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– Y lo estás.

– Pero… has dicho que la llave…

– Adiós, señorita Leigh.

Hawksley alargó la mano hacia la puerta, la empujó y obligó a Roz a salir.

No tendría que conducir. Aquella idea le martilleaba en la cabeza como una migraña, un desesperado recordatorio de que el instinto de conservación era el más importante de todos los instintos humanos. De todas formas, Hawksley tenía razón. Estaba presa, y el ansia de huir era demasiado fuerte. ¡Qué fácil!, pensaba, facilísimo. Los faros que se iban sucediendo pasaban de minúsculos puntos distantes a enormes y blancos soles, deslizándose con una rapidez vertiginosa en su parabrisas con una magnífica iridiscencia cegadora, atrayendo su mirada hacía el centro del resplandor. Cada vez se hacía más insistente el apremio de girar el volante hacia las luces. ¡Cuan dolorosa sería la transición cuando llegara la ceguera y cuan resplandeciente la eternidad.

Tan fácil… tan fácil… tan fácil…

Capítulo 5

Olive cogió un cigarrillo y lo encendió con ansia.

– Llega tarde. Ya pensaba que no vendría -dijo tragándose el humo-. Me moría de ganas de fumar. -Llevaba las manos y el vestido manchados de lo que parecía arcilla seca.

– ¿No les permiten tener cigarrillos?

– Solamente los que podemos comprar con lo que ganamos. Siempre me quedo sin tabaco antes de que se acabe la semana. -Se frotó enérgicamente las palmas de las manos y la mesa quedó cubierta de pequeños grumos grisáceos.

– ¿Qué es esto? -preguntó Roz.

– Barro. -Con el cigarrillo en la boca, Olive se fue quitando las manchas de la parte delantera del vestido-. ¿Por qué cree que me llaman La Escultora?

Roz estuvo a punto de responder algo poco diplomático, pero reflexionó antes de meter la pata.

– ¿Qué esculpe?

– Personas.

– ¿Qué tipo de personas? ¿Imaginarias o gente que conoce?

Olive dudó un instante.

– De todo. -Aguantó la mirada de Roz-. He hecho una de usted.

Roz la observó un momento.

– Espero que no se dedique a clavar alfileres en ella -dijo con una leve sonrisa-. Claro que con mi estado de ánimo de hoy, se diría que ya lo ha hecho alguien.

Una sombra de jovialidad cruzó el rostro de Olive. Dejó las manchas y dirigió una mirada penetrante a Roz.

– ¿Le sucede algo?

Roz había pasado el fin de semana atormentada por la indecisión: haciendo análisis y más análisis hasta que el cerebro estuvo a punto de estallarle.

– Nada. No es más que dolor de cabeza.

Y hasta cierto punto era cierto. Su situación no había cambiado. Seguía estando prisionera.

Olive apartó los ojos del humo.

– ¿Ha cambiado de parecer respecto al libro?

– No.

– Estupendo. Empecemos.

Roz conectó la grabadora.

– Segunda conversación con Olive Martin. Fecha: lunes, diecinueve de abril, Hábleme del sargento Hawksley, Olive, el policía que le detuvo. ¿Hasta qué punto le conoció? ¿Cómo la trató?

Suponiendo que la pregunta hubiera sorprendido a la muchacha, no lo demostró, aunque había que tener en cuenta que no exteriorizaba gran cosa. Reflexionó un poco:

– ¿Quiere decir el moreno? Hal, creo que le llamaban.

Roz asintió.

– Una persona correcta.

– ¿La intimidó?

– Se portó bien.

Olive se centró en el cigarrillo con la mirada imperturbable.

– ¿Ha hablado con él?

– Sí.

– ¿Le dijo que vomitó al ver los cadáveres?

Había una cierta mordacidad en el tono. ¿Acaso se divertía?, pensaba Roz. Pero en realidad aquello no acababa de encajar con la diversión.

– No -respondió-. No citó este detalle.

– No fue el único. -Hizo una breve pausa-. Les dije si les apetecía una taza de té, pero la tetera estaba en la cocina. -Su mirada pasó directamente al techo, tal vez consciente de haberdicho algo falto de delicadeza-. La verdad es que me cayó bien. Fue el único que habló conmigo. Los demás era como si estuvieran ante una sordomuda. En la comisaría, me trajo un bocadillo. Se portó bien.

