Roz esperó un momento para asegurarse de que controlaba bien la voz.
– Lo siento.
– Tranquila. Ya estoy acostumbrada. Al principio todo el mundo tiene miedo.
– ¿Y esto le molesta?
Una contracción de regocijo pasó veloz por la grasa de alrededor de sus ojos.
– ¿A usted le molestaría?
– Sí.
– Pues vale, ¿tiene un cigarrillo?
– Claro. -Roz cogió un paquete por estrenar que tenía en la cartera y se lo alargó junto con una caja de cerillas-. Aquí tiene. Yo no fumo.
– Si estuviera aquí, lo haría. Aquí dentro todo el mundo fuma. -Extrajo torpemente un cigarrillo de la cajetilla y lo encendió con un suspiro de satisfacción-. ¿Qué edad tiene usted?
– Treinta y seis.
– ¿Casada?
– Divorciada.
– ¿Hijos?
Roz negó con un gesto de la cabeza:
– Soy poco maternal.
– ¿Por esto se divorció?
– Probablemente. Me interesaba más mi profesión. Cogimos caminos distintos de forma amistosa.
A Roz le parecía absurdo preocuparse de cómo afrontar las penas ante Olive, aunque el problema era que cuando mientes con demasiada frecuencia la mentira se convierte en una verdad. Y el malestar vuelve tan sólo de vez en cuando, en aquellos momentos extraños, desorientadores, cuando una se despierta y siente que sigue estando en el hogar, con un cuerpo cálido entre los brazos, que puedes abrazar, amar, reír en compañía.
Olive expulsó un aro de humo.
– Me hubiera gustado tener niños. Una vez me quedé embarazada pero mi madre me convenció para que me deshiciera del niño. Ojalá no la hubiera escuchado. Me gustaría saber si era niño o niña. A veces sueño con aquel bebé. -Contempló el techo durante un momento, siguiendo la espiral de humo-. ¡Pobre criatura! Una mujer de aquí me contó que los tiran cañería abajo por el lavabo, quiero decir cuando te hacen la aspiración.
Roz observaba aquellos labios carnosos y húmedos que chupaban el cigarrillo pensando cómo se aspiraba un feto del útero.
– Esto no lo sabía.
– ¿Lo del lavabo?
– No, que hubiera abortado.
El rostro de Olive seguía impasible.
– ¿Sabe algo de mí?
– No mucho.
– ¿A quién se lo ha preguntado?
– A su abogado.
Otro jadeo retumbó en el fondo de su pecho.
– No sabía que tuviera abogado.
– Peter Crew -respondió Roz frunciendo el ceño y cogiendo una carta de la cartera.
– ¡Ah, aquél! -exclamó con aire despectivo-. Es un desgraciado -siguió sin disimular su aversión.
– Él dice que es su abogado.
– ¿Y qué? Y los gobiernos dicen que se preocupan de ti. Hace cuatro años que no sé nada de él. Le mandé al cuerno cuando se presentó con la maravillosa idea de internarme indefinidamente en Broadmoor. ¡Vaya imbécil! No le caí bien. Se hubiera corrido de gusto de haber conseguido que me declararan loca.
– Dice que… -Roz echó una ojeada a la carta sin reflexionar-. ¡Ah, sí, aquí está! «Desgraciadamente, Olive no captó que el alegato de disminución de responsabilidad le habría asegurado el tipo de ayuda que representa un departamento psiquiátrico y que, con toda probabilidad, se habría traducido en su reinserción en la sociedad en el plazo, como mucho, de quince años. Desde el primer momento me pareció obvio…» -Se detuvo de repente al notar las gotas de sudor que descendían por su espalda. «Si se presenta algún imprevisto, como, pongamos por caso, que ella se oponga con violencia…» ¿Había perdido totalmente el juicio? Roz esbozó una leve sonrisa-: La verdad es que el resto no tiene ninguna importancia.
