– ¿Qué queréis decir? ¿No fue Theresa la causante del incendio?
– Digamos que no está claro que lo fuera. Sin embargo, aunque la acusación de Korne resultase falsa, sería harto difícil demostrarlo. Nicodemo habló bajo secreto de confesión, y es de suponer que el resto de los empleados confirmarán la versión de Korne. No creo que Nicodemo sobreviva, pero además, aunque lo hiciera, seguramente se desdiría de sus palabras. Recordad que trabaja para Korne.
– Y Korne para vos.
– Mi buen Gorgias. En ocasiones menospreciáis el poder de Korne. La gente no lo respeta por su trabajo. Temen a su familia. Han sido varios los aldeanos que ya han sufrido su ira. Sus hijos desenvainan la espada con la misma facilidad con que un adolescente desenfunda su miembro.
– Pero vos sabéis que mi hija no pudo hacerlo. Conocíais a Theresa. Era una chica bondadosa y caritativa. -Las lágrimas le brotaron.
– Y terca como una muía. Mirad, Gorgias, os aprecio profundamente, pero no puedo concederos lo que me pedís. Lo siento de veras.
Gorgias se quedó pensativo. Entendía la posición de Wilfred, pero no iba a consentir que profanasen el cuerpo de su hija en cualquier estercolero.
– Veo, vuestra dignidad, que no me dejáis opción. Si no puedo enterrar a mi hija en Würzburg, deberé trasladar su cadáver hasta Aquis-Granum.
– ¿A Aquis-Granum, decís? Debéis de estar bromeando. Los pasos siguen cegados y lo mismo sucede con las postas. Aunque dispusieseis de un carro con bueyes, los bandidos os despedazarían.
– Os digo que lo haré aunque me cueste la vida.
Gorgias aguantó la mirada a Wilfred. Sabía que el conde precisaba de sus servicios y no permitiría que nada le sucediera. Wilfred se demoró en contestar.
– Olvidáis que hay pendiente un manuscrito -dijo al cabo.
– Y vos que hay pendiente un entierro.
– No tentéis a vuestra suerte. Hasta ahora os he protegido como a un hijo, pero eso no os autoriza a comportaros como un muchacho insolente -repuso mientras volvía a manosear la cabeza de los perros-. Recordad que fui yo quien os acogió cuando llegasteis a Würzburg mendigando un trozo de pan. Que fui yo quien facilitó vuestra inscripción en el registro de hombres libres pese a que carecíais de los documentos o armas que os acreditaran, y que fui yo quien os ofreció el trabajo que habéis disfrutado hasta el día de hoy.
– Sería un desagradecido si lo olvidara. Pero de eso hace ya seis años, y creo que mi trabajo ha respondido con generosidad a vuestra ayuda.
Wilfred lo miró con dureza, pero luego suavizó el rostro.
– Lo siento, pero no puedo ayudaros. A estas horas Korne ya habrá acudido al corregidor para denunciaros por lo sucedido. Como comprenderéis, sería una temeridad por mi parte aceptar el cadáver de una persona que puede ser hallada culpable de homicidio. Y aún hay más: os recomendaría que comenzaseis a preocuparos por vos mismo. No dudéis que Korne irá a por vos.
– Pero ¿por qué motivo? Durante el incendio yo estaba con vos, aquí en el scriptorium…
– Mmm… Veo que aún desconocéis las complejas leyes carolingias, cosa que deberíais remediar si en algo apreciáis vuestra cabeza.
Wilfred restalló el látigo y los perros se movieron como si supieran adonde dirigirse. Los animales tomaron un pasillo lateral y arrastraron el artilugio rodante hasta unos aposentos lujosamente decorados. Gorgias siguió sus pasos obedeciendo una seña del conde.
