– Lo siento.
El anciano asintió, si bien se trataba de una vieja herida que había cicatrizado.
– Veía a la chica ir arriba y abajo, pero era poco habladora. Tímida, me imagino.
– ¿Porque estaba gorda?
El hombre frunció los labios, pensativo.
– Tal vez… Jeannie decía que la martirizaban muchísimo; en cambio yo he conocido a muchas chicas gordas que son de lo más alegre. Creo que era su carácter, ver las cosas por el lado tremendo. Nunca reía. No tenía sentido del humor. Era de esas personas a las que les cuesta entablar amistad.
– ¿Amber lo tenía más fácil?
– Oh, claro. Era muy popular. -Bajó la mirada recordando el pasado-. Era una muchacha encantadora.
– ¿Olive estaba celosa de ella?
– ¿Celosa? -el señor Hayes pareció sorprendido-. Nunca se me había ocurrido. ¿Qué quiere que le diga? Al parecer, las dos muchachas se llevaban muy bien.
Roz disimuló su desconcierto.
– Entonces, ¿por qué la mató Olive? ¿Por qué mutiló los cadáveres? Es muy extraño.
– Creía que usted representaba a la muchacha. Usted es la que tendría que saberlo -replicó airado el anciano.
– Ella no lo dirá.
El anciano miró por la ventana.
– Así que…
«Así que… ¿qué?»
– ¿Usted sabe por qué?
– Jeannie opinaba que se trataba de una cuestión de hormonas.
– ¿Hormonas? -repitió Roz con aire inexpresivo-. ¿Qué tipo de hormonas?
– Pues eso, sí -respondió él, algo violento-. Hormonas del mes.
– ¡Ah! -«Premenstruales», pensó Roz. Ahora bien, era un tema sobre el cual no podía avanzar con él. Pertenecía a una generación en la que jamás se había mencionado la menstruación-. ¿Habló alguna vez el señor Martin de la razón por la que creía que Olive lo había hecho?
El movió la cabeza.
– No salió el tema. ¿Qué quiere que le diga? Después de aquello, le vimos muy poco. En un par de ocasiones habló del testamento, y del niño, era todo lo que tenía en la cabeza. -Se aclaró de nuevo la garganta-. Se recluyó en casa. No invitaba a nadie, ni tan sólo a los Clarke, a pesar de que en una época Ted y él habían sido como hermanos. -Sus labios descendieron por las comisuras-. No sé por qué la cogió con Bob y dejó de ir a su casa. Y los demás le siguieron, claro, son cosas que pasan. La verdad es que hacia el final yo era su único amigo. Me di cuenta de que pasaba algo al ver las botellas de leche fuera.
– ¿Pero por qué siguió aquí? Tenía dinero suficiente como para mandar al cuerno el número veintidós de esta calle. Lo lógico hubiera sido que se hubiera marchado en vez de quedarse aquí con los fantasmas de la familia.
El señor Hayes murmuró para sí mismo:
– Yo tampoco lo comprendí nunca. Quizá quería tener amigos alrededor.
– Dice que los Clarke se trasladaron. ¿Adónde fueron?
El señor Hayes movió la cabeza.
– No tengo ni idea. Cogieron y una mañana desaparecieron sin decir nada a nadie. Al cabo de tres días apareció una furgoneta de mudanzas y se llevó todos los muebles, y la casa permaneció un año vacía, hasta que la compraron los Blair. Desde entonces no he sabido absolutamente nada de ellos. No dejaron dirección para contactarles. Nada. ¿Qué quiere que le diga? Eramos buenos amigos, los seis, y ahora tan sólo quedo yo. Una historia rara.
«Muy rara», pensó Roz.
– ¿Recuerda qué inmobiliaria vendió la casa?
– Peterson's, pero no sacará nada en claro de ellos. Unos nazis -dijo-. Siempre dándose importancia. A mí me dijeron que me ocupara de lo mío cuando les pregunté qué pasaba. Vivimos en una sociedad libre, les puntualicé, ¿qué tiene de malo que una persona pregunte por sus amigos? Pero, ¡uy!, no, tenían instrucciones de actuar con gran confidencialidad o alguna patraña de éstas. ¿Qué quiere que le diga? Deduje que era conmigo con quien querían cortar los Clarke. ¡Ja! Les dije que esto sería más propio de Bob o de fantasmas. Y me respondieron que si difundía este tipo de rumores, tomarían una resolución. Ya sabe a quién culpo. La federación de agentes inmobiliarios, si es que existe, cosa que dudo… -Siguió la retahila, desahogando la melancolía que le producía la soledad y la frustración.
