Выбрать главу

El joven movió la cabeza.

– Dejó el servicio hace unos doce… dieciocho meses. -Apoyó los codos en el mostrador y la miró con aire lisonjero-. ¿No le serviría yo?

Roz torció levemente los labios con un gesto involuntario.

– Tal vez pueda decirme adónde fue.

– Por supuesto. Abrió un restaurante en la calle Wenceslas. Vive en el piso de arriba.

– ¿Y cómo puedo encontrar la calle Wenceslas?

– Pues… -se frotó la mandíbula haciéndose el interesante-. El sistema más fácil, desde luego, sería que se fuera a dar una vuelta una media hora hasta que yo acabe el turno. Yo le acompañaría.

Ella rió.

– ¿Y qué diría a esto su novia?

– Alguna barbaridad. Tiene una lengua muy afilada. -Guiñó el ojo-. Si usted no quiere, no se lo diré.

– Lo siento, chaval. Estoy atada a un marido que podría decirse que casi odia tanto a los policías como a los jovencitos. -Siempre resultaban más fáciles las mentiras.

El agente soltó una risita.

– Saliendo de la comisaría, gire a la izquierda y encontrará la calle Wenceslas a poco más de un kilómetro a la izquierda. En la esquina hay una tienda abandonada. El restaurante del sargento está justo al lado. Se llama The Poacher. -Tamborileó con el lápiz en el mostrador-. ¿Piensa comer allí?

– No -respondió ella-. Se trata de una cuestión de trabajo. No tengo intención de perder el tiempo.

Él movió la cabeza con gesto de asentimiento.

– Una mujer juiciosa. No es que sea un gran cocinero el sargento. Más le hubiera valido quedarse en la policía.

Para llegar a la carretera que iba a Londres tuvo que pasar por delante del restaurante. Poco convencida, estacionó en un desolado aparcamiento y salió del coche.

Estaba cansada, no había pensado en hablar con Hawksley aquel día, y aquel fútil flirteo con el joven agente comprobó que la deprimía aún más, pues la había dejado fría.

The Poacher era un atractivo edificio de obra vista junto a la carretera, con un aparcamiento enfrente. Unas ventanas emplomadas sobresalían a ambos lados de una sólida puerta de roble, y una enredadera cargada de brotes y yemas crecía esplendorosa por toda la fachada. Al igual que la escuela St. Angelas, contrastaba con los alrededores. En los escaparates de las tiendas situadas a uno y otro lado del restaurante, al parecer ambas abandonadas, se acumulaban carteles de propaganda que se saludaban mutuamente en un barato gesto pragmático de posguerra sin hacer nada por resaltar la antigua y deslucida belleza que permanecía entre ambas. Mucho peor, un ayuntamiento poco cuidadoso había permitido a un anterior propietario levantar dos pisos tras la fachada de ladrillos, los cuales ofrecían una imagen siniestra de cemento salpicado con guijarros por encima de las tejas del restaurante. Se notaba un intento de desviar la enredadera por el tejado, pero, al carecer de luz solar a causa del edificio sobresaliente de la derecha, los vacilantes brotes mostraban poco entusiasmo por alcanzar el objetivo de cubrir aquel espantoso saliente.

Roz abrió la puerta y entró. El establecimiento estaba a oscuras y vacío. Mesas vacías en una sala vacía, pensó ella, desanimada. Como ella. Como su vida. Estuvo a punto de llamar en voz alta, pero abandonó la idea. Se respiraba mucha tranquilidad allí y además no tenía prisa. Avanzó de puntillas hasta el mostrador y se sentó en un taburete. El olor de comida impregnaba la atmósfera, con aroma a ajo, algo tentador, que le recordaba que no había probado bocado en todo el día. Esperó mucho rato, sin ser vista ni oída, como un intruso en el silencio de otro. Pensó en marcharse, discretamente, tal como había llegado, pero allí se respiraba una tranquilidad extraña y apoyó la cabeza en la mano.

