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– ¡La mano! ¡Por Dios, dadme la mano! -le gritó Theresa. La mujer abrió los ojos y dejó de chillar. Entonces se levantó, besó la mano de la joven, y al paso que le permitieron sus gruesas piernas corrió con ella hacia los estanques.

Capítulo 3

Cuando Gorgias entró en el scriptorium, advirtió con horror que había olvidado su talega en el taller del percamenarius. Se lamentó por su torpeza, pero le reconfortó el haber previsto un doble fondo donde esconder el pergamino en que estaba trabajando. Se dijo que, de no haber mediado tal precaución, a estas horas su asaltante dispondría del documento más valioso que jamás hubiera imaginado. Sin embargo, le había robado un borrador en el que constaban algunos de los pasajes más comprometidos, y eso le retrasaría respecto a los plazos acordados.

Se miró el brazo y comprobó que el vendaje que le había aplicado Zenón se había convertido en una mortaja de sangre. Con su mano sana se desprendió de las vendas y apoyó la extremidad herida sobre una mesa iluminada. Luego intentó mover los dedos que a duras penas consiguió articular. Al comprobar que la herida sangraba, tensó la costura que cerraba la incisión, pero el dolor le obligó a desistir. Sentía palpitar la carne abierta como si el corazón le galopara. Preocupado, avisó a un sirviente para que llamase de nuevo al físico, y mientras aguardaba, se reclinó en su asiento para meditar sobre lo sucedido.

No le cabía duda. El hombre que le había atacado conocía el incalculable valor del pergamino.

El crujido de la puerta sacó a Gorgias de sus pensamientos.

El mismo sirviente al que había enviado pidió permiso y cruzó el umbral. Le acompañaba el físico, visiblemente contrariado.

– Líbreme Dios de los letrados. Mucho presumen de sus conocimientos, pero al menor malestar se quejan como viejas en un velatorio -refunfuñó el médico mientras acercaba una lamparilla al brazo herido.

– Apenas si muevo los dedos y no dejo de sangrar -se lamentó Gorgias.

El hombre examinó el miembro con los mismos miramientos que un carnicero al descoyuntar un pollo.

– Y gracias deberéis dar si os libráis de que os lo ampute. ¡Por todos los diablos! ¿Qué habéis estado haciendo? ¿Escribir una Biblia en griego?

Gorgias no contestó. Entretanto, el físico revolvía en su bolsa de trabajo.

– ¡Vaya por Dios! No me queda centinodia. ¿Tenéis aquí los polvos que os prescribí?

– ¡Maldita sea! Los olvidé en el taller. Mandaré luego a recogerlos -se lamentó al advertir que se había dejado la talega en el taller del percamenarius.

– Como veáis, pero he de advertiros: las otras heridas no me preocupan, pero ese brazo… Si no lo cuidáis, en una semana no servirá ni de pitanza para los cerdos. Y si perdéis el brazo, tened por seguro que perderéis la vida. Ahora voy a afianzar la costura para cortar la hemorragia. Esto os dolerá.

Gorgias torció el gesto, no sólo por el dolor, sino porque intuía que el físico estaba en lo cierto.

– Pero ¿cómo una herida superficial…?

– Os guste o no, las cosas son así. La gente no muere sólo de escrófulas y pestilencias. Al contrario, los cementerios se atiborran de gente sana que la espichó por roces y heridas sin importancia: una ligera febrícula, unos extraños espasmos… y adiós a los padecimientos. Tal vez no conozca los métodos de Galeno, pero he visto tantos muertos que soy capaz de distinguirlos meses antes de que se vayan a la tumba.

Una vez concluida la cura, el hombrecillo recogió sus utensilios y los introdujo desordenadamente en su bolsa. Gorgias ordenó al sirviente que saliese del scriptorium y esperase fuera. El criado obedeció.

– Aguardad un momento -dijo acercándose al físico-. Necesito que me hagáis un favor.

– Si está en mi mano…

Gorgias se cercioró de la lejanía del sirviente.

– El caso es que preferiría que el conde no supiese nada de esto. Me refiero a la gravedad de la herida. Estoy trabajando en un códice, un ejemplar por el que siente un especial interés, y a buen seguro que se disgustaría si pensase que el trabajo va a retrasarse.

– Pues no veo que podáis hacer otra cosa. Esa mano no podrá empuñar una pluma en al menos tres semanas. Eso contando con que no empeore. Y siendo el conde quien paga mis honorarios, convendréis conmigo en que no debo mentirle.

– Pero no os pido que mintáis, tan sólo que calléis el pronóstico. En cuanto a vuestros honorarios…

Gorgias introdujo la mano izquierda en un bolsillo del blusón y extrajo unas monedas.

– Es más de lo que os pueda pagar el conde -apostilló.

El físico cogió las monedas y las examinó con detenimiento. Sus ojos refulgieron por la codicia. Las besó y las guardó entre sus pertenencias. Luego, sin mediar palabra, se encaminó hacia la salida.

A la altura de la puerta se detuvo y se volvió hacia Gorgias.

– Descansad y dejad que la herida madure. La salud se pierde al galope, pero regresa caminando. Si observáis la aparición de abscesos o apostemas, mandadme aviso de inmediato.

– Perded cuidado que seguiré vuestro consejo. Y ahora, si no os molesta, haced pasar al doméstico.

El físico asintió y se despidió con un guiño. Cuando el criado entró en el scriptorium, Gorgias lo miró detenidamente. El muchacho, un imberbe flaco y desgarbado, se veía corto de entendederas.

– Necesito que te acerques al taller del percamenarius y le pidas a mi hija el remedio que me recetó el físico. Ella sabrá qué hacer. Pero antes, avisa al conde y dile que le espero en el scriptorium.

– Pero señor… El conde aún descansa -balbuceó.

– ¡Pues despiértalo! -gritó Gorgias-. Dile que lo preciso con urgencia.

El sirviente retrocedió sin dejar de asentir con la cabeza. Cuando salió, cerró la puerta y sus pasos se alejaron presurosos.

Gorgias miró en derredor para advertir que todo en la estancia era humedad. Las llamas de las lamparillas apenas si alcanzaban a iluminar los mismos bancos en que se aposentaban, otorgando al scriptorium un aspecto fantasmagórico. Tan sólo un estrecho ventanuco protegido por una sólida reja proporcionaba una tenue luz al enorme atril de madera sobre el que, en el más absoluto de los desórdenes, se acumulaban códices, cuencos de tinta, plumas y estilos, entremezclados con punzones, raspadores y secantes. La sala disponía de otro atril que contrastaba con el anterior por su completa desnudez. En la pared septentrional, una recia armariada flanqueada por dos luminarias custodiaba los códices más valiosos, cuyos lomos lucían gruesas argollas por las que discurrían las cadenas que los aseguraban a la pared. En las baldas superiores, y separados del resto, se alojaban los salterios de uso común, compartiendo linde con sendas Biblias arameas. En las restantes estanterías, decenas de volúmenes sin encuadernar apilados sobre misivas, epistolarios y cartularios de distinta índole, disputaban el espacio a los polípticos y censos responsables de las cuentas y transacciones.

Aún pensaba en el asalto de la mañana cuando la puerta crujió, se abrió lentamente y una tea encendida irrumpió en la estancia cegándole. Cuando el criado se apartó, una extraña figura achaparrada se recortó bajo la luz de la antorcha. Tras unos instantes, una voz quebrada resonó desde el umbral de la puerta.