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– ¿Decía mentiras?

– Sí, ésta es otra. -Los recuerdos se agolparon y se reflejaron en su expresión-. Siempre estaba mintiendo. ¡Qué raro! Lo había olvidado. La verdad es que al final nadie creía nada de lo que decía.

– ¿Sobre qué mentía?

– Sobre todo.

– ¿Qué cosas en concreto? ¿Sobre sí misma? ¿Sobre los demás? ¿Sus padres?

– Todo. -Notó la impaciencia en la cara de Roz-. Ay, es tan difícil de explicar… Contaba historias, me refiero a que, en cuanto abría la boca, tenía que soltar una mentira. A ver; vamos a ver, ah, sí, hablaba de unos novios que no existían, y una vez contó que un verano habían ido con la familia de vacaciones a Francia, pero resultó que no se habían movido de casa, y también hablaba de su perro, cuando todas sabíamos que no tenía ningún perro. -Hizo una especie de mueca-. Y además también siempre estaba chinchando. Era muy molesto. A veces te robaba los deberes de la mochila cuando estabas distraída y te lo copiaba todo.

– ¿Pero no era muy inteligente? Consiguió llegar hasta el final.

– Lo consiguió, pero no creo que tuviera unas calificaciones del otro mundo. -Aquel comentario tenía algo de malicioso-. Porque, si era tan inteligente, ¿cómo es que no encontró un trabajo como Dios manda? Mi madre decía que le resultaba muy violento ir a Pettit's y que le sirviera Olive.

Roz apartó la mirada de aquel rostro tan pálido y la centró en la vista del otro lado del balcón. Dejó transcurrir unos instantes durante los cuales su sentido común tuvo que enfrentarse con los airados reproches que se abrían paso en su mente. Al fin y al cabo, pensaba, quizá se equivocaba. Sin embargo… sin embargo, veía tan claro que Olive tenía que haber sido una niña profundamente desgraciada. Hizo un esfuerzo para sonreír.

– Evidentemente Olive intimó más con usted que con cualquier otra persona, exceptuando, tal vez, su hermana. ¿Por qué cree que fue así?

– La verdad es que no tengo ni idea. Mi madre dice que es porque le recordaba a Amber. Yo no lo sé, pero la gente que nos veía a las tres juntas siempre creía que Amber era mi hermana y no la de Olive. -Reflexionó-. Quizás mi madre tenga razón. Cuando vino Amber a la escuela, Olive ya no me persiguió tanto.

– Para usted, tuvo que representar un alivio.

Había una cierta mordacidad en su tono, que afortunadamente no captó Geraldine.

– Supongo que sí. Pero… -añadió como con melancolía- cuando Olive estaba conmigo nadie se atrevía a molestarme.

Roz la observó un momento.

– La hermana Bridget dice que Olive quería mucho a Amber.

– Es cierto. Pero todo el mundo quería a Amber.

– ¿Por qué?

Geraldine encogió los hombros.

– Era agradable.

Roz soltó una carcajada.

– Si he de decirle la verdad, ya empiezo a estar hasta las narices de esta Amber. Me parece demasiado bonito para ser verdad. ¿Qué tenía de especial?

– No sé. -Frunció el entrecejo meditando-. Mi madre opina que es porque tenía buen corazón. La gente le tenía confianza pero a ella parecía no importarle. Siempre estaba sonriendo.

Roz dibujó un querubín en el bloc pensando en el embarazo no deseado.

– ¿Y cómo se ganaba esta simpatía?

– Me imagino que lo que quería era agradar. Se trataba de pequeños detalles, como prestar los lápices o hacer recados para las monjas. Una vez que yo necesitaba una camiseta limpia para un partido de baloncesto, cogí la de Amber. Eran cosas así.

– ¿Sin pedírsela?

De manera sorprendente, Geraldine se sonrojó.

– Con Amber, no hacía falta. No le importaba. La que se enfadaba mucho era Olive. Se puso como una fiera con aquella camiseta. -Echó una ojeada al reloj-. Debo irme. Se está haciendo tarde. -Se levantó-. Me temo que no la he ayudado mucho.

– Al contrario -dijo Roz, levantándose también-, me ha ayudado muchísimo y le estoy muy agradecida.

Juntas, se fueron hacia el vestíbulo.

