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– Gracias.

– Dijo que venía de parte del señor Crew. ¿Ya han encontrado al niño?

El anciano la miró con aquellos ojos azules y brillantes que desconcertaban. Roz aguantó la mirada, y su cabeza iba a un ritmo acelerado.

– Esto no me incumbe -dijo con gran cautela-, de forma que no estoy al corriente de cómo andan las cosas a este respecto. Estoy llevando a cabo un seguimiento del caso de Olive. ¿Sabía que el señor Crew sigue representándole?

– ¿Qué significa representarle? -preguntó él. Desvió los ojos en una expresión de decepción-. Pobrecita Amber. No tenían que obligarla a darse por vencida. Yo ya dije que esto traería problemas.

Roz permaneció allí sentada, completamente inmóvil con la mirada fija en la desgastada moqueta.

– Claro que la gente no escucha -dijo él, malhumorado-. Les das un consejo con la mejor intención y te dicen que te estás entrometiendo en sus cosas. ¿Qué quiere que le diga? Me imaginaba adónde llevaría todo ello -dijo, y se sumergió en un silencio marcado por el resentimiento.

– Estaba hablando del niño -sugirió Roz por fin.

El anciano la miró con expresión de curiosidad.

– Si le hubieran encontrado, usted lo sabría.

«Entonces se trataba de un niño.»

– Sí, por supuesto.

– Bob hizo lo que pudo, pero en este tipo de cosas hay una serie de normas que seguir. La obligaron a ceder, renunciar a sus derechos, por decirlo de alguna forma. Uno creería que es diferente cuando hay dinero por medio, pero la gente como nosotros no puede luchar contra el gobierno. ¿Qué quiere que le diga? Son todos unos ladrones.

Roz sacó lo que pudo de aquel discurso. ¿Estaba hablando del testamento del señor Martin? ¿El beneficiario sería el crío (el hijo de Amber)? Con la excusa de buscar un pañuelo, Roz abrió el bolso y disimuladamente conectó la grabadora. Tenía la impresión de que aquella conversación sería tortuosa.

– ¿Quiere decir -preguntó tanteando la situación- que el gobierno se quedará con el dinero?

– Claro.

Ella asintió con aire juicioso.

– Digamos que no controlamos exactamente las cosas.

– Nunca lo podemos hacer. ¡Malditos ladrones! Te roban hasta el último penique. ¿Y para qué? Para que cuatro espabilados se vayan reproduciendo como conejos a expensas de todos nosotros. Es algo que me pone enfermo. Aquí, en las casas del Ayuntamiento, hay una mujer que tiene cinco hijos y todos de padres diferentes. ¿Qué quiere que le diga? Todos, unos inútiles. ¿Usted cree que ésta es la prole que necesita el país? Todos, unos haraganes con menos cerebro que un mosquito. ¿Qué lógica tiene dar alas a una mujer como ésta? Habría que esterilizarlas y así se acabaría.

Roz intentaba evadirse, no estaba dispuesta a que la llevaran a un callejón sin salida, y mucho menos a discutir con el anciano.

– Tiene usted toda la razón.

– Claro que la tengo, esto sería el fin de la especie. Sin el subsidio, ésta habría muerto de hambre y con ella, la descendencia, bien merecido se lo tendrían. ¿Qué quiere que le diga? Es la supervivencia de los más capaces. No hay otra especie que malcríe sus manzanas podridas como lo hacemos nosotros, y por supuesto ninguna paga a sus manzanas podridas para que produzcan más manzanas podridas. Me pone enfermo. ¿Cuántos hijos tiene usted?

Roz sonrió tímidamente:

– Pues… ninguno. No estoy casada.

– ¿Ve lo que le decía? -se aclaró la garganta haciendo mucho ruido-. Me pone enfermo. ¿Qué quiere que le diga? La gente honrada como usted tendría que tener hijos.

– ¿Cuántos tiene usted, señor…? -Fingió que consultaba la agenda, como si buscara su nombre.

– Hayes, señor Hayes. Dos chicos. Buenos chicos. Mayores, ahora, naturalmente. Solo una nieta -añadió malhumorado-. Esto está mal. No me canso de repetirles que tienen una obligación respecto a su categoría, pero ni puñetero caso, y perdone la expresión. -El rostro del anciano tomó de nuevo la expresión irritada habitual. Quedaba claro que su obsesión estaba muy arraigada.

