Descendió del coche y cruzó la calle. La casa siguió tercamente silenciosa después de tocar ella el timbre de la puerta, y por ello probó en el de la casa de al lado. Le respondió una joven con un crío en brazos, medio dormido.
– ¿Qué se le ofrece?
– Buenos días -dijo Roz-, siento molestarla. -Hizo un gesto indicando la casa de al lado-. En realidad quería hablar con sus vecinos pero no hay nadie. ¿Sabe a qué hora suelen estar en casa?
La joven levantó algo la cadera para aguantar mejor al niño y dirigió a Roz una mirada escrutadora.
– No hay nada que ver, de verdad. Está perdiendo el tiempo.
– ¿Cómo dice?
– Extrajeron las entrañas de la casa y la renovaron de arriba abajo por dentro. Lo hicieron perfectamente. No hay nada que ver, ni una mancha de sangre, ni un espíritu rondando por allí, nada de nada. -Apretó la cabeza del crío contra su hombro, un gesto despreocupado, convencional, una declaración de tierna maternidad que chocaba terriblemente con la hostilidad de su tono de voz-. Voy a darle mi opinión: debería acudir a un psiquiatra. En esta sociedad los auténticos enfermos son la gente como usted -dijo disponiéndose a cerrar la puerta.
Roz levantó las manos en un gesto de rendición. Sonrió con timidez:
– No he venido a incordiar -dijo-. Me llamo Rosalind Leigh y colaboro con el abogado del malogrado señor Martin.
La mujer la miró dudando.
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo se llama él?
– Peter Crew.
– Tal vez lo ha sacado de un periódico.
– Tengo una carta de él. ¿Quiere verla? Comprobará que soy quien digo que soy.
– Bueno.
– Está en el coche. Voy a buscarla.
Cogió rápidamente la cartera del maletero pero cuando regresó, la puerta ya estaba carrada. Llamó unas cuantas veces al timbre y esperó unos diez minutos junto a la puerta, pero era evidente que la joven no tenía ninguna intención de abrir. Oyó cómo lloraba un bebé en una de las habitaciones de arriba, y luego el tono tranquilizador de la madre mientras subía la escalera, y después, completamente enfadada consigo misma, volvió al coche a reflexionar sobre cuál tenía que ser el próximo paso.
Los recortes de prensa eran decepcionantes. Lo que ella precisaba eran nombres: de amigos o vecinos, incluso de antiguos profesores, que pudieran ofrecerle detalles sobre su pasado. Pero el periódico local, al igual que los nacionales, se había centrado en el sensacionalismo del horror del crimen sin ofrecer detalles sobre la vida de Olive o plantearse por qué lo había hecho. Traía los típicos comentarios de los «vecinos» -todos anónimos y muy juiciosos tras el suceso-, pero tan faltos de inteligencia e idénticos que Roz sospechó que todo era obra del periodismo sensacionalista.
«No, no me sorprende -dijo una vecina-, en realidad estoy conmocionada y horrorizada, pero no sorprendida. Era una chica rara, de pocos amigos, iba a la suya. Al contrario de su hermana, una muchacha atractiva, sociable. Todos queríamos a Amber.»
«Sus padres consideraban que era una chica difícil. No se relacionaba con nadie ni tenía amigos. Supongo que era tímida a causa de su físico, pero te miraba de una forma que no era normal.»
Dejando aparte el sensacionalismo no habían encontrado qué decir. No podían informar sobre las investigaciones de la policía: la propia Olive les había llamado, se había confesado culpable del crimen en presencia de su abogado y había sido acusada de asesinato. Puesto que se había declarado culpable no hacían falta detalles morbosos sobre una larga vista, ni un nombre de amigo o compañero a quien recurrir, y la sentencia había merecido un único párrafo bajo el siguiente titular: veinticinco años por unos asesinatos brutales. A nivel global, el suceso parecía rodeado de una conspiración de apatía periodística. De las cinco cuestiones claves del credo periodístico -¿dónde, cuándo, qué, quién y por qué?- se habían ocupado ampliamente tan sólo de las cuatro primeras. Todo el mundo sabía qué había sucedido, quién lo había hecho, dónde y cuándo, pero por lo que parecía nadie sabía por qué. Y lo más curioso era que en realidad nadie se lo había preguntado. ¿Acaso el solo hecho de tomar el pelo a una joven puede llevarla a un arranque de rabia que la conduzca a descuartizar a su familia?
