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Hawksley dejaba deslizar la camisa con toda la calma por los hombros, sin darse cuenta de que Roz seguía allí y observaba horrorizada las heridas ennegrecidas que cubrían su espalda.

– ¿Qué le ha sucedido?

Él se puso la camisa otra vez.

– Nada. ¡Largo de aquí! Prepárese un bocadillo. Encontrará pan en el aparador y queso en la nevera. -Vio la expresión de Roz-. Aparenta ser peor de lo que es -dijo en tono prosaico-. Esto ocurre siempre con las magulladuras.

– ¿Qué ha sucedido?

Él le aguantó la mirada.

– Dejémoslo en que me caí de la bici.

Con una sonrisa desdeñosa, Olive sacó la vela de donde la tenía escondida. Habían hecho cacheos después de que una mujer había sufrido una hemorragia ante un miembro de la Junta de Inspección, después de sufrir un reconocimiento especialmente agresivo en la vagina en busca de drogas. Había sido un hombre. (Olive siempre pensaba en los hombres en mayúsculas.) Una mujer no habría caído en la trampa. Pero los HOMBRES, evidentemente, eran diferentes. La menstruación les trastornaba, especialmente cuando la sangre fluía con suficiente abundancia como para manchar la ropa.

La vela estaba blanda por el contacto con el calor de su cuerpo; rompió el extremo de ésta y empezó a moldear la cera. Tenía buena memoria. Ni por un momento dudaba de su capacidad para imbuir a la diminuta figura una individualidad concreta. Aquéllo sería un HOMBRE.

Roz, mientras preparaba unos bocadillos en la cocina, miraba hacia la puerta del lavabo. De pronto, se puso nerviosa pensando en que debía interrogar a Hawksley sobre el caso de Olive Martin. Crew se había inquietado muchísimo al formularle ella las preguntas; y Crew era un hombre civilizado, o al menos lo parecía, pues no tenía aspecto de una persona que acaba de pasar media hora en un callejón oscuro recibiendo golpes sin parar de Arnold Schwarzenegger. Se preguntó cómo respondería Hawksley. ¿Le fastidiaría saber que ella hurgaba en un caso en el que había estado implicado? La idea resultaba bastante incómoda.

Había una botella de champán en la nevera. Con la idea algo ingenua de que otra inyección de alcohol sensibilizaría algo a Hawksley, Roz la colocó en una bandeja, con los bocadillos y un par de copas.

– ¿Guardaba el champán para alguna ocasión? -le preguntó alegremente (¿tal vez demasiado alegremente?), colocando la bandeja sobre la tapa del water y dándose la vuelta.

Hawksley estaba tumbado en una nube de espuma; aquel pelo tan negro alisado hacia atrás, el rostro limpio y relajado, los ojos cerrados.

– Me temo que sí -respondió.

– ¡Ah! -exclamó ella en tono de disculpa-. Entonces la guardaré otra vez.

Hawksley abrió un ojo.

– La guardaba para mi cumpleaños.

– ¿Cuándo es?

– Esta noche.

Ella soltó una pequeña carcajada involuntaria.

– No me lo creo. ¿Qué fecha es?

– El dieciséis.

Roz movió los ojos con aire malicioso.

– Sigo sin creérmelo. ¿Qué edad tiene? -le cogió por sorpresa la mirada festiva de él y no pudo evitar el rubor adolescente que se apoderó de sus pálidas mejillas. Aquel hombre creía que estaba flirteando con él. Claro que… ¡maldita sea!, quizás era lo que estaba haciendo. Estaba al borde del agotamiento, sofocada por el peso de su propia desgracia.

– Cuarenta. Un gran cuatro con un cero. -Se incorporó hasta quedar sentado e hizo un gesto señalando la botella-: ¡Vaya, vaya, esto es estupendo! -Contrajo los labios con aire de buen humor-. No esperaba compañía. De haberlo sabido, me habría vestido para la ocasión. -Soltó el alambre y extrajo el tapón vertiendo tan sólo un hilillo burbujeante en la espuma de la bañera antes de llenar las copas que ella le ofrecía. Dejó la botella en el suelo y cogió una copa-: Por la vida -dijo, chocando su copa contra la de ella.

– Por la vida. Feliz cumpleaños.