Roz movió la cabeza.

– Explíqueme qué sucedió.

Olive cogió otro cigarrillo y lo encendió con la colilla del anterior.

– Me detuvieron.

– No, quiero decir antes de esto.

– Llamé a la comisaría, les di mi dirección y les dije que los cadáveres estaban en la cocina.

– ¿Y antes de esto?

Olive no respondió. Roz intentó una táctica, distinta.

– El nueve de setiembre del ochenta y siete cayó en miércoles. Según su declaración, usted mató y descuartizó a Amber y a su madre entre la mañana y primera hora de la tarde. -Observaba a Olive atentamente-. ¿No hubo ningún vecino que oyera nada, que fuera a su casa a ver qué pasaba?

Se produjo un leve movimiento en el extremo de uno de sus ojos, un tic; apenas perceptible entre la grasa.

– Es un hombre, ¿verdad? -dijo Olive en tono afable. Roz quedó desconcertada.

– ¿Cómo que es un hombre?

Una cierta afinidad asomó por entre aquellos párpados hinchados, prácticamente desprovistos de pestañas.

– Una de las pocas ventajas de estar en un lugar como éste. No hay hombres que te arruinen la vida. Tampoco quiero decir que a una no le toque su ración, los maridos y novios que te la juegan fuera, pero como mínimo no es la angustia de la relación cotidiana. -Frunció los labios con un gesto de concentración-. La verdad es que siempre me han dado envidia las monjas. Resulta mucho más fácil no tener que competir con nadie.

Roz jugaba con el lápiz. Olive era demasiado astuta como para hablar de un hombre que hubiera habido en su propia vida, suponiendo que fuera éste el caso. ¿Le había dicho la verdad respecto al aborto?

– Pero menos gratificante -respondió Roz.

Un retumbo se desencadenó en el otro extremo de la mesa:

– ¡Vaya gratificación, la suya! ¿Sabe qué decía siempre mi padre? No compensa tanto esfuerzo. Mi padre tenía a mi madre desesperada con esto. Aunque en su caso es cierto. Sea quien sea el que persigue, a usted no le hace ningún bien.

Roz hizo un garabato en el bloc, un ángel gordito dentro de un globo. ¿Y si el aborto no fuera más que una fantasía, un vínculo perverso en la mente de Olive con el hijo no deseado de Amber? Se hizo un largo silencio. Trabajaba en la sonrisa del angelito y respondió sin reflexionar:

– No se trata de quién sino de qué -dijo-. De lo que yo quiero, no de la persona a quien quiero. -En cuanto lo hubo dicho ya se había arrepentido de la respuesta-. No tiene importancia.

Esta vez tampoco obtuvo respuesta y Roz empezó a notar que aquellos silencios se hacían opresivos. La otra jugaba a la espera, una trampa para obligarla a hablar. ¿Y luego qué? La violencia exasperante del balbuceo de disculpas.

Inclinó la cabeza.

– Volvamos al día de los asesinatos -sugirió.

De pronto, una mano carnosa cogió las suyas y le acarició afectuosamente los dedos.

– Conozco la desesperación. Es algo que he sentido a menudo. Si una la reprime en su interior, va ganando terreno como un cáncer.

El contacto de Olive no era insistente. Se trataba de una muestra de amistad, de apoyo, sin exigencias. Roz apretó aquellos dedos gordos, cálidos, en un gesto apreciativo, y luego apartó la mano. «No es desesperación -iba a decir- tan sólo exceso de trabajo y cansancio.»

– Me gustaría hacer lo que hizo usted -dijo en tono monótono-, matar a alguien. -Se hizo un largo silencio. Su propia salida la sorprendió-. No debía haberlo dicho.

– ¿Por qué no? Es la verdad.

– No creo. No tendría coraje para matar a nadie.

Olive la miró.

– Esto no quiere decir que no lo desee -dijo tranquilamente.

– No. Pero cuando no se tiene el coraje, creo que tampoco existe en realidad la voluntad. -Sonrió con aire distante-. Ni tan sólo tengo valor para suicidarme a pesar de que a veces creo que es la única alternativa lógica.