La depresión, una compañera demasiado constante, extendió sus brazos de nuevo rodeando el cuerpo de Roz, volviendo su mente, como tantas veces, hacia la muerte. Algún día lo haría. Somníferos o el coche. El coche, de todas, todas, el coche. Sola, de noche, en la lluvia. Es fácil girar el volante y encontrar un pacífico olvido. Sería una especie de justicia. Le dolía la parte de la cabeza, en la que empujaba el odio y latía interiormente. ¡Cielos, en qué desastre se había convertido! Si tan sólo alguien fuera capaz de abrir aquella destructiva ira para liberar el veneno! ¿Tenía razón Iris? ¿Debía acudir a un psiquiatra? Sin previo aviso, el terrible malestar se desencadenó como un torrente en su interior, amenazando con soltar un río de lágrimas.

«¡Oh, mierda!», murmuró enfurecida, presionando con las palmas de las manos sus ojos. Buscó las llaves del coche en el bolso. «¡Mierda, mierda y toda la maldita mierda! ¿Dónde demonios están?»

Un leve movimiento llamó su atención y levantó de pronto la cabeza. Un misterioso desconocido estaba apoyado al otro lado de la barra, secando tranquilamente un vaso y observándola.

Roz enrojeció enfurecida y apartó la mirada.

– ¿Hace mucho que está aquí? -preguntó airada.

– Lo suficiente.

Cogió las llaves del interior de la agenda y le lanzó una breve mirada:

– ¿Y esto que quiere decir?

El hombre hizo un gesto de indiferencia.

– Lo suficiente.

– Ah, vaya, ya veo que todavía no ha abierto, ya me voy. -Bajó del taburete.

– Como guste -respondió él con suprema indiferencia-. Yo iba a tomarme una copa de vino. Puede irse o, si lo desea, puede acompañarme. No es ningún problema para mí. -Le dio la espalda y descorchó una botella.

El color de las mejillas de Roz perdió intensidad.

– ¿Es usted el sargento Hawksley?

Él acercó el tapón a la nariz y olió su perfume, valorándolo.

– En una época, lo fui. Ahora soy simplemente Hal. -Se volvió y sirvió vino en dos copas-. ¿Quién pregunta por él?

Roz abrió de nuevo el bolso.

– Debo tener una tarjeta en alguna parte.

– Me bastará con oírlo de sus propios labios. -Le acercó una de las copas.

– Rosalind Leigh -dijo ella concisamente, colocando la tarjeta contra el teléfono, en la barra.

Roz le observó en la semipenumbra, olvidando por un momento la vergüenza que había sentido. Realmente no podía decirse que fuera el restaurador típico. Se le ocurrió que si le quedaba una pizca de sentido común, tenía que desaparecer de allí. Aquel hombre no se había afeitado y el traje oscuro que vestía formaba unos pliegues completamente arrugados, como si hubiera dormido con él. No llevaba corbata, le faltaban la mitad de los botones en la camisa y mostraba una gran superficie de pelos rizados en el pecho. Una contusión en proceso de hinchazón en la parte superior de la mejilla izquierda le hacía cerrar cada vez más un ojo, y la sangre coagulada se le había incrustado en ambos párpados. El hombre levantó la copa con una sonrisa irónica:

– A su salud, Rosalind. Bienvenida a The Poacher. -Su voz tenía un toque melodioso, un aire de Tyneside, suavizado por un largo contacto con el sur.

– Quizá sería más acertado brindar a su salud -respondió Roz con franqueza-. Por el aspecto que tiene lo necesita.

– Por los dos, pues. Para que salgamos lo mejor parados posible de lo que nos atormenta.

– Que, en su caso, podría ser una apisonadora.

Él tocó el moratón que iba en aumento.

– Casi, casi -dijo-. ¿Y usted? ¿Qué la atormenta?

– Nada -respondió Roz tranquilamente-. Estoy perfectamente.

– Sí, claro. -Aquellos ojos negros se posaron, amables, en su rostro por un momento-. Usted está medio viva y yo medio muerto. -Vació su copa y la llenó de nuevo-. ¿Por qué preguntaba por el sargento Hawksley?

Ella echó una ojeada a la sala.

– ¿No tendría que abrir?

– ¿Para qué?

Ella encogió los hombros:

– La clientela.

– Clientela -repitió él, pensativo-. ¡Qué palabra tan bonita! -Hizo un amago de risita-. ¿No se ha enterado de que es una especie en extinción? La última vez que vi a un cliente fue hace tres años, un enano escuchimizado con una mochila en la espalda que pedía una tortilla vegetariana y un café descafeinado. -Calló.