A Roz le dio pena.
– ¿Ve a menudo a sus hijos? -preguntó ella cuando el anciano se dio un respiro.
– De vez en cuando.
– ¿Qué edad tienen?
– Rondan los cuarenta -respondió tras reflexionar un momento.
– ¿Qué opinión tenían de Olive y de Amber?
Se sujetó de nuevo la nariz moviéndola a un lado y a otro. '
– No las conocieron. Se marcharon de casa mucho antes de que las chicas cumplieran diez años.
– ¿Nunca fueron a cuidarlas de pequeñas?
– ¿Mis chicos? ¡Para cuidar niñas estaban! -Los ojos se le humedecieron, y señaló con la cabeza el mueble sobre el que había un montón de fotos de dos jóvenes uniformados-. Buenos muchachos, soldados. -Sacó pecho-. Siguieron mi consejo y se enrolaron. Ahora que, en la actualidad, no hay destinos, claro está, al maldito regimiento lo están dejando pelado. Te pone enfermo pensar que tanto ellos como yo hemos servido a la Reina y a la patria casi cincuenta años entre todos. ¿Le he contado que durante la guerra estuve en el desierto? -Dirigió una mirada inexpresiva a la sala-. En alguna parte tiene que haber una foto de Churchill y Monty en un jeep. Todos conseguimos una, los que estuvimos allí. Seguro que algo valdría. ¿Pero dónde está? -Empezó a ponerse nervioso.
– No se preocupe por ello, señor Hayes. Ya me la enseñará la próxima vez -dijo Roz, recogiendo la cartera.
– ¿Volverá?
– Me gustaría hacerlo, si no es molestia para usted. -Cogió una tarjeta del bolso y al mismo tiempo desconectó la grabadora-. Aquí tiene mi nombre y mi número de teléfono. Rosalind Leigh. Mi número de Londres, aunque durante las próximas semanas circularé bastante por aquí, de modo que si le apetece charlar conmigo -dijo ella con una sonrisa para animarle mientras se levantaba-, llámeme.
El anciano la miró desconcertado.
– Charlar. Pobre de mí. Una joven como usted tiene cosas más importantes qué hacer que dedicarme su tiempo.
«Tienes toda la razón -pensó Roz-, pero necesito información.» Su sonrisa, al igual que la del señor Crew, era falsa.
– Así que ya nos veremos, señor Hayes.
Él se levantó con dificultad y le tendió una mano marmórea.
– Ha sido un placer conocerla, señorita Leigh. ¿Qué quiere que le diga? No pasa a menudo esto de que a un viejo le aparezca una joven caída del cielo.
Lo dijo con tal sinceridad que Roz sintió casi el castigo de su hipocresía: «¿Por qué, oh, por qué -pensó ella-, la condición humana era tan terriblemente cruel?»
Capítulo 4
Roz encontró el colegio religioso con la ayuda de un policía:
– Tiene que ser St. Angela's -le dijo éste-. En el semáforo, a la izquierda, y luego otra vez a la izquierda. Un gran edificio de ladrillos alejado de la carretera. No tiene pérdida. Es el único edificio con una arquitectura decente que se mantiene en pie por estos alrededores.
Se erigía con la sólida magnificencia victoriana por encima del vulgar cemento que lo rodeaba: un monumento a la educación como jamás conseguiría ser ninguna de las escuelas modernas prefabricadas. Roz entró por la puerta principal con una sensación de algo familiar, puesto que aquél era el tipo de escuela que había conocido. Miradas furtivas desde las puertas de las aulas o despachos, pizarras, estantes con libros, muchachas aplicadas en pulcros uniformes. Un lugar de aprendizaje tranquilo, donde los padres podían decidir el tipo de educación que recibirían sus hijas con la simple amenaza de llevarse a las alumnas y dejar de pagar la matrícula. Cuando los padres disponían del poder, las exigencias eran siempre las mismas: disciplina, organización, resultados. Roz echó una ojeada furtiva por una ventana que daba a lo que evidentemente tenía que ser la biblioteca. «Vaya, vaya, no me extraña que Gwen insistiera en mandar las chicas aquí.» Roz no apostaría nada por el instituto Parkway, pues era un desconcierto sin freno donde se enseñaba inglés, historia, religión y geografía en una sola asignatura denominada Estudios Generales, la ortografía se consideraba un anacronismo, el francés una actividad extralectiva, el latín no se mencionaba y las ciencias consistían en una serie de charlas sobre el efecto invernadero.