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– No. Esto no va con él. Las peleas que mantenemos no pasan de lo verbal y hacen muchísimo más daño.

Iris se quedó pensativa.

– Siempre me has dicho que te ha apoyado en todo.

– Mentía.

Iris se quedó más pensativa aún.

– Entonces, ¿quién fue?

– Un desgraciado que me encontré en un bar. Me pareció mucho más atractivo vestido que desnudo, total, que le dije que se fuera a hacer gárgaras y se lo tomó fatal. -Notó un aire interrogativo en la mirada de Iris, y sonrió con aire cínico a través del labio partido-. No, no me violó. Mi virtud sigue intacta. La defendí con la cara.

– Hum… Dios me libre de poner nada en entredicho, chica, pero ¿no te habría salido más a cuenta defender la cara con la virtud? Yo no creo mucho en las causas perdidas. -Se tomó el brandy de Roz-. ¿Llamaste a la policía?

– No.

– ¿A un médico?

– No. -Puso una mano sobre el teléfono-. Y tú tampoco vas a hacerlo.

Iris se encogió de hombros.

– ¿Y qué has hecho durante toda la mañana?

– Intentar decidir qué podía hacer sin llamar a nadie. A media mañana, me he dado cuenta de que era imposible. Se me habían acabado las aspirinas, no tenía comida en casa y no podía salir con esta pinta. -Alzó aquellos ojos amoratados y demasiado brillantes-. De modo que he pensado en quién era la persona menos impresionable y más egocéntrica que conocía y la he llamado. Tendrás que salir a comprarme unas cuantas cosas, Iris. Lo bastante como para pasar una semana.

Iris se divertía.

– No voy a negar que sea egocéntrica, pero ¿por qué tiene importancia esto?

Roz dejó entrever los dientes.

– Porque estás tan metida en tus cosas que en cuanto llegues a casa ya lo habrás olvidado. Además, no vas a darme la lata con lo que tengo que hacer ni ir persiguiendo al cabrón que me ha hecho esto. La empresa quedaría muy mal si transcendiera que una de sus escritoras tiene por costumbre llevarse a casa al último colgado que encuentra en un bar -dijo agarrando con ambas manos el teléfono; Iris observó lo blancos que le quedaban los nudillos con la fuerza de la presión.

– Tienes razón -admitió tranquilamente.

Roz se relajó un poco.

– La verdad es que no soportaría que esto saliera a la luz, que es lo que evidentemente sucedería si llamáramos al médico o a la policía. Conoces tan bien como yo a la maldita prensa. Con la mínima excusa, llenarían de nuevo las portadas con fotos de Alice después del accidente. -Pobre Alice. La maligna Providencia había puesto a un fotógrafo junto a la autovía cuando salió despedida del coche de Rupert como una muñeca de trapo. Aquellas dramáticas fotos, publicadas, según los directores de los periódicos, como un trágico recordatorio hacia las demás familias sobre la importancia de utilizar el cinturón de seguridad, habían sido el monumento conmemorativo más duradero de Alice-. Puedes imaginarte los sórdidos paralelismos que podrían encontrar: la madre desfigurada como la hija. No podría soportarlo por segunda vez. -Buscó en el bolsillo y sacó una lista de la compra-. Te haré un talón cuando vuelvas. Hagas lo que hagas, no olvides las aspirinas. Estoy fatal.

Iris metió la lista en el bolso.

– Las llaves -dijo alargando la mano-. Tú te metes en la cama mientras tanto. Ya abriré yo.

Roz le indicó que las llaves estaban en un estante junto a la puerta.

– Gracias -dijo-, y, Iris… -No acabó la frase.

– ¿Y Iris, qué?

Intentó hacer una mueca pero lo dejó porque le dolía.

– Y Iris, lo siento.

– Y yo, chica. -Con un alegre gesto, se fue del piso.

Por razones que únicamente ella conocía, Iris volvió al cabo de un par de horas con la compra y una maleta.

– No me mires de esta forma -dijo con aire serio, preparándole una aspirina y un vaso de agua-. He decidido no perderte de vista durante un par de días. Por interés puramente material, por supuesto. Prefiero no quitar el ojo de mis inversiones. Además -rascó un poco la barbilla de La señora Antrobus-, alguien tiene que alimentar a esta asquerosa bestia peluda. No veas la que me armarías si la dejara morir de hambre.

Roz, deprimida y más sola que nunca, se emocionó.

