No obstante, Olive tenía problemas. Su pequeña familia de figuras de cera, absurdamente alegres, arropadas con unas pelucas de algodón pintadas y tiras de un material oscuro que ceñían sus cuerpos, se ablandaban con el calor de la piel de la muchacha y perdían la forma. Con infinita paciencia, aplicaba sus torpes dedos en modelar de' nuevo las figuras, extrayéndoles en primer lugar los alfileres que sujetaban las pelucas a cada una de éstas. Se preguntaba inútilmente si la del marido de Roz tenía algún parecido con él.
– ¡Qué sitio tan espantoso! -exclamó Iris observando con aire crítico las frías paredes grises del piso de Roz desde el sofá de vinilo-. ¿Nunca has sentido la necesidad de alegrarlo un poco?
– No. Estoy aquí de paso. Esto es una sala de espera.
– Has estado un año aquí. No entiendo por qué no utilizas el dinero que sacaste del divorcio para comprarte una casa.
Roz apoyó la cabeza en el respaldo del sillón.
– Me gustan las salas de espera. Puedes estar en ellas sin hacer nada y no te sientes culpable por ello. Están hechas para esperar.
Con aire pensativo, Iris puso un cigarrillo entre sus labios.
– ¿Y qué esperas?
– No lo sé.
Apuntó el mechero hacia el extremo del cigarrillo mientras aquellos ojos perfectamente maquillados se fijaban con cierta violencia en Roz.
– Hay una cosa que me tiene desconcertada -dijo-. Si no fue Rupert, ¿por qué dejó otro lamentable mensaje en mi contestador explicándome lo mal que se había comportado?
– ¿Otro? -Roz miró sus manos-. ¿Quiere esto decir que ya lo había hecho antes?
– Con una tediosa regularidad.
– No me lo habías comentado nunca.
– No me lo habías preguntado nunca.
Roz digirió aquello permaneciendo un momento en silencio y luego soltó un gran suspiro.
– Últimamente me he dado cuenta de hasta qué punto me había hecho dependiente de él. -Se tocó el labio dolorido-. Su dependencia no ha cambiado, naturalmente. Es lo mismo de siempre, una constante demanda de tranquilización. No te preocupes, Rupert. No es culpa tuya, Rupert. Todo irá bien, Rupert. -Dijo estas palabras monótonamente-. Por ello prefiere a las mujeres. Las mujeres son más comprensivas.
– ¿Qué te hace dependiente de él?
Roz esbozó una leve sonrisa.
– Nunca me ha dejado el suficiente tiempo sola como para que pueda decidirlo. He estado meses irritada. -Encogió los hombros-. Es algo muy destructivo. Eres incapaz de concentrarte en algo porque la rabia no cesa. Rompo sus cartas sin leerlas porque sé lo que dirán, pero tan sólo su escritura me da grima. Cuando le veo o le oigo no paro de temblar. -Soltó una risa vacía-. Creo que el odio puede llegar a obsesionarte. Podía haberme trasladado hace mucho tiempo, pero en lugar de ello me he quedado aquí esperando que Rupert siga irritándome. De esta forma dependo de él. Es una especie de cárcel.
Iris pasó la punta del cigarrillo por el cenicero. Roz no le estaba contando nada que no hubiera deducido ella hacía mucho tiempo, si bien nunca había sido capaz de traducirlo en palabras por la simple razón de que Roz no se lo habría permitido. Se preguntaba qué podía haber sucedido que había echado abajo la alambrada. Sin duda no tenía nada que ver con Rupert, por más que Roz pensara que sí.
– ¿Y cómo piensas salir de esta cárcel? ¿Lo has decidido ya?
– Todavía no.
– Tal vez deberías hacer lo que hizo Olive -dijo Iris, tajante.
– ¿Y qué es?
– Dejar que entre alguien.
Olive esperó dos horas en la puerta de la celda. Una de las funcionarias, que se preguntaba qué hacía allí, se detuvo a hablar con ella:
– ¿Algún problema, Escultora?
Los ojos de la gorda la miraron de hito en hito.