Observó a Roz un momento y luego cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la bañera.

– Tome un bocadillo -murmuró-. Nada sienta peor que el champán con el estómago vacío.

– Ya he comido tres. Lo siento, he sido incapaz de esperar el solomillo. Tome uno usted. -Colocó la bandeja junto a la botella y dejó que él mismo se sirviera-. ¿Tiene un cesto o algo, para poner la ropa sucia? -preguntó Roz apartando el montón de ropa apestosa con el pie.

– No vale la pena guardarla. La tiraré.

– Ya lo haré yo.

Hawksley bostezó.

– Bolsas de la basura. Segundo armario a la izquierda, en la cocina.

Roz cogió aquel montón de ropa sucia y la metió en tres bolsas de plástico limpio y blanco. Tan sólo tardó unos minutos, pero cuando volvió al cuarto de baño, él se había dormido y mantenía la copa, agarrada entre sus dedos entumecidos, apoyada contra el pecho.

Roz se la quitó con cuidado y la dejó en el suelo. ¿Y ahora qué?, pensaba. Podía haber sido perfectamente su hermana, tampoco la excitaba su presencia. ¿Se iba o se quedaba? Sentía un absurdo deseo de sentarse allí en silencio y contemplar cómo dormía, pero la ponía nerviosa pensar que igual le despertaba. Aquel hombre no comprendería su necesidad de estar un rato tranquila, aunque fuera unos instantes, con un hombre.

Los ojos de Roz se enternecieron. Era un bello rostro. Por más heridas y contusiones que tuviera, no podía esconder la expresión sonriente, y Roz estaba convencida de que si abandonaba, aquello iría en aumento y sentiría más deseos de verle. Se volvió de repente. Había estado demasiado tiempo alimentando un sentimiento de amargura para poder abandonarlo con tanta facilidad. ¿No había sufrido castigo suficiente?

Recogió el bolso de donde lo había dejado, al lado del water, y descendió la escalera de puntillas. Sin embargo, la puerta estaba cerrada y no se veía la llave por ninguna parte. Se sintió más ridícula que preocupada, como el entrometido que queda atrapado en una habitación y su único objetivo es escapar sin ser visto. Seguro que Hawksley había metido la maldita llave en el bolsillo. Con gran sigilo subió de nuevo a la cocina para inspeccionar la ropa sucia, pero comprobó que los bolsillos estaban vacíos. Desconcertada, fue mirando por todas partes, en la sala y en la habitación. Caso de existir unas llaves, estaban bien escondidas. Con un suspiro de frustración, apartó un poco una cortina para ver si encontraba otra salida, una escalera de incendios o un balcón, y comprobó que estaba mirando a través de una ventana enrejada. Lo probó en otra y luego en otra. Todas tenían barrotes.

Como era de esperar, la rabia se apoderó de ella.

Sin pararse a reflexionar con lógica en lo que iba a hacer, entró hecha una furia en el cuarto de baño y le zarandeó con violencia:

– ¡Hijo de puta! -exclamó-. ¿A qué coño te crees que estás jugando? ¿Quién eres? ¿Barba Azul o algo así? ¡Quiero salir de aquí! ¡Pero ya!

Hawksley apenas se había despertado cuando aplastó la botella de champán contra las baldosas, la cogió por los pelos y arremetió con el cristal roto contra el cuello de Roz. Aquellos ojos enfurecidos miraron fijamente a los de Roz y entonces surgió una especie de reconocimiento que le obligó a soltarla, a apartarla de su lado.

– ¡Puta imbécil! -exclamó él-. Esto no me lo hagas nunca más. -Se frotó enérgicamente el rostro para despejarse.

Roz estaba muy agitada.

– Quiero irme.

– ¿Y quién te lo impide?

– Has escondido la llave.

Él le observó un momento y luego empezó a enjabonarse.

– Está en un arquitrabe, encima de la puerta. Hay que dar dos vueltas. Es un cerrojo doble.

– Tienes rejas en todas las ventanas.

– Pues sí. -Se echó agua a la cara-. Adiós, señorita Leigh.

– Adiós. -Roz hizo un leve gesto de disculpa-. Lo siento. Creí que estaba presa.

Él sacó el tapón de la bañera y estiró una toalla de la barra.