– Usted era su abogado -dijo enojada-, tenía el deber de creer lo que decía.
– No sea ingenua, señorita Leigh. Mi deber era representarla. -Con un gesto, se deshizo de la mano de Roz-. Si se exigiera a los abogados que creyeran todo lo que les dicen sus clientes, poca representación quedaría. -Movió los labios en señal de fastidio-. De todas formas, creí lo que dijo. Afirmó que las había matado y yo lo acepté. Tenía que hacerlo. A pesar de mis esfuerzos por conseguir que no hablara, insistió en hacer la declaración. -Su mirada se clavó en los ojos de Roz-. ¿Pretende decirme que ahora niega los asesinatos?
– No -admitió Roz-, pero no creo que la versión que dio a la policía sea la correcta.
Él la observó un momento.
– ¿Ha hablado ya con Graham Deedes? -Roz asintió-. ¿Y qué?
– Está de acuerdo con usted.
– ¿Con la policía?
Volvió a asentir.
– Con un policía. También está de acuerdo con usted.
– ¿Y esto no le dice nada?
– No mucho. Usted informó a Deedes y éste ni tan sólo se ha dignado hablar con ella, y la policía se equivocó de entrada. -Apartó un mechón pelirrojo de su cara-. Por desgracia, no tengo la misma fe que usted en la justicia británica.
– Evidentemente -dijo Crew, sonriendo con frialdad-. Pero en este caso su escepticismo está fuera de lugar. Que usted lo pase bien, señorita Leigh.
Enfiló a toda prisa la cuesta de la calle azotada por el viento, sujetando como antes el tupé con la mano, los faldones del abrigo golpeteando contra aquellas largas piernas. Era un personaje cómico, pero a Roz no le hacía ninguna gracia, pues a pesar de su absurdo amaneramiento, tenía una cierta dignidad.
Llamó al colegio St. Angela desde una cabina, pero ya eran más de las cinco y la persona que contestó le dijo que la hermana Bridget ya se había ido para casa. Llamó a información para preguntar el número de las oficinas de la Seguridad Social de Dawlington, si bien cuando lo marcó no tuvo respuesta porque ya había cerrado. De nuevo en el coche, esbozó un plan de acción en el bloc para la mañana siguiente y se quedó un buen rato con el papel contra el volante pensando en lo que le había dicho Crew. Sin embargo, era incapaz de concentrarse. Su atención se desviaba constantemente hacia el objetivo más atractivo de Hal Hawksley, en la cocina del Poacher.
Tenía la virtud de clavarle la mirada mientras ella le observaba, y el shock que aquello producía en su sistema nervioso constituía cada vez un cataclismo. Pensaba que aquello de que «te tiemblan las rodillas» era algo que habían inventado las escritoras románticas. Pero tal y como estaban las cosas, le daba la impresión de que si volvía al Poacher necesitaría algo parecido a unas muletas tan sólo para cruzarla puerta. ¿Estaba loca? Aquel hombre era una especie de gánster. ¿Dónde se había visto un restaurante sin clientes? La gente tenía que comer, incluso en época de crisis. Agitó tristemente la cabeza, puso el motor en marcha y emprendió el camino de vuelta a Londres. ¡Y en definitiva, qué más da! La ley de los tontos predicaba que por el hecho de que ella tuviera en su mente fantasías eróticas sobre él, los pensamientos de éste (si es que pensaba algo sobre ella) serían de cualquier tipo, menos sensuales.
Cuando llegó a Londres se encontró con el atasco y la opresión de la hora punta del jueves por la noche.
Una presa vieja, del estilo maternal, elegida por las demás, se detuvo nerviosa frente a la puerta abierta. La escultora la aterrorizaba pero, tal como decían las chicas, era la única con quien Olive hablaba. «Le recuerdas a su madre», le decían las demás. Aquella idea la asustaba, pero sentía curiosidad. Observó un momento aquella silueta inmensa, ensimismada, liando torpemente un cigarrillo con tan sólo unas hebras de tabaco y luego le dirigió la palabra:
– ¡Eh, Escultora! ¿Quién es esta pelirroja que viene a verte?
Olive la ignoró, tan sólo hubo un ligero parpadeo en sus ojos.