– ¿En algún momento encontró raro -preguntó mientras Geraldine abría la puerta- que Olive matara a su hermana?

– Pues sí, claro que lo encontré raro. Me afectó muchísimo.

– ¿Tanto como para plantearse si en realidad lo hizo ella? Teniendo en cuenta lo que me ha contado sobre la relación que tenía con su hermana, me parece imposible que hiciera una cosa así.

Aquellos grandes ojos grises se nublaron con la vacilación.

– ¡Qué curioso! Es lo que siempre dice mi madre. Pero si no lo hizo ella, ¿por qué declaró que lo hizo?

– No lo sé. Quizá se acostumbró a proteger a la gente. -Sonrió de forma amistosa-. ¿Usted cree que su madre accedería a hablar conmigo?

– ¡Madre mía! Yo diría que no. Ni siquiera soporta que nadie sepa que fui a la escuela con Olive.

– ¿Sería tan amable de preguntárselo, de todos modos? Si accede, puede llamarme al número que hay en la tarjeta.

Geraldine movió la cabeza.

– Será una pérdida de tiempo. No querrá.

– ¡Qué le vamos a hacer! -Roz salió y se encaminó hacia la senda de gravilla-. ¡Qué maravilla de casa! -Dijo entusiasmada, contemplando la clemátide que colgaba del porche-. ¿Dónde vivía antes?

La otra hizo una mueca teatral.

– En una asquerosa caja de cerillas moderna de las afueras de Dawlington.

Roz rió.

– Así que trasladarse aquí supuso un brusco cambio de costumbres… -Abrió la puerta del coche-. ¿No va nunca a Dawlington?

– Claro que sí -respondió Geraldine-. Mis padres siguen viviendo allí. Voy a verles una vez a la semana.

Roz tiró el bolso y el portafolios sobre el asiento trasero.

– Deben estar muy orgullosos de usted. -Le alargó la mano-. Muchas gracias por dedicarme su tiempo, señora Wright, y no se preocupe, tendré mucho cuidado a la hora de utilizar la información que me ha proporcionado. -Se situó en el asiento del conductor y cerró la puerta-. Un último detalle -dijo a través de la ventanilla, con mirada candorosa-, ¿puede decirme su nombre de soltera para cotejarlo en la lista de la escuela que me entregó la hermana Bridget? No quisiera molestarla en otra ocasión por error.

– Hopwood -respondió Geraldine, diligente.

No fue difícil localizar a la señora Hopwood. Roz fue con el coche a la biblioteca de Dawlington y allí consultó la guía telefónica. Había tres Hopwood domiciliados en Dawlington. Anotó los tres números, buscó una cabina y empezó las llamadas, dando como pretexto que era una antigua amiga de Geraldine y quería hablar con ella. En las dos primeras llamadas le respondieron que no conocían a esta persona y en la tercera, una voz de hombre le explicó que Geraldine se había casado y en la actualidad vivía en Wooling. Le facilitó el número de teléfono de Geraldine y le dijo, muy amablemente, que le había alegrado mucho volver a hablar con ella. Roz colgó el teléfono con una sonrisa. Se le ocurrió que Geraldine había salido a su padre.

Tal impresión se confirmó totalmente cuando la señora Hopwood colocó la cadena de seguridad y abrió la puerta. Observó a Roz muy intrigada.

– ¿Sí? -preguntó.

– ¿La señora Hopwood?

– La misma.

Roz había pensado embaucarla con una historia, pero, viendo cómo chispeaban los ojos de la mujer, decidió no hacerlo. La señora Hopwood no era de las que se inclinan por quien les da coba.

– Creo que he sacado con malas artes su dirección hablando primero con su hija y luego con su marido -dijo con una leve sonrisa-. Me llamo…

– Rosalind Leigh y está escribiendo un libro sobre Olive. Ya lo sé. Hace un momento que he hablado con Geraldine por teléfono. Enseguida he atado cabos. Pero no podré ayudarla, lo siento, conocía muy poco a la chica.

Sin embargo, no cerró la puerta. Algo la mantenía allí. ¿Curiosidad tal vez?

– La conoce mejor que yo, señora Hopwood.

– Pero no he decidido escribir un libro sobre ella, señorita. Dios me libre de hacerlo.