– «Desde el primer momento me pareció obvio que Olive está trastornada psicológicamente, tal vez hasta el punto de sufrir esquizofrenia paranoica o psicopatía.»
– ¿Esto es lo que dice? -Olive colocó la colilla todavía encendida en posición vertical sobre la mesa y cogió otro cigarrillo de la cajetilla-. No digo que no me tentó la posibilidad. Suponiendo que el jurado hubiera aceptado que sufría una enajenación temporal cuando lo hice, a estas alturas ya casi sería una mujer libre. ¿Ha leído mis informes psicológicos? -Roz negó moviendo la cabeza-. Aparte de un impulso imparable de comer, que en general se considera anormal (un psiquiatra lo calificó de grave agresión contra uno mismo), me han etiquetado como «normal». -Apagó la cerilla con un arranque de hilaridad-. A saber lo que significa normal. Probablemente usted ha tenido más cuelgues que yo, y en cambio estaría tipificada dentro del perfil psicológico de «normal».
– Nunca se sabe -respondió Roz fascinada-. Jamás he acudido a una consulta. -«Me aterroriza demasiado lo que podrían descubrir.»
– En un lugar como éste, te acostumbras. Me imagino que lo hacen para seguir metiendo baza, aparte de que debe ser más divertido charlar con alguien que mata a su madre a hachazos que con un muermo de depresiva. Ya han intentado hacerme pasar por el aro cinco psiquiatras diferentes. Les encantan las etiquetas. Al intentar decidir qué hacen con nosotras perfeccionan el sistema de clasificación. Yo les creo problemas. Soy cuerda aunque peligrosa, de forma que, ¿dónde narices me meten? No se plantean ni por asomo el tema de la prisión abierta por si salgo y lo repito. A la opinión pública no le gustaría.
Roz levantó la carta.
– Usted dijo que se sintió tentada. ¿Por qué no siguió adelante con ello, si tenía la impresión de disponer de una posibilidad de salir antes?
Olive no respondió de inmediato, y se limitó a alisar la informe falda contra los muslos.
– Nosotros somos los que creamos las posibilidades. No siempre son correctas, pero, una vez decididas, tenemos que vivir con ellas. Antes de llegar aquí era muy ignorante. Ahora poseo la sabiduría de la calle. -Inspiró una profunda bocanada de humo-. Psicólogos, policías, funcionarios de prisiones, jueces, todos están cortados por el mismo patrón. Hombres con autoridad que controlan completamente mi vida. Suponiendo que hubiera alegado responsabilidad atenuada, hubieran dicho: «Esta chica no cambiará nunca. Encerradla y tirad la llave». Para mí resultaba mucho más atractivo pasar veinticinco años entre gente cuerda que toda una vida con locos.
– Y ahora ¿cómo lo ve?
– Se aprende, ¿no le parece? Aquí dentro ves gente bastante chalada antes de que la trasladen. Tampoco están tan mal. La mayoría se percata del lado divertido. -Puso de nuevo en equilibrio una colilla al lado de la primera-. Y tenga en cuenta una cosa, además: que, ¡maldita sea!, son mucho menos críticas que las que están en su sano juicio. Puede darse cuenta de ello observándome a mí. -Miró de hito en hito a Roz a través de aquellas pestañas rubias poco pobladas-. Y esto tampoco significa que hubiera actuado de forma distinta en el juicio de haber estado más familiarizada con el sistema. Sigo pensando que habría sido inmoral pretender que no sabía lo que estaba haciendo cuando tenía perfecto conocimiento de ello.
Roz no hizo ningún comentario. ¿Qué podía decirse a una mujer que descuartiza a su madre y hermana y luego, con toda la calma del mundo, se dedica a hilar fino por lo que se refiere a la moralidad de una alegación especial?
Olive supuso qué estaba pensando Roz y le dirigió una sonrisa como un resuello.
– A mí me parece lógico. Según mis parámetros, no he hecho nada malo. Es la ley, los parámetros que ha establecido la sociedad, lo que he transgredido.