Rememoró el nacimiento de su hija Theresa, aquella bolita de melocotón; aquel manojo de vida tiritando entre sus brazos. Durante semanas corrió el vino y se derramó la miel. Envió noticias a los foros del imperio, ordenó que se erigiese un altar a espaldas de la villa y exigió a sus siervos que conmemorasen con ofrendas aquella dichosa fecha. Ni siquiera su nombramiento como optimate de la provincia de Bitinia le había producido mayor satisfacción. Su esposa Otiana lamentó no haber engendrado un varón, pero él tampoco tenía prisa. Aquella chiquilla llevaba su sangre, la sangre de los Theolopoulos, la estirpe de comerciantes más renombrada de Bizancio, desde el Danubio hasta Dalmacia, desde Cartago hasta el Exarcado de Rávena, respetada y temida más allá de las defensas de Teodosio. Tiempo habría para que llegasen más niños y llenasen las salas con sus travesuras. Eran jóvenes y con la vida por delante. O al menos, así lo creía…
La segunda gestación trajo consigo la mayor de las desgracias. Los galenos atribuyeron la muerte de Otiana a la humedad y las blanduras del feto… ¡Malditos necios! Si al menos le hubieran evitado todo aquel sufrimiento…
Durante meses la desesperación se convirtió en su única compañera. En cada rincón imaginaba a su esposa, olía su perfume y escuchaba sus risas. Al final, aconsejado por sus hermanos, decidió alejarse de la melancolía que le consumía y se trasladó a la vieja Constantinopla. Allí adquirió una villa ajardinada próxima al foro de Trajano, donde se instaló con sus siervos y un ama de cría.
Transcurrieron varios años durante los cuales vio crecer a Theresa rodeada de libros y escritos, su única pasión; el remedio que los físicos no supieron recetarle. Su título de patricio y su amistad con el cubiculario del Basileus le abrieron las puertas de la Biblioteca de Santa Sofía, y de ese modo tuvo acceso al más grande almacén de sabiduría de la cristiandad. Cada mañana acudía al paraninfo de la catedral acompañado de Theresa, y mientras ésta jugaba con los faisanes, él releía a Virgilio, copiaba pasajes de Plinio o recitaba estrofas de Luciano. Pasado su sexto cumpleaños, la pequeña comenzó a interesarse por las actividades de su padre. Se sentaba entre sus piernas e insistía hasta lograr que le dejara alguno de los códices que manejaba. Al principio, para distraerla, le ofrecía pliegos estropeados, pero pronto comprobó que mientras él escribía, Theresa imitaba con extraordinaria delicadeza cada uno de sus movimientos.
Con el tiempo, lo que parecía un pasatiempo acabó por convertirse en una preocupación. La pequeña apenas jugaba con otras niñas y cuando lo hacía, disfrutaba garabateándoles la ropa con las plumas que robaba de los gallineros. Recordó que al comentarlo, Reodrakis, el titular de la biblioteca, le persuadió para que la iniciase en los secretos de la escritura postulándose a sí mismo como preceptor de la pequeña. De ese modo Theresa aprendió a leer y, poco más tarde, a imprimir sus primeros trazos sobre tablillas de cera.
Rememoró con tristeza cómo su pasión por la lectura se interrumpió a los dieciséis años, a resultas del asesinato del emperador León IV a manos de su esposa, la emperatriz Irene. La muerte del Basileus deparó una interminable sucesión de rencillas y venganzas que acabaron con la detención y ajusticiamiento de cuantos osaron oponerse a la nueva Basilissa. Pero no sólo los críticos acabaron en los cementerios. Aquellos que en vida del Basileus habían establecido vínculos políticos o comerciales con él, sufrieron igualmente la ira de la emperatriz.
Una noche de invierno, el cubiculario se presentó en su casa embozado y con un par de caballos. De no haber sido por su aviso, al día siguiente él y su hija habrían sido ejecutados. Luego vino la huida a Salónica, la peregrinación hasta Roma y el traslado a las frías tierras germanas.
