso aunque consiguiera llegar a alta mar, la flota real no dudaba en cañonear a cualquier embarcación sospechosa. El patrón del barco también temía las galeras de Argel que merodeaban por esa zona. Y sobre todo, antes de alcanzar cualquier acuerdo quería saber de qué estaba acusado su posible cliente. Leonor le había contado que se trataba de una pelea entre vecinos que se había saldado accidentalmente con la muerte de uno de los protagonistas, pero el marinero, con la intención de aumentar el precio de sus servicios, se mostró escéptico: «¿Por qué ir tan lejos, entonces?».
– De todas formas, los galeones y las galeras de deportados ocupan todo el puerto -contó Leonor-. Hay demasiados soldados. Esos malditos moriscos son tan numerosos que no podrá hacerse hasta que el último de ellos haya embarcado. Cada día cientos de ellos son amontonados en los barcos, pero llegan de toda Castilla como si fueran rebaños, con sus escasas pertenencias a hombros, la mayoría de ellos encadenados entre sí. No hay sitio donde encerrarlos ya, duermen por el suelo, mean y cagan por todas partes, y lloran… ¡Oh, Dios, cómo lloran! Claman al cielo que son tan buenos cristianos como los soldados que los empujan a los calabozos de los galeones…
Leonor se mordisqueó los labios mientras vaciaba el hatillo de comida.
– Dios es testigo de que no me gustan esos herejes, pero es un espectáculo insoportable ver cómo se rompen tantas vidas al mismo tiempo. Esta mañana he visto a un soldado destripando a un hombre del que decían que se había tragado unas monedas de oro por miedo a que se las confiscaran, y luego a su mujer arrancarse el pelo mechón tras mechón. Gritaba y se arrancaba una buena mata de pelo, luego volvía a gritar. Al final se ha quedado sin pelo, parecía un pollo mal desplumado. Sus hijos gritaban de terror a su alrededor y le repetían «¡Madre, madre, el pelo no! ¡Nos gusta tu pelo!». Y como los soldados se reían a carcajadas, la mujer se precipitó al borde del puerto, se arrodilló y se puso a beber agua, sin parar, para ahogarse. Vomitaba y luego volvía a sumergir la cabeza en el agua. No he tenido valor para quedarme hasta el final.
La criada estaba pálida. Mientras profería una barbaridad contra la incapacidad de los ángeles para limpiarse el fundamento tras defecar, cortó dos lonchas de jamón, una para mí y otra para ella.
– Come -insistió con voz temblorosa-. No tengo hambre, no me hagas caso.
Me acercó un chusco de pan y un poco de vino.
– También lloré, Juan. Maldije a la mujer hasta su quinta generación de antepasados y lloré por ella. -Y torciendo el gesto, añadió, como excusándose-: No te preocupes. Nadie me vio.
Me evitaba con la mirada. Decidió tumbarse junto a mí.
– Ábreme las piernas, Juan, y penétrame hasta el fondo. Quisiera comprobar que aún estoy viva. Date prisa, tengo que volver a la posada antes de despertar sospechas en el imbécil del dueño.
Sentí cómo me latían las sienes. Intenté hacer lo que Leonor me pedía, pero no lo conseguí. Se levantó un poco sorprendida y me observó con una mirada aguda.
– ¡Eh, gallo italiano! -intentó bromear-. Estás en un lupanar, envuelto de pollitas fáciles, dispuestas a ofrecerte su virginidad una segunda vez si pudieran, ¿y no tienes ganas de…? -Y añadió con voz tierna-: ¿La desgracia de la morisca te ha dejado ese mal cuerpo? Qué delicado eres, hermoso artesano, para estos tiempos de hierro y sangre. Deberías volver a tus menesteres de cobre, agua fuerte y grandes burguesas que retratar.
Me besó impulsivamente, como solo besan las prostitutas. Con demasiada ternura y con la pena de tener que dejarme tan pronto marcada en su rostro.
Y escuché cómo una pregunta extendía sus tentáculos en mi pecho: «¿Qué te pasa, Leonor? No eres más que una puta y yo un cliente. ¿Por qué te apuras tanto por mí?».
– Deja de pensar en la gente del puerto, Juan. Eso no va contigo. El que está allá arriba repartiendo la pitanza de nuestra vida elige según su voluntad los ingredientes más amargos. Y cada cual en la tierra recibe su parte, que cada cual deberá tragarse hasta el final, hasta no dejar nada en su escudilla. Los moriscos lo están pagando caro, es cierto…
Frotó furtivamente la punta de su nariz contra la mía. Tenía la voz muy áspera, de una dureza que era incapaz de reconocer.
– Pero a mí también me lo ha hecho pagar caro. Tú acabas de recibir tu parte y vas a descubrir ahora a qué sabe. Es cierto que algunos días resulta más difícil de digerir que otros… ¡Qué difícil es el alimento del Señor!
La joven se me acercó aún más, quizá para ocultar su mirada. Y mientras me disponía a devolverle el beso, esforzándome por esconder la angustia que surgía de mi alma como un peñasco demasiado pesado caído sobre una barca, pensé: «Si supieras por un solo instante hasta qué punto la desgracia de esos seres también es la mía…».
Aparecieron en pleno día, en la otra orilla del río, frente a la puerta del burdel. Dos fantasmas, un hombre y una mujer, indiferentes a lo que les rodeaba, absortos por completo en su violenta discusión.
Ella les escuchó fascinada y ellos no advirtieron su presencia.
– Si hubieras regresado antes, no estaría muerta -le reprochaba la mujer al hombre.
– Pero ¡si regresé! Y para entonces, ya estabas muerta… -Se hizo un silencio-. Además, yo también estoy muerto y no por ello te odio. Ha pasado tanto tiempo desde entonces…
– Pero ¿por qué no regresaste más temprano? Nada de esto hubiera sucedido -reemprendió la mujer con toda su pena.
El resto del día, María se dedicó a espiarlos. Jamás aflojaron en su enigmática discusión. Al caer la noche, desaparecieron sin más, dejándola en su gélida soledad.
De repente, comprendió que se amaban… o, en todo caso, que antes de morir, se habían amado.
Y desconsoladamente, sin límites, les envidió con todo su pobre corazón.
Pasé otros dos días enteros y larguísimos pudriéndome en aquel reducto, arrastrando mi pena, hundido de impotencia y de humillación: a través del finísimo tabique oía los interminables retozos de la «prima» de Leonor con sus clientes… y ellos me oían a mí. Por desgracia, una vez tosí. El hombre, ya en plena faena, se detuvo de repente.