– Deprimente.
– Sí.
Roz se sentó otra vez en el taburete.
– No es culpa suya -dijo en tono comprensivo-. Es la crisis. Todo el mundo va para abajo. Al parecer, sus vecinos ya han claudicado -dijo Roz señalando hacia fuera.
El hombre estiró el brazo y accionó un interruptor situado en un extremo de la barra. Una luz tenue brilló en las paredes haciendo resplandecer las copas de las mesas. Roz le miró sorprendida. La contusión de la mejilla tenía que ser el más insignificante de sus problemas. Un hilillo de sangre completamente roja descendía de una costra que tenía sobre la oreja hasta el cuello. Parecía que él no se daba cuenta de ello.
– ¿Quién dice que es usted? -Aquellos ojos negros buscaron por un momento los de ella y luego se centraron en la sala.
– Rosalind Leigh. Creo que tendré que llamar a una ambulancia -dijo, sin saber qué hacer-. Está sangrando.
Roz tenía la extraña sensación de hallarse fuera de allí, muy alejada de aquella situación extraordinaria. ¿Quién era aquel hombre? Sin duda, no era responsabilidad de ella. Roz no era más que un espectador que había tropezado accidentalmente con él.
– Llamaré a su mujer -dijo.
El hombre le dirigió una mueca ladeando los labios.
– ¿Por qué no? Siempre le ha gustado reírse. Probablemente sigue con la misma afición. -Cogió un paño de cocina y se lo acercó a la cabeza-. No se preocupe, no me moriré aquí con usted. Las heridas en la cabeza siempre tienen un aspecto peor de lo que son en realidad. Es usted muy bonita. «De las Indias orientales a las occidentales, no hay joya que brille tanto como Rosalind.»
– Me llaman Roz y le agradecería que no siguiera -dijo ella bruscamente-. Me molesta.
El hombre encogió los hombros:
– Como gustéis.
Roz reprimió una salida airada.
– Me imagino que se cree original.
– Un punto sensible, ya me doy cuenta. ¿De qué se trata? -Miró el anillo que llevaba Roz-. ¿Marido? ¿Ex marido? ¿Novio?
Ella no le hizo caso.
– ¿No hay nadie más aquí? ¿En la cocina? Debería lavarse este corte. -Roz arrugó la nariz-. En realidad, debería limpiar todo esto. Huele a pescado. -Aquel olor, una vez detectado, se hizo insoportable.
– ¿Siempre es tan brusca? -le preguntó él con curiosidad. Aclaró el trapo bajo el grifo observando cómo se desprendía de él la sangre-. Soy yo -dijo con aire prosaico-. He salido a dar una vuelta con una tonelada de caballa. Una experiencia poco agradable. -Agarró el extremo de la diminuta pila y se quedó con la mirada fija allí, cabizbajo, exhausto, como el toro antes del golpe de gracia del torero.
– ¿Se encuentra bien? -Roz le observaba al tiempo que se le formaba una grieta al fruncir profundamente el ceño. No sabía qué hacer. No paraba de repetirse que no era su problema, aunque tampoco conseguía alejarse. ¿Y si se desmayaba?-. ¿Seguro que no puedo llamar a nadie? -insistió-. Un amigo, un vecino. ¿Dónde vive usted? -pero ella lo sabía: en el piso de arriba, ya se lo había dicho el joven policía.
– ¡Por Dios, mujer! -exclamó el-. ¡Déjeme tranquilo!
– Yo sólo intentaba ayudar.
– ¿A eso le llama ayudar? Yo más bien diría que está molestando. -De pronto se puso alerta; al parecer escuchaba algo que ella no podía oír.
– ¿Qué pasa? -preguntó Roz, asustada al ver su expresión.
– ¿Cerró la puerta al entrar?
Ella le miró atentamente.
– No. Claro que no.
El hombre apagó las luces y avanzó a tientas hacia la puerta de entrada, casi invisible en la repentina oscuridad. Roz oyó cómo echaba los cerrojos.
– Oiga… -empezó Roz, saltando del taburete. Él apareció de pronto a su lado, le puso un brazo alrededor de los hombros y un dedo ante sus labios-. Silencio, muchacha.
La sujetó inmovilizándola.
