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Theresa miró a Izam y éste le apretó las manos. Ella confió en él. Se volvió hacia Alcuino y le escuchó.

– Como ya te dije, conocí a tu padre en Italia. Allí le convencí para que me acompañara a Würzburg, donde trabajó para mí durante años. Sus conocimientos del latín y el griego me fueron providenciales en las traducciones de ingentes códices y epístolas. Él siempre decía que le gustaba escribir, tanto o más que un buen asado -sonrió con tristeza-. Quizá por eso, cuando a comienzos de este invierno le propuse la copia del pergamino, tu padre aceptó de inmediato. Él conocía de su trascendencia, pero no su falsedad, de la que, repito, no me arrepiento. -Se levantó y continuó el discurso andando-. De su actividad sabían Wilfred, su santidad el Papa y, por supuesto, Carlomagno. Por desgracia, también se enteró Flavio, a quien la emperatriz Irene de Bizancio debió de corromper mediante dinero y engaño. Flavio concibió un plan digno de un hijo del diablo. Conocía a Genserico, porque éste vivió en Roma antes de establecerse en Würzburg, así que convenció al Papa para que le enviase a Aquis-Granum con las reliquias de la Santa Croce. A través de un emisario, persuadió a Genserico para que le mantuviera informado, y viajó hasta Fulda con el baúl custodio del lignum crucis, el cual pretendía utilizar de escondrijo para trasladar a Bizancio el pergamino de Constantino. Genserico, a su vez, se valió de Hóos Larsson, un joven sin escrúpulos a quien no dudó en contratar para que se hiciera con el documento.

Theresa no entendía por qué le seguía escuchando. Aquel fraile con aires de santo la había acusado falsamente de robar el pergamino, y de no haber mediado la victoria de Izam, habría insistido en que la quemaran viva. Aguantó allí por Izam.

– Genserico gozaba del favor de Wilfred -continuó Alcuino-. Tenía acceso al scriptorium, y sabía de los avances de tu padre. Imagino que, por las fechas, supuso que estaba concluido, así que ordenó a Hóos que se apoderara del pergamino. Éste atacó a Gorgias, le hirió, pero no consiguió su objetivo, ya que por suerte para tu padre, se llevó un borrador que sólo recogía el principio.

«Por suerte para tu padre»… En su interior, Theresa lo maldijo.

– Y aquí entra en escena el sello de Constantino. -Alcuino se acercó a un aparador del que extrajo una daga preciosamente labrada. Theresa la reconoció: era la de Hóos Larsson-. Se la encontramos a Hóos en el barranco -explicó. Con cierto esfuerzo hizo rotar la empuñadura hasta que emitió un chasquido. Del mango extrajo un cilindro en cuyo extremo apareció un rostro labrado. Alcuino lo empapó en tinta y lo aplicó sobre un pergamino-. El sello de Constantino -anunció-. Tras robárselo a Wilfred, Genserico se lo entregó a Hóos para que lo mantuviera escondido.

– ¿El sello lo tenía Wilfred? -preguntó Izam.

– Así es. Como ya sabes, el pergamino constaba de tres partes: el soporte propiamente dicho, fabricado en finísima piel de vitela nonata; el texto en latín y griego, que debía transcribir Gorgias, y el sello de Constantino. Sin el concurso de esos tres elementos, nada habría resultado. Cuando Genserico advirtió que el documento robado estaba aún inconcluso, pensó en sustraer el sello.

– Pero ¿qué pretendía Flavio? ¿El sello o el pergamino? -intervino Theresa.

– Perdona si te confundo -se disculpó el fraile-. Flavio deseaba impedir que el documento se presentase en el Concilio. Sus opciones eran varias: robar el documento, apoderarse del sello, o eliminar a tu padre. Lo intentaron en ese orden* Ten en cuenta que, haciéndose con un original, podrían demostrar la falsedad del documento, si llegado el caso se transcribía otro pergamino.

– Y por eso mantuvieron vivo a mi padre.

