Roz se dirigió al salón, una pieza espaciosa, soleada, con un gran balcón que daba a una terracita. Más allá se veía un jardín muy arreglado, que en su extremo casi se confundía con un gran prado en el que pacían las vacas.
– Una vista extraordinaria -dijo Roz cuando entró la señora Wright.
– Tuvimos mucha suerte al conseguirla -comentó la otra con cierto orgullo-. Le habían puesto un precio totalmente fuera de nuestro alcance, pero su antiguo propietario tuvo que responder a un crédito de otra propiedad justo antes de que los intereses se pusieran por las nubes. Necesitaba tanto vender ésta que la conseguimos por veinticinco mil menos de lo que pedía. Aquí somos felices.
– No me extraña -respondió Roz con entusiasmo-. Es un sitio precioso.
– Vamos a sentarnos. -Ella se aposentó con aire elegante en una butaca-. No me avergüenza haber sido amiga de Olive -dijo en plan de disculpa-. Lo que pasa es que no me gusta hablar del tema. La gente insiste tanto… No aceptan que no sepa nada acerca de los asesinatos. -Observó la laca de sus uñas-. Lo cierto es que no la he visto desde como mínimo tres años antes de que sucediera aquello. No sé qué podría contarle que tuviera algún interés para usted.
Roz no se planteó por el momento sacar la grabadora. Temía asustarla.
– Cuénteme cómo era en la escuela -dijo, cogiendo un bloc y un lápiz-. ¿Iban a la misma clase?
– Sí, hasta COU.
– ¿Le caía bien?
– No mucho -dijo Geraldine con un suspiro-. Parece poco delicado, ¿verdad? Oiga, ¿lo ha dicho en serio, eso de que no va a utilizar mi nombre? Es que si existe la más mínima posibilidad de que salga a la luz, no sigo. Me sabría muy mal que Olive supiera lo que opinaba de ella. Una cosa así le haría daño.
Por supuesto que le haría daño, pensaba Roz, pero ¿qué importancia tenía para la otra? Cogió un papel con membrete que guardaba en el bolso, escribió un par de frases en él y lo firmó: «Yo, Rosalind Leigh, con el domicilio que consta en la cabecera, me comprometo a considerar como confidencial la información que me proporcione la señora Geraldine Wright, de Oaktrees, Wooling, Hants. No voy a citarla como fuente de información verbalmente o por escrito, ahora ni en ninguna ocasión en el futuro».
– Tome. ¿Le parece correcto? -Se esforzó en sonreír-. Si quebrantara mi promesa, podría exigirme una fortuna.
– ¡Ay, señor! Seguro que ella se dará cuenta de que he sido yo. No hablaba más que conmigo, al menos en la escuela. -Cogió el papel-. No sé…
¡Vaya indecisión! A Roz se le ocurrió que por aquel entonces a Olive la amistad con Geraldine debía parecerle tan poco satisfactoria como a la otra.
– Le daré una idea de cómo pienso utilizar lo que me cuente y verá que no tiene nada que temer. Usted ha dicho que Olive no le caía muy bien. En el libro, esto se traducirá más o menos en: «Olive nunca fue muy popular en la escuela». ¿Está de acuerdo?
La mujer se animó un poco ante las palabras de Roz.
– Sí, sí. Por otro lado, es la pura verdad.
– Muy bien, ¿Y por qué no era popular?
– Supongo que nunca encajó allí.
– ¿Por qué?
– Pues… -Se encogió de hombros, impaciente-. Tal vez porque era gorda.
Aquello era como una extracción de muela, lento y doloroso.
– Ella, ¿intentaba hacer amistades o le daba igual?
– En realidad le daba igual. Apenas decía nada. Se quedaba allí sentada y observaba cómo hablaban las demás. A nadie le gustaba esto. Si he de decirle la verdad, creo que a todas nos daba un poco de miedo. Era mucho más alta que las demás.
– ¿Y ésta es la única razón por la que le daba miedo? ¿Por su altura?
Geraldine lo pensó mejor.
– Digamos que era algo como global. No sabría cómo describirlo. Era terriblemente silenciosa. Estabas hablando con alguien, te dabas la vuelta y te la encontrabas a tu espalda, mirándote fijamente.
