«Zorra», pensó Roz, irritada.
– Sí, muchas gracias.
De todas formas, no era rabia lo que sentía, sino miedo. Miedo al verse encerrada en un espacio limitado con aquel ser monstruoso que apestaba a sudor de mujer adiposa, incapaz de mostrar emoción alguna en aquel rostro grotescamente hinchado.
– Perfecto -dijo la funcionaria, alejándose al tiempo que dirigía un descarado guiño a una colega-. Pase, Olive.
Olive observó cómo se iba.
Roz eligió deliberadamente la silla que quedaba más lejos de la puerta. Se trataba de un gesto de afirmación de confianza. La habían atacado tanto los malditos nervios que necesitaba ir al lavabo.
La idea del libro le había llegado a modo de ultimátum de su agente literaria.
– El editor está a punto de echarte a la calle, Roz. Me ha dicho textualmente: «Le doy una semana para que encuentre un tema que se venda; de lo contrario, tendré que borrarla de la lista». Y, a pesar de que no soporto refregártelo por las narices, estoy a punto de hacer lo mismo. -La expresión de Iris se suavizó algo. Tenía la impresión de que regañar a Roz era como darse con la cabeza contra un muro, algo doloroso y que no surtía ningún efecto. Iris estaba convencida de que era la mejor amiga de aquella mujer, la única, pensaba a veces. La barrera que Roz había erigido a su alrededor la había disuadido casi de todo su empeño. Por aquellos días, pocos pedían algo a Roz. Con un íntimo suspiro, Iris recuperó fuerzas para seguir-: Oye, guapa, no puedes seguir así. No te conviene encerrarte en ti misma dándole vueltas a la cabeza. ¿Reflexionaste sobre lo que te dije la última vez?
Roz no la escuchaba.
– Lo siento -murmuró; sus ojos no mostraban más que exasperación. Notó incomodidad en el rostro de Iris e hizo un esfuerzo para concentrarse. Aunque, pensaba Roz, ¿por qué se preocupaba la otra? El interés de los demás resultaba tan agotador… para ella y para los otros.
– ¿Llamaste al psiquiatra que te recomendé? -le preguntó Iris con tono categórico.
– No, no hace falta. Estoy bien. -Miró con detenimiento aquel rostro maquillado a la perfección, que tan poco había cambiado en quince años. En una ocasión alguien había dicho a Iris Fielding que se parecía a Elizabeth Taylor en Cleopatra-. Una semana es poco -dijo Roz, refiriéndose a su editor-. Dile que necesito un mes.
Iris le alargó un papel por encima de la mesa:
– Me temo que se te ha agotado el tiempo de maniobra. Ni tan sólo piensa dejarte escoger el tema. Quiere lo de Olive Martin. Aquí tienes el nombre y la dirección de su abogado. Tendrás que descubrir por qué no la mandaron a Broadmoor o a Rampton. Por qué rechazó la defensa. Y averiguar qué la movió a llevar a cabo los asesinatos. Aquí, en alguna parte, encontrarás el tema. -Observó cómo se intensificaba la mueca de Roz y encogió los hombros-. Ya sé que no tiene nada que ver con tus intereses, pero tú te lo has buscado. Hace meses que insisto en que presentes un proyecto. A estas alturas es esto o nada. Si tengo que ser sincera, creo que lo ha hecho adrede. Si escribes la historia, se venderá; ahora bien, si te niegas a hacerlo por considerarlo puro sensacionalismo, le darás una buena excusa para echarte.
La reacción de Roz le sorprendió:
– De acuerdo -dijo como conclusión; cogió el papel y lo metió en el bolso.
– Pensaba que no lo aceptarías. Precisamente por el sensacionalismo con el que la prensa abordó tu caso.
Roz hizo un gesto de indiferencia.
– Tal vez haya llegado el momento de que alguien les muestre cómo enfrentarse con dignidad a una tragedia humana. -No pensaba escribir sobre el tema, por supuesto, no tenía intención de escribir sobre ningún otro tema, pero dirigió una sonrisa prometedora a Iris-. Jamás he conocido a una asesina.