Pero ¿por qué pensaba aquello en ese preciso momento? ¿Por qué evocar unos recuerdos que alimentaban su dolor?
«Destino maldito, tormenta de crueldad. Meandro de caprichos que arrancas de mi alma la carne que era mía, dejándome vacío. Cilicio infame, senda de castigo. Llévame contigo para regalarte mi odio. Ven y abrázame.»
Cerró los ojos y se echó a llorar.
Pese a lo dificultoso del terreno, Gorgias y Reinoldo concluyeron la fosa poco después de la medianoche. A esa hora los clérigos descansaban en sus aposentos y Wilfred pudo oficiar el sepelio en el más estricto secreto. Luego ordenó a Gorgias que cubrieran el féretro sin cruz o signo que pudiese delatar lo acontecido.
– En cuanto al manuscrito… -le recordó el conde.
Gorgias asintió con los ojos enrojecidos. Entonces Wilfred bajó la cabeza y lo dejó a solas con su amargura.
Capítulo 5
Aquella noche los vientos del norte sembraron de hielo hasta el último rincón de Würzburg. Los hombres se apresuraron a sellar las rendijas y avivar los fuegos de los hogares, las mujeres apretujaron a sus hijos entre los jergones, y todos rezaron por que la leña almacenada conservase el calor hasta el amanecer.
Los que durmieron al abrigo de las ascuas soportaron el frío con resignación, pero Theresa fue incapaz de conciliar el sueño. El llanto le había inflamado los párpados hasta hincharlos como odres, y sus ojos enfebrecidos apenas si lograban percibir la cochiquera en la que había encontrado refugio. Su piel aún conservaba la tez cenicienta del humo, y el olor de sus ropas le recordó una y otra vez el infierno que acababa de vivir. La muchacha rompió a llorar y pidió perdón a Dios por sus pecados.
De nuevo en su cabeza retumbaron las imágenes de lo ocurrido: las risas burlonas de los mozos del taller; la piel podrida flotando en el estanque; la prueba por la que tanto había luchado; la discusión con Korne; y por último, el pavoroso incendio. Sólo de pensar en ello se le erizaba la piel, pero dio gracias al cielo por haberle permitido escapar del fuego con vida.
Señor, ¡si al menos hubiese podido evitar la muerte de Clotilda!
En alguna ocasión había sorprendido a aquella muchacha merodeando por los almacenes del taller o rebuscando entre los restos de basura. Según creía, sus padres habían fallecido a principios del invierno, y desde entonces deambulaba sola por los aledaños de la catedral sin que nadie se apiadara de ella. Calculó que Clotilda sería de su edad o incluso algo más joven. Pasado un tiempo, la muchacha había desaparecido y no volvió a saber de ella hasta el día del incendio.
Recordó el instante en que decidió regresar al taller, justo después de asegurar a la esposa de Korne sobre el muro del patio. Cuando entró en la estancia, las llamas crepitaban en el techo convirtiendo el lugar en una enorme lengua de fuego. Buscaba sus últimos libros y entonces la vio. Clotilda, acurrucada en un rincón, manoteaba sin cesar intentando alejar las ascuas que le llovían desde la techumbre. A sus pies había varias manzanas desparramadas. Sin duda la muchacha había aprovechado la confusión para entrar en el taller y conseguir algo de comida.
Intentó sacarla, pero ella se resistió con un gesto de dolor. Entonces advirtió que su piel enrojecida ya había sufrido el envite de las llamas. Al mirar alrededor descubrió bajo una de las mesas su vestido azul, el que había utilizado cuando se sumergió en el estanque. Lo cogió, y tras comprobar que aún seguía empapado, se lo ofreció a la muchacha. Ésta se despojó de sus andrajos y se enfundó el vestido de Theresa. El agua la alivió. En ese momento el techo crujió y las vigas comenzaron a caer. Recordaba que intentó arrastrarla, pero la muchacha se asustó y corrió en la dirección opuesta. Luego todo se derrumbó y Clotilda quedó sepultada bajo los escombros.