– ¿Intimidaba a la gente?
– Solamente cuando molestaban a Amber.
– ¿Y sucedía a menudo?
– No. Amber caía bien a todas.
– Está bien -dijo Roz golpeándose los dientes con el lápiz-. Dice que usted era la única que hablaba con Olive. ¿De qué solían hablar?
Geraldine se estiró un poco la falda.
– Nada, cosas -dijo, poco dispuesta a colaborar-, ahora no me acuerdo.
– ¿De lo que suelen hablar todas las chicas en la escuela?
– Pues sí, supongo que sí.
Roz hizo rechinar los dientes.
– ¿Así que hablaban del tema del sexo, de chicos, vestidos y maquillaje?
– Pues sí -repitió ella.
– Me cuesta creerlo, señora Wright. A menos que en diez años haya cambiado muchísimo. Yo la he conocido, ¿sabe? No tiene el más remoto interés por temas frivolos y no le gusta hablar de sí misma. Prefiere hablar de mí y de lo que yo hago.
– Debe ser porque está en la cárcel y sólo va usted a verla.
– Pues no es así. Aparte de que, por la información que tengo, la mayoría de presos hacen exactamente lo contrario cuando reciben visitas. Hablan de sí mismos casi todo el tiempo, pues son los únicos momentos en que saben que alguien les escucha con cierta comprensión. -Levantó una ceja con aire inquisitivo-. Creo que va con el carácter de Olive esto de examinar a la persona que tiene delante. Me imagino que lo habrá hecho siempre, por ello a la mayoría de ustedes no les caía bien. Probablemente creían que era una fisgona.
«Ojalá no me equivoque -pensaba Roz-, porque ésta, tan influenciable y manipulable, dirá que soy una insensible.»
– ¡Qué curioso! -exclamó Geraldine-. Ahora que lo dice, es verdad que hacía muchas preguntas. Siempre quería saber cosas sobre mis padres, si se cogían de la mano, si se besaban y si yo les oía cuando hacían el amor. -Cerró un momento los labios-. Sí, ahora me acuerdo, por eso me caía mal. Siempre pretendía descubrir si mis padres tenían relaciones sexuales a menudo, y cuando hacía estas preguntas, levantaba el rostro y me miraba fijamente. -Encogió un poco los hombros-. Aquello me daba mucha rabia. Tenía unos ojos tan ávidos…
– ¿Y usted se lo contaba?
– ¿Lo de mis padres? -dijo Geraldine sonriendo disimuladamente-. Por supuesto que no le contaba la verdad. Ni yo la sabía. Cada vez que me hacía la pregunta, yo le decía que sí, que habían tenido relaciones la noche anterior, tan sólo para quitármela de encima. Todas hacían lo mismo. Al final se convirtió en un juego de lo más tonto.
– ¿Y por qué quería saberlo?
La mujer hizo un gesto de indiferencia.
– Yo siempre pensé que era porque tenía una mente perversa. Aquí en el pueblo hay una mujer que hace lo mismo. Cuando te ve, lo primero que te dice es: «Cuéntame algún chisme», y se le iluminan los ojos. Son cosas que yo no soporto. Claro que siempre es la última en enterarse de lo que pasa por ahí. Hace que todo el mundo se ponga a la defensiva.
Roz meditó un momento.
– ¿Los padres de Olive se besaban y se abrazaban?
– No, ¡por Dios!
– Está muy segura…
– Claro que lo estoy. Se odiaban. Mi madre decía que seguían juntos porque él era demasiado vago para largarse y ella demasiado materialista para permitírselo.
– ¿De forma que Olive buscaba algo que la tranquilizara?
– ¿Cómo dice?
– Cuando le hacía preguntas a usted sobre sus padres -dijo Roz tranquilamente- buscaba confirmaciones. Pobre muchacha, intentaba descubrir si sus padres eran los únicos que no se llevaban bien.
– ¡Ah! -exclamó Geraldine, sorprendida-. ¿Usted cree? -Hizo un mohín con los labios-. No -dijo-, está equivocada. Lo que le interesaba eran los detalles sexuales. Ya le he dicho que ponía una mirada ávida.
Roz no le dio importancia.