– ¿Qué día es hoy? -preguntó.
– Lunes.
– Es lo que creía. -Parecía enojada.
La funcionada frunció el ceño.
– ¿Seguro que no hay ningún problema?
– Ninguno.
– ¿Esperabas visita?
– No. Tengo hambre. ¿Qué hay para comer?
– Pizza. -Le dijo la funcionaria para tranquilizarla, y siguió su camino. Era lógico. Había pocas horas en el día en las que Olive no tenía hambre y el hecho de retenerle la comida a menudo era la única forma de control. Un médico de la cárcel había intentado convencerla en una ocasión de las ventajas de seguir una dieta. Había salido de la entrevista temblando y no lo intentó más. Olive ansiaba la comida de la misma forma que otros ansian la heroína.
Finalmente, Iris se instaló allí una semana y llenó la desolada sala de espera de la vida de Roz con su estridente equipaje. Consiguió que el siguiente recibo telefónico fuera colosal, a base de llamar a sus clientes del país y del extranjero, llenó las mesas con pilas de revistas, esparció ceniza por todas partes, llevó allí montones de ramos de flores, que quedaron abandonados en el fregadero cuando no encontró ya jarrones, dejó los platos sucios amontonados en todas las superficies de la cocina y deleitó a Roz, siempre que no tuvo otra ocupación, con su al parecer inagotable torrente de anécdotas.
Roz se despidió de ella la tarde del martes siguiente con cierto alivio y un poco de pesar. Como mínimo, Iris le había demostrado que la vida solitaria es emocional, mental y espiritualmente aislante. En definitiva, existían tantas cosas que una sola cabeza no las podía abarcar, y cuando nadie discutía las ideas, aumentaban las obsesiones.
La destrucción de la celda de Olive aquella noche cogió por sorpresa a la prisión. Se avisó a la directora diez minutos después y pasaron otros diez antes de que pudiera organizarse una réplica. Hicieron falta ocho funcionarias para controlarla. La obligaron a echarse al suelo y tuvieron que combinar la fuerza de las ocho para poder con ella, pero tal como comentó más tarde una de ellas: «Fue como intentar detener una ballena».
Había hecho estragos con todo. Incluso la taza del water quedó hecha añicos con el solemne golpe que le asestó con la silla metálica, la cual, torcida y combada, tuvo que tirarse junto a la porcelana destrozada. Las pocas pertenencias que habían servido como decoración en su cómoda estaban también descompuestas en el suelo, y todo lo que había podido coger lo había lanzado con una impresionante furia contra las paredes. En el suelo, un poster de Madonna descuartizado en todas sus extremidades.
Su furia, incluso bajo los efectos del sedante, siguió durante gran parte de la noche en los confines de una celda sin muebles, preparada adrede para calmar los ánimos de las presas más rebeldes.
– ¿Qué le ha picado? -preguntó la directora.
– ¡Quién sabe! -respondió la temblorosa funcionarla-. Yo siempre he opinado que debería estar en Broadmoor. Me da igual lo que digan los psiquiatras, está loca de remate. No sé por qué nos la han traído aquí y esperan que la vigilemos.
Estuvieron escuchando los chillidos amortiguados que procedían de la puerta cerrada.
– ¡PU…TA! ¡PU…TA! ¡PU…TA!
La directora frunció el ceño.
– ¿A quién se refiere?
La funcionaria puso cara de fastidio.
– A alguna de nosotras, sin duda. Ojalá la trasladaran. Me pone los pelos de punta.
– Mañana volverá a estar bien.
– Precisamente por esto me pone los pelos de punta. Nunca sabes con lo que saldrá. -Se arregló el pelo-. ¿Se ha dado cuenta de que sus figuras de barro están intactas a excepción de las que ya había mutilado antes? -sonrió con aire cínico-. ¿Y ha visto la madre con el niño que está moldeando? La madre está asfixiando al pequeño, ¡por el amor de Dios! Es realmente horripilante. Yo diría que pretende representar a la Virgen con el Niño. -Exhaló un suspiro-. ¿Qué le digo? ¿Que no hay desayuno si no se calma?