– Decidme, buen Gorgias. ¿Cuál es esa urgencia que tanto os aflige?
En ese momento se oyó un gruñido ronco y sostenido. Uno de los perros de Wilfred contrajo las mandíbulas y avanzó hacia Gorgias arrastrando al otro moloso tras de sí. Los arneses se tensaron y el extraño artilugio al que estaban unidas las bestias avanzó pesadamente, chirriando sobre sus toscas ruedas de madera. A una voz, los perros se postraron y el carretón detuvo su avance. Entonces Gorgias contempló la grotesca cabeza de Wilfred, reclinada inhumanamente sobre su hombro derecho. El hombre soltó las bridas y acercó las manos a los perros, que se apresuraron a lamerlas.
– Cada día que pasa me cuesta más manejar a estos diablos -dijo Wilfred con voz entrecortada-, pero bien sabe Dios que mi vida sin ellos sería como la de un olivo seco.
Pese a los años, a Gorgias seguía sobresaltándole la impresionante imagen del conde. Wilfred vivía atrapado sobre aquella especie de cosa rodante sobre la que dormía, comía y vaciaba los intestinos, cosa que, por lo que sabía, venía haciendo desde el día en que de mozo le amputaran las dos piernas.
Se inclinó para saludarle.
– Dejaos de cumplimientos y contadme. ¿Qué es lo que sucede?
El escriba miró hacia otro lado. Tanta prisa por hablar con el conde y ahora no sabía por dónde empezar. En ese momento un perro se movió y desplazó bruscamente el artilugio. Una de las ruedas rechinó y Gorgias se arrodilló para comprobarla mientras buscaba las palabras adecuadas.
– Es uno de los roblones; con el traqueteo ha debido de perderse. Los tablones se han desalineado y corren peligro de soltarse. Haríais bien en llevar la silla al carpintero.
– No me habréis levantado para examinar el carromato.
Cuando Gorgias alzó la mano para excusarse, Wilfred vio el aparatoso vendaje que la cubría.
– ¡Santo Cielo! Pero ¿qué os ha ocurrido en el brazo?
– ¡Oh, nada! Un incidente sin importancia -mintió-. De camino a los talleres un pobre diablo me causó unos arañazos. Avisaron al físico y se empeñó en vendármelo, pero es que ya conocéis a los matasanos: si no cubren o emplastan algo, imaginan que no les pagarán por su trabajo.
– Tenéis razón, pero decidme, ¿podéis mover bien la mano?
– Con alguna molestia. Nada que no pueda resolver con un poco de trabajo.
– Entonces el motivo de vuestra urgencia…
– Permitid que me siente. Es respecto al códice. No voy tan rápido como quisiera.
– Bueno. Aliquando bonus dormitat Deux. No se trata de ir rápido, sino de llegar a tiempo. Y decidme, ¿a qué se debe ese retraso? No me habíais comentado nada al respecto -dijo intentando disimular su contrariedad.
– Lo cierto es que no quise preocuparos. Pensé que podría arreglarme con las plumas que tenía, pero he afilado tanto los cálamos que apenas si consigo hacer fluir la tinta.
– No entiendo. Disponéis de decenas de plumas.
– Sí, pero no de ganso. Y como sabéis, no quedan gansos en Würzburg.
– Pues continuad con las que tenéis. No veo la importancia…
– El problema reside en el flujo. La tinta no desciende con la suficiente lentitud, y eso podría provocar corridos que estropearían todo el pliego. Recordad que estoy utilizando vitela de ternero nonato. La superficie es tan suave que cualquier error en el manejo de la pluma traería consecuencias irreparables.
– ¿Y por qué no utilizáis otro tipo de pergamino?
– Eso no es posible. No, si pretendéis conseguir vuestros propósitos.
Wilfred se removió sobre su asiento.
– ¿Entonces qué proponéis?
– He pensado en densificar la tinta. Utilizando el aglutinante adecuado podría conseguir que fluyese con mayor lentitud, manteniendo el necesario deslizamiento. Creo que en un par de semanas podría lograrlo.
