– Con la llamada telefónica a la policía.
Hawksley esperó que hirviera el agua, la echó sobre el café y colocó la cafetera sobre la mesa.
– No fue una llamada 999. Buscó el número en la guía y llamó al departamento. -Movió la cabeza, recordando-. Todo empezó como una farsa, pues el sargento que estaba de servicio consideraba que aquello no tenía ni pies ni cabeza.
Estaba ya dispuesto a acabar el turno cuando apareció el sargento, que se hallaba en el mostrador con un papel en el que había una dirección.
– Hágame un favor, Hal, de camino a su casa, compruebe esto. Está en Leven Road. Casi no tendrá que desviarse. Una loca ha estado berreando por teléfono sobre no sé qué historia de unas patas de pollo en el suelo de su cocina. -Hizo una mueca-. Será una vegetariana. Aquí el que entiende del tema de los fogones es usted. ¿Pasará a echar un vistazo?
Hawksley le dirigió una mirada suspicaz.
– ¿Es una provocación?
– No. ¡Palabra de scoutt! -exclamó el sargento con una risita-. La pobre estará mal de la cabeza. Nos tienen rodeados desde que el gobierno los echó a todos a la calle. Limítese a hacer lo que ella le diga, de lo contrario seguirá llamando toda la noche. Total serán cinco minutos.
Olive Martin, con los ojos enrojecidos de haber estado llorando, le abrió la puerta. El olor corporal era insoportable; la joven encogía aquellos voluminosos hombros presa de una desesperación que la hacía aún más repulsiva. La holgada camiseta y los pantalones que llevaba puestos estaban tan manchados de sangre que apenas se distinguía lo uno de lo otro; los ojos de Hawksley apenas vieron más que eso. ¿En qué podían fijarse si no? No sospechó la horrible escena que le aguardaba.
– Soy el sargento Hawksley -dijo con una sonrisa alentadora, mostrándole la placa-. Usted ha llamado a la comisaría.
Dio un paso hacia atrás aguantando la puerta abierta.
– Están en la cocina. -Señaló hacia el pasillo-. En el suelo.
– De acuerdo. Vamos a verlo. ¿Cómo se llama usted?
– Olive.
– Muy bien, Olive, usted primero. Vamos a ver qué es lo que le inquieta.
¿Habría sido mejor estar al corriente de lo que encontraría? Probablemente no. Tiempo después, en muchas ocasiones, pensó que, de haber sabido que tendría que meter los pies en un matadero humano, no habría dado el paso. Contempló horrorizado los cadáveres troceados, el hacha, la sangre que corría a ríos por el suelo, y su conmoción fue tan descomunal que el puño de acero que le oprimía el diafragma y le sujetaba el aire de los pulmones apenas le dejaba respirar. La cocina apestaba a sangre. Se apoyó en la jamba de la puerta y aspiró desesperadamente aquel aire enrarecido y repugnante antes de darse la vuelta, coger el pasillo y lanzarse, conteniendo la náusea, hacia el pequeño jardín delantero.
Olive se sentó en uno de los escalones, mirándole; aquel rostro redondo como la luna estaba tan pálido como el suyo.
– Tenía que haber traído a un compañero -le dijo como compadeciéndole-. Si hubieran sido dos, la cosa no sería tan terrible.
Hawksley, con un pañuelo frente a los labios, cogió la radio para reclamar ayuda. Mientras hablaba, iba observando con cautela a la muchacha fijándose en la sangre que cubría toda la ropa que llevaba. La náusea casi le ahogaba. ¡Señor, Señor! ¿Qué grado de locura era aquél? ¿El suficiente como para coger el hacha contra él?
– ¡Por el amor de Dios, rápido! -gritó por el auricular-. Es un caso urgente.
Permaneció fuera, pues estaba demasiado asustado para entrar. Ella le miraba impasible.
– No voy a hacerle daño. No tiene nada que temer.
Hawksley se secó la frente.
– ¿Quiénes son, Olive?
– Mi madre y mi hermana. -Se cubrió los ojos con las manos-. Tuvimos una pelea.
Él tenía la boca seca por la conmoción y el terror.
– Mejor no hablemos de ello -dijo.
Las lágrimas descendían por aquellas gordas mejillas.
