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– ¿De quién ha sido ese pedo? -preguntó espada en mano-. ¿Qué, puta? ¿Has escondido a un amante bajo la cama?

Mi vecina usó todas sus armas de mujer. Con una estrepitosa carcajada tranquilizó al cliente y le dijo que había sido ella, pero que no se había tirado un pedo, sino que había tosido… Y que si había confundido un ruido con el otro no tenía más que acudir a rezarle a santa Rita para que le conservara la vista, porque estaba claro que con el oído no podía hacer ya nada.

Cuando se fue, la prostituta me recomendó, medio en broma, medio en serio, ser menos ruidoso en el futuro, a menos… que quisiera participar de alguna forma en su negocio, añadió irónica.

– Verás, algunos de mis clientes habituales tienen unas inclinaciones un poco raras… ¡Hay gente a la que le gusta complicarse en las relaciones amorosas! -se mofó a través del tabique.

El dueño del lupanar regresó varias veces, dándome a entender que me expulsaría (o algo peor) al día siguiente si me negaba a pagarle el nuevo suplemento exorbitante que me exigía.

Ese sábado, tras la visita del médico que comprobaba la ausencia del mal francés entre las putas del burdel, se produjo el desenlace y, además, de la forma más extravagante.

Leonor había llegado casi sin aliento a mi madriguera. Depositó dos fardos grandes en el suelo y me abrazó fogosa golpeando en el tabique para saludar a su prima.

– Perdona, no te he traído nada de comer. No he tenido tiempo.

– Me comería las piedras si la salsa fuera buena -farfullé decepcionado.

– Antes de apiadarte de tu vientre, mira qué te he traído a cambio -murmuró, y empezó a mostrarme con nerviosismo el contenido de uno de los fardos.

– Leonor…

La sorpresa me dejó boquiabierto. Allí estaban todos mis enseres de grabador: cinceles, tampón, hojas de papel aceitado, placas de cobre (incluida la del fallido retrato de mi madre)… ¡Hasta las botellas de ácido, protegidas en telas! Mi pecho se hinchó de agradecimiento, como si un prodigio me hubiera devuelto a los miembros perdidos de mi familia. Tomé los lápices, las puntas metálicas sujetas con un cordel, mis placas y las acaricié emocionado por su frío contacto. Me di cuenta de que quería a esas herramientas como a un ser humano. Una melancolía aguda me puso un nudo en la garganta. ¿Cuándo volvería a ejercer ese oficio, exigente y modesto, que había constituido lo esencial de mi vida durante tantos años y que, ahora me percataba, era ya parte de mí mismo? Sí, yo ya no era solo Juan; era Juan el grabador.

– ¿Cómo lo has conseguido? -inquirí por fin, con el zurrón agarrado-. Pensaba que tu jefe se lo habría quedado.

– El muy ladino lo guardaba en la bodega a la espera de poder venderlo. ¡Se lo acabo de robar!

– ¿Cómo? Se va a dar cuenta y…

– Pues claro, en cuanto baje a llenar una jarra de vino. El muy cerdo es demasiado ávido para no darse cuenta. ¡Que Dios lo deje ciego y sordo!

– Pero, Leonor… ¿cómo vas a justificarte ante él?

– No pienso volver a verle… excepto en el infierno, si la mala suerte me persigue.

Sin dejarme tiempo para reflexionar sobre las implicaciones de su respuesta, me tomó por el hombro y, sin poder contener su entrega, bajó aún más la voz.

– Aquí ya no estás seguro. Según mi prima, su chulo tiene intención de atracarte esta misma noche. Vendrá con un cómplice, un vendedor de cuchillos que le sirve para corregir a las «muchachas descarriadas». Si te resistes, te matarán. Creo que aunque te mostraras dócil, te matarían: un muerto no se queja. Además, a fuerza de… ejem… ejem… -me mandó un guiño irónico- de bajar al puerto, creo que he dado con la forma de que abandones España. Sí, has oído bien, hidalgo del corazón florido: gracias a mis curvas, no solo dejarás Sevilla, sino también los reinos de Castilla, Aragón, Granada y todo lo que quieras añadir de este lado de tierra firme.