– Sin duda lo habrían matado de haber terminado el documento. Pero ahora volvamos con Hóos y el sello de Constantino. -Se detuvo para coger un trozo de pastel que engulló de un bocado. Limpió el sello y lo enroscó en el interior de la daga-. Hóos acudió a su cabaña buscando un escondite. Allí, según me contaste, te encontró metida en un lío.

– Aunque me duela reconocerlo, me salvó de dos sajones.

– Y tú le pagaste huyendo con su daga.

Theresa lo admitió. Comprendió entonces el interés de Hóos por encontrarla.

– Cuando acudisteis a Fulda, obviamente te reconocí. No recordaba tu cara, pero aparte de la hija de Gorgias, no creo que en toda Franconia hubiera otra joven capaz de leer griego en un tarro.

Theresa recordó aquel día en la botica de la enfermería. Fue entonces cuando él le había ofrecido un trabajo.

– Por ser hija de quien eras -reconoció el fraile-. Luego Hóos se restableció, recuperó su daga con el sello y desapareció sin dejar rastro. -Se sentó frente a Theresa y tomó un último bocado-. Hóos regresó a Würzburg, donde se encontró con Genserico, con quien acordó el secuestro de tu padre para obligarle a que acabase el pergamino. Por fortuna, Gorgias logró escapar. Tras la muerte de Genserico, Hóos debió de encontrarse perdido, así que regresó a Fulda para hablar con Flavio Diácono, quien sin duda le sugirió el emplearte a ti como rehén para localizar a tu padre, o en el peor de los casos, para sustituirle como escriba.

– ¿Wilfred mató a Genserico?

– Wilfred llevaba tiempo sospechando de Genserico. Gorgias había desaparecido, pero curiosamente sus pertenencias lo hicieron dos días más tarde. Para entonces ya había encargado a Theodor que vigilara el scriptorium, y fue el gigante quien descubrió que el ladrón era Genserico.

– Pero ¿por qué no le siguió? ¿O por qué no le obligó a revelar el paradero de mi padre?

– ¿Y quién te ha dicho que no lo hizo? Seguramente lo intentó, aunque a ese gigantón le despistaría hasta un niño. Supongo que llevado por la rabia, Wilfred accionó el mecanismo que inoculó el veneno en el brazo de Genserico cuando volvió a verlo. Luego Theodor le siguió y descubrió su escondrijo. Regresó a la fortaleza para contárselo a Wilfred, quien de inmediato le ordenó que volviese a la cripta y liberara a Gorgias, pero para entonces el coadjutor ya había muerto y Gorgias desaparecido.

– Así pues, fue Theodor quien arrastró el cadáver de Genserico y quien le asestó la puñalada con el estilo.

– En efecto. Wilfred le ordenó que cogiera el punzón de Gorgias y simulara el homicidio, inventando así un motivo para encontrarle rápido. A partir de ahí, ya conoces el resto: la travesía en barco, tu «resurrección» y la desaparición de las gemelas.

– Eso sí que no lo entiendo.

– No es complicado de deducir. Con Genserico muerto, Flavio pasó a tentar a Korne, alguien de moral ligera como así lo atestiguan sus amoríos con el ama de cría. A través de Hóos, Flavio debía de enterarse de sus flaquezas, de modo que ofreciéndole títulos, y seguramente tu cabeza, persuadió al percamenarius para que secuestrara a las hijas de Wilfred.

– Con la intención de chantajearle para recuperar el pergamino.

– Eso imagino. Flavio juzgó que extorsionando a Wilfred obtendría el documento que tú estabas elaborando, pues el escrito confeccionado por tu padre lo daba por desaparecido. En cualquier caso le sirvió de poco, ya que Wilfred envenenó a Korne con el mecanismo de su silla.

– Pero eso no tendría sentido. ¿Qué ganaría con matarle?

– Supongo que saber dónde estaban sus hijas, a cambio de suministrarle el correspondiente antídoto. Sin embargo, Korne, que desconocía el lugar donde permanecían las niñas, huyó aterrado y murió al poco, durante el coro en los oficios.

– ¿Y entonces por qué abandonaron a las crías en la mina?