– Pero…
– ¡Silencio!
Los faros de un coche pasaron veloces por delante de las ventanas, cortando la penumbra con una luz muy blanca. El motor zumbó en punto muerto por un momento, y luego entró la marcha y el vehículo se alejó. Roz intentó librarse de él pero aquel brazo la sujetó con más firmeza.
– Todavía no -murmuró él.
Permanecieron inmóviles, silenciosos, entre las mesas, como estatuas en un festín espectral. Roz consiguió soltarse enojada.
– Esto es totalmente absurdo -murmuró-. No sé qué diantre ocurre pero no pienso quedarme así toda la noche. ¿Quién iba en el coche?
– Clientes -dijo él, con pesar.
– Está loco.
El hombre le cogió la mano.
– Vamos -susurró-, subiremos arriba.
– Ni hablar -respondió Roz soltando rápidamente la mano-. ¡Dios mío! ¿Es que no hay nadie que piense en algo más que follar estos días?
Una franca carcajada avivó su expresión.
– ¿Quién ha hablado de follar?
– Me voy.
– Le acompaño.
Roz aspiró profundamente.
– ¿Por qué quiere ir arriba?
– Porque allí tengo el piso y tengo que bañarme.
– ¿Y para qué me necesita, pues?
Él soltó un suspiro.
– No sé si recuerda, Rosalind, que fue usted quien vino a buscarme. En mi vida he tropezado con una mujer tan quisquillosa.
– ¡Quisquillosa! -tartamudeó Roz-. Ésta sí que es buena… Un hombre que huele a rayos, acaba de salir de una pelea, me sumerge en la total oscuridad, se queja de que no tiene clientes y cuando llegan los despista, me tiene cinco minutos completamente inmóvil, intenta convencerme de que suba… -Hizo una pausa para recuperar el aliento-. Creo que voy a marearme -soltó por fin.
– ¡Fantástico! ¡Lo que faltaba! -El hombre tomó de nuevo su mano-. Venga. No voy a violarla. La verdad es que ahora mismo no tendría fuerzas para ello. ¿Qué pasa?
Roz avanzó tambaleándose detrás de él.
– No he comido nada en todo el día.
– Ya somos dos -La llevó hacia la cocina, que estaba a oscuras, y abrió una puerta lateral, estirando el brazo por detrás de ella para dar la luz-. Suba -le dijo-, y el cuarto de baño está a la derecha.
Roz oyó cómo cerraba con llave la puerta que ella había atravesado y se desmoronó en la taza del water, la cabeza prieta contra las rodillas, esperando calmar las arcadas de la náusea.
Se encendió la luz.
– Tome, beba esto. Es agua. -Hawksley se agachó delante de ella contemplando su pálido rostro. Tenía la piel como el alabastro amarillento y los ojos oscuros como las endrinas. Una belleza muy fría, pensó él-. ¿Le apetece que hablemos de ello?
– ¿De qué?
– De lo que la hace tan desgraciada.
Ella tomó el agua a pequeños sorbos.
– No soy desgraciada. Tengo hambre.
Hawksley apoyó las manos en sus rodillas y se incorporó.
– Muy bien, pues. Vamos a sentarnos. ¿Qué me dice de un solomillo?
Ella sonrió débilmente.
– Una maravilla.
– ¡Menos mal! Tengo el congelador a tope de malditos solomillos. ¿Cómo se lo preparo?
– Poco hecho pero…
– ¿Pero qué?
Roz hizo una mueca.
– Creo que lo que me da arcadas es este olor. -Se tapó la boca con las manos-. Lo siento, pero creo que sería mejor que se duchara primero. No me atrae mucho el solomillo con aromas de caballa.
Él se olió la manga.
– Dentro de poco ya no lo notará. -Abrió los grifos y echó jabón líquido al agua.
– Tan sólo tengo un water, lo siento pero, si cree que va a vomitar, será mejor que se quede aquí -dijo empezando a desnudarse.
Roz se levantó deprisa.
– Esperaré fuera.
Hawksley tiró la chaqueta al suelo y empezó a desabrocharse la camisa.
– Pero no me vomite en la moqueta -gritó-. En la cocina hay una pila. Puede utilizarla.