– Toma, ¿quieres uno de los míos? -sacó un paquete de Silk Cut del bolsillo y le ofreció un cigarrillo. Igual que un perro responde al sonido del plato de la comida, Olive se acercó a ella, tomó un cigarrillo y lo escondió entre alguno de los pliegues del vestido-. Venga, ¿quién es la pelirroja? -insistió la otra.
– Una escritora. Está escribiendo un libro sobre mí.
– ¡Vaya! -exclamó la vieja, fastidiada-. ¿Y qué quiere escribir sobre ti? ¡A mí sí que me la han montado!
– Quizás a mí también.
– ¡Ah, claro! -La vieja soltó una risita mientras se golpeaba el muslo-. ¡Y un cuerno! ¡A mí me la darás con queso!
Un resuello de complacencia surgió de los labios de Olive.
– Ya sabes lo que dicen: «Puedes embaucar a algunos siempre y a todo el mundo alguna vez…» -Hizo una pausa esperando su contestación.
– Pero no a todo el mundo y siempre -acabó de buena gana la mujer. Agitó un dedo-. No creo que triunfes.
Los ojos imperturbables de Olive aguantaron la mirada de la otra.
– No tengo necesidad de ello. -Se golpeó un extremo de la cabeza-. Tan sólo hay que buscar un periodista incauto y utilizar un poco más esto. Incluso tú podrías llegar lejos. Esta influye en la opinión pública. La embaucas y ella se ocupa de embaucar a los demás.
– ¡Qué horror! -exclamó la mujer mecánicamente-. Tan sólo se interesan por las putas psicópatas. A las demás, que nos parta un rayo.
Una sensación bastante desagradable se reflejó tras los minúsculos ojos de Olive.
– ¿Me estás llamando psicópata?
La mujer sonrió con cierta violencia y retrocedió un poco.
– Oye, Escultura, ha sido un desliz. -Extendió los brazos-. ¿De acuerdo? No pasa nada.
Cuando se alejó, el sudor cubría su frente.
Detrás de ella, utilizando todo su volumen para disimular lo que estaba haciendo, Olive cogió del cajón inferior la figura de arcilla con la que estaba trabajando y aplicó sus inmensos dedos en moldear el niño en el regazo de la madre. Ya fuera intencionadamente o por no tener la suficiente habilidad para hacerlo de otra forma, las crudas manos de la madre se desprendieron del conjunto y pareció que pretendía asfixiar aquel cuerpecito redondeado y rechoncho.
Olive tarareaba para sí mientras trabajaba. Detrás de la madre y el niño, una serie de figuras, como de mazapán, se alineaban en la parte contraria de la mesa. Dos o tres de ellas habían perdido la cabeza.
Se había desplomado en los escalones que había frente a la puerta del bloque donde vivía Roz, apestaba a cerveza y con las manos se tapaba la cara. Roz le observó durante unos segundos sin expresión alguna en el rostro.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
Se dio cuenta de que había estado llorando.
– Tenemos que hablar -dijo él-. Nunca quieres hablar conmigo.
Ella no se molestó en contestarle. Su ex marido estaba completamente borracho. No había nada que decir que no se hubiera dicho cientos de veces. Estaba harta de los recados que él le dejaba en el contestador, de sus cartas, del odio que le oprimía el pecho cada vez que oía su voz o veía algo escrito de su puño y letra.
El hombre tiró de su falda cuando ella intentó pasar, agarrándose a ésta como un niño.
– Por favor, Roz. Estoy demasiado trompa para ir a casa.
Roz lo llevó arriba por mor de un absurdo sentido de la responsabilidad.
– Pero no puedes quedarte aquí -le dijo, empujándole hacia el sofá-. Llamaré a Jessica para que venga a recogerte.
– Sam está enfermo -murmuró él-. No podrá dejarlo.
Roz hizo un gesto de indiferencia e incomprensión.
– Pues llamaré a un taxi.
– No. -Estiró el brazo y desconectó el cable-. Me quedo aquí.
En su voz había un tono de aviso, si ella hubiera decidido tenerlo en cuenta, de que no estaba dispuesto a que se la jugaran. Pero habían estado casados demasiado tiempo y habían soportado tantas peleas que ella ya no permitía sus dictados. En aquel momento lo único que sentía por él era desprecio.