El sargento Geoff Wyatt jugaba con aire malhumorado con la copa de vino. Le dolía el estómago, se sentía muy cansado, era sábado, hubiera preferido estar en el estadio de fútbol del Saintt's y el simple hecho de ver a Hal comiéndose un plato lleno de una extraña carne le mareaba.

– Mira -dijo, intentando que por el tono no se notara su irritación-, te he escuchado pero las pruebas son las pruebas. ¿Qué esperas que haga? ¿Amañarlo?

– Vaya pruebas, si esto está amañado ya desde un principio -le interrumpió Hal-. Es una trampa como cualquier otra. -Apartó el plato-. Tenías que haber comido un poco -dijo en tono mordaz-. Te habrías animado.

Wyatt desvió la mirada.

– Estoy todo lo animado que uno puede estar; además, he comido antes de venir. -Encendió un cigarrillo y echó una mirada hacia el restaurante-. Nunca estoy a gusto en las cocinas, sobre todo desde que vi a aquellas mujeres en el suelo de la de Olive. Tantas herramientas mortíferas y toda la maldita carne que había por allí… ¿No podríamos ir aquí al lado?

– No seas ridículo -dijo Hal lacónicamente-. ¡Caray, Geoff, no sé si te acuerdas de que me debes una!

Wyatt suspiró.

– ¿Y crees que te ayudaría en algo que me sancionaran por hacer algún favor bajo mano a un ex poli?

– No te estoy pidiendo favores bajo mano. Lo único que tienes que hacer es reducir un poco la presión. Dejarme respirar algo.

– ¿Cómo?

– Podrías empezar convenciendo al inspector de que abandone.

– ¿Y esto no hay que hacerlo bajo mano? -dejó caer algo el labio inferior-. Al fin y al cabo, lo he intentado. Éste no juega. Es nuevo, honrado y no le gusta que nadie se salte las normas, sobre todo los policías. -Echó la ceniza al suelo-. No tenías que haber abandonado el cuerpo, Hal. Ya te avisé. Uno se siente muy solo fuera.

Hal restregó su barba de un par de días.

– No sería tan terrible si mis antiguos colegas no siguieran tratándome como un criminal.

Wyatt miró los restos de carne que quedaban en el plato de Hal. Sentía náuseas.

– Ahora que lo dices, no tenías que haberte comportado tan imprudentemente, y entonces ellos no se habrían visto obligados.

Hal le miró ceñudo.

– Un día de éstos te arrepentirás de lo que has dicho.

Con un gesto de indiferencia, Wyatt apagó el cigarrillo con la suela del zapato y tiró la colilla en el fregadero.

– No lo entiendo, chico, desde que el inspector te caló, estoy que no cago. Me pone enfermo, te lo juro. -Apartó la silla y se levantó-. ¿Por qué coño tuviste que ir a la tuya en vez de hacerlo como Dios manda, como esperaban que hicieras?

Hal le señaló hacia la puerta.

– Fuera -dijo-, antes de que te parta esta cara de hipócrita.

– ¿Y qué hay de lo que querías que te comprobara?

Hal se metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de papel.

– Aquí tienes su nombre y dirección. Investiga si hay algo de esta mujer.

– ¿Como qué?

Hal encogió los hombros.

– Cualquier cosa en que pueda apoyarme. Este libro que escribe está demasiado bien programado en el tiempo. -Frunció el ceño-. Y no creo en las coincidencias.

Una de las ventajas de estar gordo es que uno puede esconder con más facilidad las cosas. Un bultito más aquí y allí pasaba desapercibido, y en la blanda cavidad que se formaba entre los senos de Olive encajaba prácticamente cualquier cosa. De hecho, muy pronto se dio cuenta de que las funcionadas preferían no hacerle un cacheo demasiado detenido en las pocas ocasiones en que lo creían necesario. Al principio ella creyó que las atemorizaba, pero pronto se percató de que lo que las reprimía era su gordura. La idea política correcta entre el funcionariado de prisiones se traducía en que si bien se sentían libres de hacer el comentario que fuera sobre ella a sus espaldas, en presencia de Olive tenían que tratarla con un mínimo de respeto. Así pues, las angustiadas lágrimas que derramó al principio en los cacheos, cuando su cuerpo voluminoso y repulsivo temblaba acongojado, habían dado como resultado una especie de desgana por parte de las boqueras, que se limitaban a pasar las manos superficialmente por los flancos de su cuerpo.