La directora de la cárcel trasladó al ministerio del Interior la solicitud de Roz para visitar a Olive Martin con el objeto de llevar a cabo una investigación. Pasaron unas semanas antes de que un funcionario, por medio de una carta tramitada a regañadientes,concediera dicho permiso. A pesar de que Martin accedió a las visitas, se reservó el derecho a retirar el consentimiento en cualquier momento sin ninguna razón por su parte y sin que la causara ningún perjuicio. El permiso subrayaba que tan sólo se habían autorizado las visitas con la condición de que no se quebrantara el reglamento de la cárcel, de que la directora tenía la última palabra en cualquier circunstancia, y de que la señorita Leigh se atendría a las consecuencias de la ley caso de contribuir de una forma u otra a la perturbación de la disciplina interna de la prisión.
A Roz le costó mirar a Olive. La buena educación y la fealdad de la mujer le impedían fijar la mirada, pues aquella cara monstruosa era tan inexpresiva e insensible que sus ojos se deslizaban por ella como la mantequilla en una patata asada. Olive, por su parte, miró a Roz ávidamente. Las apariencias atractivas no presentan muchas limitaciones a ser contempladas -al contrario, invitan a ello- y Roz, en cualquier caso, era una novedad. Las visitas eran algo poco frecuente en la vida de Olive, especialmente las que venían sin el equipaje renovador del celo misionero.
Después de la pesada gestión de conseguir que la mujer tomara asiento, Roz señaló su grabadora.
– Supongo que recordará que en mi segunda carta mencioné que quería grabar estas charlas. Cuando la directora dio permiso para ello, supuse que usted había dado su consentimiento. -Subió demasiado el tono de voz.
Olive se encogió de hombros a modo de asentimiento.
– ¿No tiene, pues, ningún reparo?
Un movimiento de cabeza.
– Muy bien, pues, vamos a ponerla en marcha. Fecha: lunes, doce de abril. Conversación con Olive Martin. -Consultó su reducidísimo esquema de preguntas a formular-. Empezaremos por algunos detalles objetivos. ¿Su fecha de nacimiento?
Ninguna respuesta.
Roz alzó la mirada con una sonrisa alentadora, para descubrir una mirada vigilante en unos ojos que no parpadeaban.
– Bien -siguió Roz-, creo que es un dato que ya tengo anotado. Vamos a ver… Ocho de septiembre de mil novecientos sesenta y cuatro, lo que quiere decir que tiene usted veintiocho años, ¿verdad? -Sin respuesta-. Nació en Southampton General. Es la mayor de las dos hijas de Gwen y Robert Martin. Su hermana, Amber, nació dos años más tarde, el quince de julio del sesenta y seis. ¿Le alegró tener una hermana? ¿O hubiera preferido un hermano? -Silencio.
En esta ocasión, Roz no levantó los ojos. Notaba el peso de la mirada de Olive sobre ella.
– Parece evidente que a sus padres les gustaban los colores. ¿Qué nombre habrían dado a Amber [Ámbar] de ser un niño? -Le salió una risita nerviosa-. ¿Rojo? ¿Beis? Quizás fuera una suerte que saliera una niña. -Le daba cierta repugnancia oírse a sí misma. «¡Qué asco! ¿Por qué demonios me habré metido en este fregado?» La vejiga la incomodaba.
Un dedo regordete apagó la grabadora. Roz contempló el gesto fascinada y horrorizada.
– No tiene por qué asustarse -dijo una voz singularmente cultivada-. La señorita Henderson le ha tomado el pelo. Todos saben que soy totalmente inofensiva. De no ser así, ahora estaría en Broadmoor. -Un raro retumbo vibró en el aire. ¿Una carcajada?, pensaba Roz-. No tiene lógica alguna, de verdad. -El dedo rondaba por encima de los mandos de la grabadora-. Yo hago lo que hace la gente normal y corriente cuando tiene algo que objetar: lo digo. -El dedo se situó sobre la tecla de grabación y la apretó suavemente-. Si Amber hubiera sido un niño, se habría llamado Jeremy, como mi abuelo materno. Los colores no tienen nada que ver aquí. En realidad, a Amber la bautizaron con el nombre de Alison. Yo la llamaba Amber porque, a los dos años, era incapaz de pronunciar la «i» y la «s». Y a ella le gustó. Tenía un pelo rubio color miel muy bonito, y cuando se fue haciendo mayor, todo el mundo la llamó Amber, nunca atendió al nombre de Alison. Era muy guapa.