– No tenía intención de que sucediera. Tuvimos una pelea. Mi madre se enfadó mucho conmigo. ¿Quiere que haga la declaración ahora?
Él negó con la cabeza.
– No hay prisa.
Olive siguió mirándole sin parpadear; sus lágrimas se iban secando y formaban unos sucios canalillos en su rostro.
– ¿Podría llevárselos de aquí antes de que llegue mi padre? -preguntó por fin-. Creo que sería mejor.
La bilis ascendió por la garganta de Hawksley.
– ¿A qué hora suele volver?
– Sale a las tres del trabajo. Hace media jornada.
Hal, con un gesto mecánico, miró el reloj. Tenía la mente entumecida.
– Faltan veinte minutos.
Olive estaba bastante sosegada.
– Pues quizá podrían mandar allí a un policía para que le explique lo que ha sucedido. Sería lo mejor -dijo de nuevo. Oyeron el sonido de unas sirenas que se acercaban-. Por favor -dijo insistiendo.
Él asintió.
– Ya lo arreglaremos. ¿Dónde trabaja?
– En Transportes Carters. En el puerto.
Estaba transmitiendo el mensaje cuando dos coches, con las sirenas funcionando, doblaron la esquina y aparcaron frente al número veintidós. Se abrieron una serie de puertas en toda la calle y un montón de rostros curiosos asomaron por ellas. Hal desconectó la radio y la miró.
– Ya está arreglado -dijo-. No se preocupe por su padre.
Una lagrimota resbaló por aquella cara tan sucia.
– ¿Preparo té?
Hal pensó en la cocina.
– Será mejor que no.
Las sirenas enmudecieron cuando los policías saltaron de los coches.
– Me sabe mal crearle tantos problemas -dijo Olive rompiendo el silencio.
A partir de aquel momento, Olive habló muy poco, pero ello se debió, pensaba más tarde Hal, a que nadie se dirigió a ella. La llevaron a la sala de estar, vigilada por una agente atónita, y allí permaneció, inmóvil, con aire bovino, observando las idas y venidas de la puerta, que permaneció abierta. Suponiendo que se diera cuenta del terror que crecía por momentos a su alrededor, no lo demostró. Tampoco dio muestras, a medida que fue pasando el tiempo y se fue borrando de su cara cualquier señal de emoción, de dolor o arrepentimiento por lo que había hecho. Ante aquella indiferencia tan total, la impresión general fue la de que estaba loca.
– Pero, ante usted, lloró -le interrumpió Roz-. ¿Usted pensó que estaba loca?
– Pasé dos horas en aquella cocina con el forense, intentando establecer el orden de los acontecimientos a partir de las manchas de sangre en el suelo, en la mesa y en los muebles de la cocina. Y luego, en cuanto se hubieron tomado las fotografías pertinentes, nos dedicamos al espantoso rompecabezas de decidir cómo encajaban los trozos en cada uno de los cuerpos. Por supuesto que pensé que estaba loca. Una persona normal no podía haber hecho aquello.
Roz iba mordiendo su lápiz.
– Es mucho decir. Lo que usted está diciendo en realidad es que la acción era una locura. Y yo le he preguntado, por la experiencia que tuvo con ella, si creyó que Olive estaba loca.
– Y esto es hilar muy fino. Yo considero que ambas cosas van estrechamente ligadas. Pues sí, pensé que Olive estaba loca. Justamente por esto insistimos tanto en que tuviera a su abogado en el momento de hacer la declaración. La sola idea de inclinarnos por los detalles técnicos y pensar que podía pasar un año en un hospital psiquiátrico, tras el cual cualquier imbécil de psiquiatra decidiera que respondía lo suficiente al tratamiento y la soltara, nos ponía la carne de gallina.
– ¿Así que le sorprendió que cuando la juzgaron se declarara culpable?
– Sí -admitió él-. Me sorprendió.
Hacia las seis de la tarde, centraron la atención en Olive. Empezaron limpiándole con sumo cuidado las manchas de sangre seca que tenía en los brazos y restregaron una a una sus uñas antes de llevarla arriba a que se bañara y se cambiara la ropa. Todas las piezas que había llevado encima fueron colocadas en bolsas de plástico y guardadas en la furgoneta policial. Uno de los inspectores condujo a Hal hacia un rincón.