Roz se dio cuenta de que tenía que tomar la delantera si no quería que el hombre enlazara un tópico con otro de la misma forma que la noche sigue al día.

– Usted es una persona muy perspicaz, señor Hayes. ¿Cómo está tan seguro de que el hecho de obligar a Amber a renunciar a su hijo crearía problemas?

– Es lógico que hubiera un momento en que lo quisieran de nuevo, ¿no es cierto? Porque cuando uno se deshace de algo descubre que en realidad lo necesitaba. Aunque ya es demasiado tarde. No puede recuperarse. Mi esposa era de este tipo, siempre lo tiraba todo, botes de pintura, moqueta, y al cabo de un par de años se necesitaba para algún remiendo. Yo soy de los que lo guardan todo. ¿Qué quiere que le diga? Doy valor a las cosas.

– O sea que usted opina que el señor Martin no se preocupó de su nieto antes de los asesinatos.

El anciano pasó el pulgar y el índice por el extremo de su nariz.

– ¿Quién sabe? Bob se mantuvo firme en su opinión. Fue Gwen quien insistió en ceder el crío. No podían tenerlo en la casa. Supongo que es comprensible teniendo en cuenta la edad de Amber.

– ¿Cuántos años tenía?

El hombre frunció el ceño:

– Creía que el señor Crew estaba al corriente de todo esto.

Roz sonrió.

– Ciertamente, y tal como le he comentado antes, este tema no me corresponde. Cuestión de interés tan sólo. Me parece tan trágico…

– Y lo es. Tenía trece años -dijo, pensativo-. Trece años, pobre muchacha. No sabía nada del mundo. El responsable tenía que ser algún gamberro del instituto. -Hizo un gesto con la cabeza señalando la parte de atrás de la casa-. El instituto Parkway.

– ¿La escuela a la que asistían Amber y Olive?

– ¡Ja! -Aquellos ojitos parecían divertirse-. Gwen no lo habría aceptado en su vida. Las mandó a la elegante Convent, donde aprendieron las materias pero nada de las cosas de la vida.

– ¿Cómo es que Amber no abortó? ¿Eran católicos? -Roz pensó de nuevo en Olive y en los fetos que tiraban en el lavabo.

– ¿Acaso sabían que estaba embarazada? Creían que había engordado. -De pronto soltó una especie de carcajada-. La llevaron de prisa y corriendo al hospital creyendo que sufría un ataque de apendicitis y he aquí que salió con un bebé saltarín. Tiraron adelante. El secreto mejor guardado que he visto en mi vida. Ni siquiera lo supieron las monjas.

– Pero usted sí que lo sabía -sugirió ella.

– Mi mujer se lo imaginó -respondió él seriamente-. Quedaba claro que había sucedido alguna desgracia, que no tenía nada que ver con una apendicitis. La noche que ocurrió, Gwen estaba al borde de la histeria, y mi Jeannie ató cabos. De todas formas, supimos mantener la boca cerrada. No tenía ningún sentido ponérselo más difícil a la muchacha. No era culpa de ella.

Roz hizo un cálculo mental rápido. Amber tenía dos años menos que Olive, por tanto, de seguir con vida, actualmente tendría veintiséis.

– El hijo tiene trece años -dijo- y ha de heredar medio millón de libras. No entiendo cómo no puede localizarlo el señor Crew. Tienen que guardarse los archivos de la adopción.

– He oído que alguna pista tienen. -El anciano hizo chasquear la dentadura postiza con expresión decepcionada-. Claro que puede que tan sólo se trate de rumores, unos tal Brown de Australia -murmuró con repulsión, como si aquello lo explicara todo-. Ya me dirá usted.

Roz dejó pasar aquel comentario crítico sin darle más importancia. Habría tiempo suficiente para volver al tema sin tener que mostrar de nuevo su ignorancia.

– Hábleme de Olive -sugirió ella-. ¿Le sorprendió que hiciera lo que hizo?

– Casi no la conocía. -Hizo un movimiento de succión con los dientes-. Y la verdad es que cuando matan a hachazos a alguien conocido, señorita, uno no experimenta sorpresa, siente una náusea brutal. Eso le ocurrió a mi Jeannie. Ya no volvió a ser la misma, murió al cabo de dos años.