– Haced lo que debáis, pero si en algo apreciáis vuestra cabeza, procurad tener listo el códice para la fecha convenida.
– Ya he comenzado los preparativos. Perded cuidado.
– Muy bien. Por cierto, y ya que estamos aquí, me gustaría echarle un vistazo al pergamino. Si sois tan amable de acercármelo…
Gorgias apretó los dientes. No quería explicarle que a consecuencia del asalto se vería retrasado.
– Me temo que no es posible.
– ¿Cómo decís? ¿Qué significa que no es posible?
– Que no lo tengo aquí. Lo olvidé en el taller de Korne.
– ¿Y qué infiernos hace allí, a expensas de que cualquiera pueda descubrirlo? -bramó el conde. Los perros se alteraron.
– Disculpadme, paternidad. Sé que debí consultaros, pero anoche a última hora comprobé cómo una de las páginas comenzaba a pelarse -mintió-. Desconozco la causa, pero cuando ocurre, es vital atajar el problema de inmediato. Necesitaba un ácido que Korne suele utilizar, y conociendo de su desconfianza juzgué preferible llevar allí el códice antes que pedirle el ácido. De todas formas, a excepción de Theresa, en el taller nadie sabe leer, y un pergamino más entre otros cientos, en modo alguno llamaría la atención.
– No sé… Todo eso parece acertado, pero no entiendo qué hacéis aquí en lugar de estar en el taller aplicando ese ácido. Acabad lo que debáis y regresad el documento al scriptorium. ¡Y por lo que más queráis!, no me llaméis paternidad, que hace años que no visto los hábitos.
– Como ordenéis. Saldré tan pronto recoja el atril y me provea de mis cuchillas. No obstante, antes desearía comentaros otro asunto.
– Decidme.
– Estos días… los que necesito para preparar la nueva tinta…
– ¿Sí?…
– Si vuestra dignidad lo autoriza, preferiría que me excusaseis de venir al scriptorium. En mi casa dispongo de los útiles necesarios, y allí podría efectuar las pruebas con mayor tranquilidad. Además, debo localizar ciertos ingredientes en el bosque, por lo que habré de pernoctar fuera de las murallas.
– ¿Fuera en el bosque? En tal caso solicitaré alpraefectus un soldado para que os escolte. Si esta mañana os han atacado al abrigo de las murallas, imaginad lo que podría ocurriros al otro lado.
– Bueno, no creo que sea necesario. Conozco bien los alrededores y Theresa puede acompañarme.
– ¡Ja! -rio Wilfred-. Aún miráis a Theresa con ojos de padre primerizo, pero esa joven atrae a los hombres como si estuviera en celo. En cuanto los salteadores la oliesen no dispondríais de tiempo ni para santiguaros. Vos ocupaos del códice, que yo me ocuparé de vos. Por la tarde tendréis el soldado en vuestra casa.
Gorgias decidió no porfiar. Había planeado dedicar los dos días a buscar al hombre que le había asaltado, pero con un soldado lamiéndole los talones difícilmente podría conseguirlo. Sin embargo, resolvió dar por concluida la conversación para de ese modo no alertar aún más a Wilfred. Mientras ordenaba sus pertenencias, decidió cambiar de asunto.
– ¿Cuánto estimáis que se demorará el rey? -preguntó Gorgias.
– ¿Carlomagno? No sé. Un mes. Tal vez dos. El último correo anunciaba la partida inminente de un convoy con suministros.
– Pero los pasos están cerrados.
– En efecto. Pero tarde o temprano habrán de llegar. Las despensas no aguantarán mucho más tiempo.
Gorgias asintió. Las raciones resultaban cada vez más exiguas y pronto no quedaría nada.
– Bien. Si no deseáis más… -añadió Wilfred.
El conde empuñó las riendas y los arneses se ciñeron a los perros. Luego restalló el látigo y las bestias movieron pesadamente el artilugio hasta girarlo por completo. Se disponía a abandonar el scriptorium cuando un doméstico irrumpió en la sala gritando como si hubiese visto al diablo.