Con un suspiro, Roz encendió la radio y puso una cinta de Pavarotti. «Mala elección», pensó cuando Nessun Dorma resonó en el coche y le llevó los amargos recuerdos de un verano que prefería olvidar. Resultaba extraño que una pieza de música pudiera traer tantos recuerdos; si bien el camino hacia la separación tenía como fondo la coreografía alrededor de la pantalla de televisión, Nessun Dorma marcaba el final y el comienzo de sus peleas. Recordaba todos los detalles de cada uno de los partidos de fútbol del Campeonato del Mundo. Aquéllos constituían los únicos períodos tranquilos de un verano en pie de guerra. Cuánto mejor habría sido, pensaba, abatida, haber puesto punto final en aquel momento en vez de ir arrastrando el sufrimiento hasta una conclusión mucho más terrible.
Una cortina de malla, en la casa adosada de la derecha, el número veinticuatro, se movió detrás de un cartel que rezaba Vigilancia del Barrio. Roz se preguntó si no estaban cerrando la puerta del establo cuando el caballo ha huido. O tal vez hubo el mismo movimiento en la cortina el día en que Olive blandió el hacha. Había dos garajes entre las casas pero era probable que sus ocupantes hubieran oído algo. «Olive cogió un hacha y asestó cuarenta golpes a su madre…» Aquellas palabras daban vueltas en el cerebro de Roz tal como lo habían hecho con intensidades distintas durante días.
Continuó observando el número veintidós, aunque con el rabillo del ojo siguió mirando la cortina de malla. Se movió de nuevo, estirada por unos dedos fisgones, y Roz se sintió irritada sin entender por qué con aquella entrometida que la espiaba. Tenía que llevar una vida vacía, desaprovechada, para disponer de tiempo que le permitiera estar allí apostada observando. ¿Qué especie de zorra impertinente podía vivir en aquel lugar? ¿Una solterona frustrada a quien le había dado por el voyeurismo? ¿O bien una aburrida vida de fastidio con nada mejor por hacer que buscar algún fallo? Entonces se le encendió la bombilla, una nueva disposición del pensamiento parecida a la de las agujas en una línea ferroviaria. Precisamente la portera que buscaba, por supuesto, ¿cómo no se le había ocurrido inmediatamente? De hecho, empezaba a preocuparse por ella misma. Pasó tanto tiempo en punto muerto, tan sólo escuchando los pasos que no se dirigían a ninguna parte, que incluso resonaban en su memoria.
Abrió la puerta un hombre mayor, frágil, una persona diminuta, encogida, de piel transparente y hombros arqueados.
– Pase, pase -le dijo, acompañándola hacia el pasillo-. He oído lo que decía a la señora Blair. Ella no le dirá nada. Es más, aunque lo hiciera, no le ayudaría en nada. Tan sólo hace cuatro años que viven aquí, cuando esperaban el primer hijo. No conocían de nada a la familia, y por las noticias que tengo, nunca hablaron con el pobre Bob. ¿Qué quiere que le diga? Es un poco insolente. Típico de los jóvenes de hoy. Siempre quieren algo por nada. -Siguió murmurando mientras la acompañaba a la salita-. Se siente mal por vivir en una pecera de peces de colores y sin embargo olvida que consiguieron la casa por una miseria justamente porque se trataba de una pecera de peces de colores. Ted y Dorothy Clarke prácticamente regalaron este lugar porque no soportaban permanecer más tiempo aquí. ¿Qué quiere que le diga? Una chica desagradecida. Imagínese qué será para nosotros, que hemos vivido siempre aquí. Es lo que hay. Mire si no tenemos que hacer de tripas corazón. Siéntese, siéntese.