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Theresa aprovechó para correr hacia la puerta mientras el herido se revolcaba como un cerdo. La habría franqueado de no ser porque el corpulento se interpuso en su camino. La joven intentó esquivarle, pero el hombre, con inusitada rapidez, la agarró por los pelos y elevó su cuchillo. Theresa cerró los ojos y gritó. Sin embargo, cuando se disponía a descargar el golpe, el hombre dejó escapar un extraño gruñido. A continuación sus ojos palidecieron y sus piernas se tambalearon. Después cayó de rodillas frente a Theresa, y finalmente se derrumbó de bruces contra el suelo. En ese instante ella advirtió un enorme puñal clavado en la espalda del bandido, y detrás de éste, la figura del joven Hóos Larsson tendiéndole la mano.

Hóos la sacó de allí. Luego el joven regresó a la casa, se oyeron unos gritos desgarradores y al poco volvió con las manos ensangrentadas. Se acercó a Theresa y la cubrió con su capa de lana.

– Ya pasó todo -dijo con voz torpe.

Ella lo miró con lágrimas en los ojos. Entonces se dio cuenta de que estaba medio desnuda y sus mejillas enrojecieron. Procuró taparse lo mejor que pudo. Hóos la ayudó.

Hóos Larsson le resultó más atractivo de lo que recordaba. Quizás algo recio, pero de mirada franca y modales contenidos. Hacía tiempo que no sabía de él, aunque eso no importaba. Le agradecía que la hubiese salvado, pese a que seguramente ahora la conduciría a Würzburg para entregarla a la justicia. Pero eso ya le daba lo mismo. Lo único que deseaba era que su padre la perdonase.

– Deberíamos entrar. Aquí vamos a congelarnos -sugirió él.

Theresa miró hacia la casa y negó con la cabeza.

– No tienes nada que temer. Están muertos.

Volvió a menear la cabeza. No entraría ni aunque se muriese de frió.

– ¡Dios! -refunfuñó Hóos-. Pues vayamos al cobertizo. Allí no hay fuego, pero al menos nos protegeremos de la lluvia.

Sin darle tiempo a contestar, tomó a la joven en brazos y la llevó hasta el cobertizo. Una vez allí, dispuso con los pies un poco de paja a modo de lecho y depositó encima a Theresa.

– He de ocuparme de esos cadáveres -dijo.

– Por favor, no te vayas.

– No puedo dejarles. La sangre atraería a los lobos.

– ¿Y qué harás con ellos?

– Pues enterrarlos, supongo.

– ¿Enterrar a unos asesinos? Deberías arrojarlos al río -sugirió ella frunciendo el ceño.

Hóos rompió a reír. Sin embargo, al advertir el gesto de reprobación de Theresa, procuró contenerse.

– Disculpa, pero no creo que sea una buena idea. El río está tan helado que necesitaría un pico para abrir un agujero por donde echarlos.

Theresa calló avergonzada. Lo cierto era que sabía bastante de pergaminos, pero casi nada de cualquier otra cosa.

– Y aunque el agua fluyese -agregó él-, arrojarlos no resolvería el problema. Sin duda esos hombres formaban parte de alguna avanzadilla, y tarde o temprano, el río conduciría los cadáveres hasta sus compañeros.

– Pero ¿es que hay más sajones? -preguntó atemorizada.

– Son poco más que una banda, pero fieros como alimañas.

La verdad, no sé cómo se han infiltrado, pero los pasos están infestados. De hecho, he perdido tres días rodeando las montañas.

Rodeando las montañas… Eso sólo podía significar que Hóos procedía de Fulda, de modo que no podía conocer lo ocurrido en Würzburg. Suspiró aliviada.

– En cualquier caso, tu aparición ha resultado providencial -dijo mientras observaba cómo Hóos se limpiaba las manos ensangrentadas frotándolas contra la nieve.

– Bueno. Lo cierto es que desde ayer merodeaba por los alrededores -repuso él-. A última hora decidí hacer noche en el horno, pero al acercarme observé luz en la casa y comprobé que eran esos sajones. No quería problemas, así que resolví dormir en el cobertizo y esperar a que marchasen. Cuando desperté habían desaparecido. No obstante, me adentré en el bosque para asegurarme. Después de un rato decidí volver y entonces vi que te habían atrapado.

– Habrían salido a cazar. Traían unas ardillas.

– Probablemente. Pero dime… ¿qué hacías tú en la casa?

Theresa se ruborizó. No había previsto esa pregunta.

– La tormenta me sorprendió cerca del horno. -Carraspeó-. Me acordé de la vivienda y vine para guarecerme. Luego esos hombres surgieron de la nada.

Hóos torció el gesto. Seguía sin entender qué hacía una joven por aquellos andurriales.

– ¿Y ahora qué haremos? -preguntó ella intentando cambiar de tema.

– Yo he de cavar un rato. En cuanto a ti -le sugirió-, convendría que te ocupases del moretón de tu cara.

Theresa contempló a Hóos mientras el joven se adentraba en la vivienda. Hacía tiempo que no le veía, y aunque su rostro se había endurecido, aún conservaba su pelo ensortijado y su semblante amable. Hóos era el único de los hijos de la viuda Larsson que había abandonado el oficio de cantero. Lo sabía porque la mujer presumía continuamente de su nombramiento como fortior de Carlomagno, cargo del que ella desconocía todo, a excepción de su extraña pronunciación. Calculó que Hóos rondaría la treintena. A esa edad un hombre ya solía haber engendrado un par de hijos. Sin embargo, nunca oyó a la viuda Larsson mencionar que tuviese nietos.

Al cabo de un rato, Hóos regresó al cobertizo con la pala que había usado para remover la tierra. Con gesto cansado la arrojó al suelo junto a Theresa.

– Esos hombres ya no nos causarán problemas -dijo.

– Estás empapado.

– Sí. Ahí fuera diluvia.

Ella torció el gesto, pero no supo qué decir.

– ¿Tienes hambre? -preguntó Hóos.

Asintió con la cabeza. De buena gana se habría comido una vaca.

– Perdí mi montura atravesando un barranco -se lamentó él-. El caballo y los víveres se fueron al diablo, pero ahí dentro -dijo señalando la casa- he visto un par de ardillas que podrían aliviarnos, de modo que decide: o entras y nos llenamos la tripa, o nos quedamos aquí fuera hasta que el frío nos reviente.

Theresa apretó los labios. No quería volver a la cabaña, pero Hóos llevaba razón: en aquel cobertizo no aguantarían mucho más tiempo. Se levantó y lo siguió, aunque a la entrada la detuvo un escalofrío. Hóos la miró con el rabillo del ojo; la compadecía, pero no quería que ella lo notara. De un puntapié abrió la puerta y le mostró la habitación vacía. Luego le pasó un brazo por los hombros y entraron juntos.

El calor de la leña les reconfortó igual que un caldo recién servido. Hóos había añadido una brazada de leña al fuego, que chisporroteaba con fuerza iluminando suavemente la estancia. La fragancia a castañas calientes acarició su olfato y el olor a carne aguijoneó su apetito. Theresa observó los enseres recogidos y una manta dispuesta junto al fuego. Por primera vez desde el incendio creyó sentirse segura.

Aún no se había acostumbrado al calor cuando Hóos se presentó con las ardillas y las castañas.

– Esa gente sabía dónde buscar alimento -dijo-. Espera un momento… -Salió y al poco volvió con varias prendas-. Se las pedí a los sajones antes de enterrarlos. Échales un vistazo. Tal vez encuentres algo que te sirva.