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– El pintor se había empeñado en plasmar la expulsión de los moriscos para dedicarla como buen cortesano al gobernador, un hombre muy piadoso. El Nuevo Mundo vería así, por voluntad de su nuevo jefe, el precio que se paga por desafiar la verdadera religión. La propuesta había seducido al gobernador, quien no solo dio su consentimiento, sino que animó al pintor. Decía que era un acto de devoción que atraería la protección del Señor durante la travesía. Incluso había prometido colgar el cuadro en la sala de recepciones de su nueva residencia. Tras construir un tablado en medio de la masa de moriscos, el pintor se había puesto manos a la obra esta mañana.

Una expresión irónica nació en las comisuras de los labios de Leonor.

– De inmediato, ese bobalicón de pintor recibió una lluvia de piedras; una de ellas lo mató. Los arcabuceros no tuvieron siquiera tiempo de intervenir. Ese imprudente tenía el cerebro esparcido por el suelo como una boñiga. Los soldados destriparon de todas formas a algunos herejes, pero el mal ya estaba hecho.

Unió las manos en un gesto inconsciente de súplica.

– Pero, no hay mal que por bien no venga, si haces lo que te digo. Tú también sabes pintar… Decídete deprisa porque el chulo de mi prima podría llegar antes de lo previsto.

Impresionado por su fuerza, imité el gesto de súplica de las manos de Leonor. Cuando me di cuenta, bajé los brazos, diciéndome que estaba reaccionando como un descerebrado. Exasperado, mi vanidad maltrecha me pedía que la corrigiera: no, yo no era un vulgar pintor, sino un probo y diestro grabador reconocido por el conjunto de cofrades romanos. Un nudo de escepticismo me frotaba como una bola de ortiga las paredes del cráneo y me impedía hacerle la pregunta que en realidad me torturaba: ¿qué ganaba ella corriendo tantos riesgos por mí?

Pero antes de que pudiera recuperarme, esa mujer ya se me había adelantado.

– Pinta algo sobre la expulsión de esos bastardos moros. Si no le disgusta demasiado al gobernador, quizá te admita en su galeón. ¿Qué dices, Juan?

Para no responder, ironicé.

– ¿De dónde sacas toda esa información sobre lo que quiere o no quiere el señor gobernador de las Indias?

La criada me replicó con sorna:

– Me he acostado con el capitán del galeón, un genovés. Varias veces, además, porque él encuentra en mí atractivos a los que tú, en cambio, pareces insensible.

Pasé por alto su sarcasmo y el encogimiento de pecho que lo acompañó. La voz áspera no me daba tregua: «No te estarás enamorando de esta puta, ¿verdad?».

– No tengo útiles para pintar. Como mucho podría esbozar algo al carboncillo.

Pero ella se quedó solo con mi acuerdo implícito.

– Garabatea lo que puedas. Mientras, si le tienes apego a la vida, ruega para que el Creador deposite una miguita de Su habilidad en la punta de tus dedos.

Ese día descubrí que no hay nada más fácil que caer en la infamia e incluso revolcarse en ella aun queriendo ser un hombre honesto. Basta sencillamente con convencerse de que la caída solo es producto de causas ajenas a la voluntad propia.

Así me encontré en el puerto, con Leonor pisándome los talones; yo con mi hatillo de útiles y el rollo con los dibujos de don Miguel, y ella con mi zurrón de efectos personales. Nadie había hecho amago de oponerse a nuestra salida del lupanar, aunque Leonor se había despedido de su prima de una forma que me pareció demasiado definitiva como para no inquietarme. La desacompasada pareja que formábamos yo, un individuo extraño y mal afeitado, y Leonor, vestida de modo excesivamente atrevido, debía de resultar muy singular; probablemente por esa paradójica razón nadie nos pidió cuentas. Lo que es evidente a la vista a veces se nos escapa.

Llegamos a las proximidades del puerto. Cubiertas por arqueros, se alineaban distintas hileras de soldados tocados con morrión, espada al costado y petrinal en bandolera, que impedían el acceso. Muchos de ellos pertenecían a la temible milicia de la Cofradía de la Cruz, reconocibles por el símbolo blanco cosido en sus uniformes y a quien el rey había otorgado potestades por encima de las leyes ordinarias.

Un bosque de cabos, velas y mástiles de todas las alturas y longitudes, de una densidad jamás vista, oscurecía los tonos rojizos de un cielo de tarde ventoso, con ratos de lluvia y de sol. Las naves, que prácticamente se tocaban, eran de una variedad sorprendente: galeras, carabelas, galeones, fragatas, galeotas y muchas más cuyos nombres yo desconocía. La mayoría poseían cañones. Algunas embarcaciones comerciales, extranjeras a juzgar por su bandera, se insinuaban en los espacios que dejaba vacante la flota de guerra española.

Quedé estupefacto, con el corazón en un puño, dividido entre la admiración y el espanto ante tanta demostración de poder. Sí, el Imperio estaba allí con toda su cruel majestad, decidido a liberarse sin compasión alguna de los últimos retoños de quienes, en nombre de otra esperanza, habían cometido la imprudencia de disputarle esta tierra durante tantos siglos.

Leonor se me adelantó. Susurró unas palabras a un soldado; tras intercambiar algunas frases con ella, la condujo hasta otro soldado más elevado en el rango jerárquico. No sé qué les diría, pero pronto nos dejaron superar el cordón de alabarderos. Incluso me pareció oír algunas risitas a mi espalda cuando accedí a la explanada del puerto propiamente dicha, situada un pie por debajo del terraplén donde se hallaba el grueso de soldados.

– ¿Así que es aquí…? -exclamé estúpidamente sintiendo que las piernas me fallaban.

Hasta el último rincón de aquella parte del puerto estaba ocupado por un hervidero de gente que, a primera vista, me pareció entregada a su libre albedrío. Sin embargo, no tardé en percibir varios cordones de soldados con lanzas y arcabuces dividiendo en múltiples islotes a los condenados a ser deportados. Frente a los muelles, otros prisioneros alineados por parejas en hileras inmensas aguardaban el embarque ante las barcazas de fondo plano. Algunas embarcaciones, ya colmadas, se alejaban del embarcadero.

Había miles de hombres, mujeres y niños de todas las condiciones, la mayoría de ellos, campesinos. Algunos, incluso después de aquel trato infame, se distinguía claramente que habían vivido en la opulencia. Otros, con los pies descalzos y con ropas muy ligeras, parecían haber sido arrancados del lecho en mitad de la noche. Algunas viejas se habían tocado como si fueran de fiesta. Casi todos acarreaban fardos e incluso llevaban utensilios de cocina alrededor del cuello. Tan solo un reducido grupo de individuos era mantenido aparte, vigilado estrechamente por un pelotón. A los demás se los convocaba ordenadamente: tras leer sus nombres, eran dirigidos hacia los soldados, que parecían inspeccionarlos metódicamente uno tras otro y, tras arrancarle lo que fuera, les dirigían hacia una de las columnas de partida.

No fue la densidad de la congregación, insospechada detrás de la gruesa hilera de soldados, lo que me provocó náuseas; ya había visto multitudes en Roma durante las grandes fiestas religiosas. Ni siquiera el relativo silencio, solo roto por los ladridos de los guardianes y el llanto esporádico rápidamente sofocado de algún niñito. No. La primera analogía que me vino a la cabeza fue la de los corderos sucios y aterrados de camino al matadero, con la única diferencia de que los moriscos sabían la suerte que les estaba reservada.