Abrí unos ojos como platos ante ese inesperado e irónico lirismo de Leonor; creo que enrojecí hasta las cejas cuando me indicó con tanta naturalidad el precio que había pagado para ayudarme y, por tanto, la deuda que acababa de contraer con ella.

Fingiendo no ver mi sorpresa, ella exageró su buen humor.

– Lo más divertido es que todo esto será posible en parte gracias a esos apestosos moriscos… Pero… Porque hay un «pero».

Esbozó una sonrisa que pretendía ser astuta, pero la ansiedad de sus ojos la traicionaba.

En mi interior nació una chispa de enojo: ¿quién se creía que era, esa puta que insultaba a los míos? El cuerpo se me puso rígido como la madera y mi lengua se disponía a soltar un disparate del tipo: «¿Qué significa esta socarronería?».

La mujer pronunció un tercer «pero» menos seguro, y dibujó un círculo con la punta del pie antes de aclararse la garganta para proseguir.

– Necesito tu respuesta ya, Juan. Tengo poquísimo tiempo para conseguir tu acuerdo. Si te niegas, no podré hacer nada por ti. De hecho, creo que ya he hecho demasiado, ¿no crees? En cuanto salgas de aquí, los guardias te detendrán y sin duda te colgarán… Quizá te ahorren el suplicio de las tenazas y del torniquete… Pero no estoy segura, porque es el destino común para los asesinos en estas tierras. En cambio, si aceptas, abandonaremos esta ratonera ahora mismo y mañana al alba, si el amigo Satán no se mezcla en nuestros asuntos, navegarás por la Mar Océana en dirección a las Indias.

– ¿A las Indias qué? Estás lo…

Me interrumpió tapándome con fuerza la boca con su mano. Sus dedos me hicieron daño. Su timbre era áspero, casi ronco.

– Oye, hijo de la mantequilla y la miel, haz menos ruido o vas a atraer a los rufianes. La chica de al lado es mi prima, no tu prima. Antes de lanzarte a decir que he perdido la razón, déjame que te explique. No deberías dejarte engañar por mi actitud digamos… desenvuelta. Dejarse montar por los oficiales que apestan a vino y a mierda mal limpiada es tan peligroso como huir de aquí. A veces tengo que esforzarme por no vomitar en los uniformes de esos cerdos. En boca cerrada…

Suspiró y tuve la impresión de que ese suspiro era un gemido reprimido. Estuve a punto de apartarle los dedos y escupirle, con rabia, que yo no le había suplicado que se prostituyera por mí. Pero mi ira se quedó anclada como una espina en la garganta al observar que una neblina de inquietud había enturbiado sus ojos. Sin quitarme la mano de la boca, me escrutaba con una mirada despreciativa. Cuando recuperó el habla, su tono era laxo, casi desanimado.

– Vas a tener que terminar tú el trabajo, Juan. No te bastará con decirme que sí. Hay un par de condiciones más. Si no eres capaz de cumplirlas, todo esto -dijo, aflojando la presión de sus dedos, que yo traduje cínicamente por «abrirme de piernas»- no habrá servido para nada.

Apenas podía dar crédito a lo que me contaba. Según ella, un gobernador de no sé qué lugar del Nuevo Mundo acababa de ser nombrado por el rey para sustituir al anterior, asesinado por unos salvajes. Ese galeón gozaba de una autorización especial y zarpaba al día siguiente a pesar del frenesí portuario. Pero el gobernador se hallaba profundamente enojado. Al parecer, su pintor personal, que debería haberlo acompañado y retratado en distintos momentos del viaje y sobre todo al llegar a las Indias, acababa de morir, asesinado por los moriscos del puerto. Pero el barco, a causa de los vientos favorables o desfavorables (Leonor no lo recordaba), tenía que aparejar mañana mismo al alba.