– Aquí suelen hospedarse los optimates -explicó Wilfred-. Príncipes, nobles, obispos, reyes. Y en esta pequeña sala custodiamos los capitulares que nuestro rey Carlos ha venido publicando desde su coronación. Junto a ellos archivamos códigos de la lex Sálica y Ripuaria, decretales y actas de los Campos de Mayo… En definitiva, las normas que gobiernan a los francos, sajones, burgundios y lombardos. Ahora dejadme ver…
Wilfred hizo rodar la silla hasta una estantería deliberadamente baja y examinó uno por uno los volúmenes ordenados y protegidos por cubiertas de madera. El clérigo se detuvo ante un tomo raído que sacó con dificultad y hojeó humedeciéndose los dedos con la punta de la lengua.
– Aja. Aquí está: Capitular de Vilbis. Poitiers, anno domine 768. Karolus rex francorum. Permitidme que os la lea: «Si un hombre libre infligiere daño material o de vida a otro de igual condición, y por innominada circunstancia resultase incapaz de responder de su falta, recaerá sobre la familia del ofensor el castigo que en justicia al primero correspondiera.»
Wilfred cerró el libro y lo devolvió a la estantería.
– ¿Mi vida corre peligro? -preguntó Gorgias.
– No sabría qué deciros. Conozco al percamenarius hace tiempo. Es un hombre egoísta. Peligroso tal vez, pero, desde luego, listo como pocos. Muerto no le servís de nada, así que imagino que buscará vuestros bienes. Otra cosa es su familia. Proceden de Sajonia, y sus costumbres no son las de los francos.
– Si lo que busca es riqueza… -sonrió con amargura.
– Precisamente ése es vuestro mayor problema. El juicio podría terminar con vuestros huesos en el mercado de esclavos.
– Eso ahora no me preocupa. Cuando entierre a mi hija ya veré el modo de resolverlo.
– Por Dios, Gorgias, recapacitad. O al menos pensad en Rutgarda. Vuestra esposa no tiene culpa de nada. Deberíais concentraros en preparar vuestra defensa. Y ni se os ocurra pensar en la huida. Los hombres de Korne os darían caza como a un conejo.
Gorgias bajó la mirada. Si Wilfred no autorizaba la inhumación, sólo le quedaría la opción de trasladar el cadáver hasta Aquis-Granum, pero eso le resultaría imposible si, tal como apuntaba el conde, los parientes de Korne estaban dispuestos a impedírselo.
– Theresa será enterrada esta noche en el claustro -dijo-. Y seréis vos quien se ocupe de ese juicio. Al fin y al cabo, vuestra dignidad necesita de mi libertad mucho más que yo.
El conde sacudió las riendas y los perros gruñeron amenazadoramente.
– Mirad, Gorgias. Desde que comenzasteis a copiar el pergamino os he proporcionado comida por la que muchos matarían, pero ciertamente con esto estáis tensando la cuerda más de lo aconsejable. A tal punto, que tal vez debiera reconsiderar el alcance de nuestros compromisos. De algún modo vuestras habilidades me resultan imprescindibles, pero suponed que un accidente, una enfermedad, o incluso ese juicio os impidieran cumplir lo pactado. ¿Acaso creéis que mis planes se detendrían? ¿Que vuestra ausencia impediría el desarrollo de mi empeño?
Gorgias supo que pisaba un terreno resbaladizo, pero su única oportunidad pasaba por presionar a Wilfred. Si no lo conseguía, su cabeza acabaría junto a Theresa en un estercolero.
– No dudo que consiguieseis encontrar a alguien. Desde luego que podríais hacerlo. Tan sólo deberíais localizar un amanuense cuya lengua materna fuese el griego; que conociese las costumbres de la antigua corte bizantina; que dominase la diplomática con igual maestría que la caligrafía; que distinguiese una vitela nonata de un pergamino de cordero y que, obviamente, supiese mantener la boca cerrada. Decidme, su dignidad, ¿a cuántos de esos hombres conocéis? ¿Dos escribas? ¿Tal vez tres? ¿Y cuántos de ellos estarían dispuestos a embarcarse en tan incierto encargo?
Wilfred gruñó como uno de sus animales. Su cabeza ladeada, encendida por la ira, se veía más grotesca que nunca.
– Puedo encontrar a ese hombre -le retó mientras se daba la vuelta.
– ¿Y qué es lo que copiaría? ¿Un trozo de papel quemado?