– Sí, por favor. -Roz le dio su taza y esperó mientras que la frágil anciana levantaba una gran tetera de acero inoxidable. ¿Una reliquia de cuando trabajaba sirviendo el té? El té era espeso y cargado de tanino y Roz tuvo que hacer un esfuerzo para tomárselo. Aceptó otra galleta indigerible.
– ¿Qué es lo que hizo que no tenía que haber hecho?
– Disgustar a su mamá, eso es. Se lió con uno de los chicos de los O'Brien, ¿no?
– ¿Cuál de ellos?
– Ah, de eso no estoy muy segura. Siempre pensé que era el pequeño, el joven Gary, pero solamente les vi juntos una vez y todos se parecen. Podía haber sido cualquiera de ellos.
– ¿Cuántos son?
– Ahora sí que me hace usted una buena pregunta. -Lily hizo una mueca con sus labios arrugados-. Es una familia numerosa. Es imposible llevar un control. Su madre debe ser abuela veinte veces por lo menos y aún no tiene sesenta años. Gitanos, querida. Un montón de manzanas podridas. Entraban y salían de la cárcel tan regularmente que parecían los amos, madre incluida. Ella les enseñó a robar así que empezaron a caminar. Le retiraban los hijos continuamente, como es de suponer, pero nunca por mucho tiempo. Siempre encontraban la manera de volver a casa. Enviaron al joven Gary a un internado, en mi tiempo les llamaban reformatorios, y le fue bastante bien. -Lily deshizo una galleta en el plato-. Hasta que volvió a casa, por cierto. En un abrir y cerrar de ojos su madre le había puesto de nuevo a robar.
Roz se quedó pensativa un instante:
– ¿Le dijo Olive que salía con uno de ellos?
– No exactamente. -La mujer se tocó la frente con los dedos-. Sumé dos más dos y ya está. Estaba muy contenta, perdió algo de peso, se compró algunos vestidos bonitos en la boutique donde trabajaba su hermana y empezó a maquillarse. Incluso logró que se fijaran en ella. Estaba claro que había un hombre detrás de todo aquello. Una vez le pregunté quién era y ella me contestó con una sonrisa. «Se dice el pecado pero no el pecador, Flor, si mi madre se entera le coge algo.» Y entonces, dos o tres días más tarde, tropecé con ella y uno de los O'Brien. Su radiante cara la delató. Seguro que era él, el que le hacía perder el sentido. Pero cuando pasaba giró la cara y no pude descubrir cuál de los O'Brien era.
– ¿Pero qué es lo que le hizo pensar que era un O'Brien? -preguntó Roz.
– Su uniforme -dijo Lily-. Todos llevaban el mismo.
– ¿Estaban en el ejército? -preguntó Roz sorprendida.
– Les llaman chupas.
– Ah, ya entiendo. Quiere decir aquéllos que van en moto.
– Exacto. Los ángeles del infierno.
Roz frunció el ceño perpleja. Le había dicho a Hal, totalmente convencida, que Olive no era una persona rebelde. Pero Los ángeles del infierno, ¡por el amor de Dios! ¿Puede una chica salida de un colegio de monjas ser aún más rebelde?
– ¿Está usted segura de esto, Lily?
– Mira, si no estoy segura de esto, ya no estoy segura de nada. Hace tiempo estaba segura de que el gobierno sabía hacer las cosas mejor que yo. Ahora ya no. Si existe Dios, querida, ha de ser ciego, sordo y mudo, por lo que a mí se refiere. Pero eso sí, estoy segura de que mi pobre Bolita estaba colada por un O'Brien. Sólo tenías que mirarla para ver que estaba loca perdida por el muchacho. -Lily apretó los labios-. Mal asunto. Mal asunto.
Roz tomó un sorbito del amargo té.
– ¿Y usted cree que era el muchacho de los O'Brien el que mató a la madre y la hermana de Olive?
– Tuvo que ser él, ¿no? Como ya te dije, querida, manzanas podridas.
– ¿Ha dicho algo de todo esto a la policía? -Le preguntó Roz con curiosidad.
– Lo podía haber hecho si me lo hubieran preguntado, pero no vi la necesidad de darles esta información. Si Bolita no les quiso implicar, era asunto suyo. Y, a decir verdad, tampoco tenía excesivas ganas de enfrentarme a ellos. Son un clan, eso es lo que son, y mi pobre Frank se había muerto pocos meses antes. No habría tenido muchas posibilidades si se me hubiesen presentado, ¿no?
– ¿Dónde viven?
– En Barrow Estate, detrás de High Street. Las autoridades los quieren juntos, localizables como aquél que dice. Es un sitio horrible. No hay ni una familia honrada allí, y tampoco son todos O'Brien. Una ladronera, eso es lo que es.
Roz, pensativa, tomó otro sorbito de su taza.
– ¿Me dejaría usar esta información, Lily? Dése cuenta de que si hay algo en todo esto podría ayudar a Olive.
– Claro que me doy cuenta, querida. ¿Por qué te lo habría de contar, si no?
– Intervendría la policía. Querrían hablar con usted.
– Ya lo sé.
– Y en este caso su nombre saldría a relucir y los O'Brien muy bien podrían venir a por usted.
Los viejos ojos la miraban con ternura.
– Eres poquita cosa, querida, pero por lo que veo has sobrevivido a una paliza. Supongo que yo también puedo. De todas maneras -continuó con firmeza-, he pasado seis años sintiéndome mal por no haber hablado, y me puse tan contenta cuando me llamó el joven Mick y me dijo que venías, que no te lo puedes imaginar. Tú sigue adelante, querida, y no te preocupes por mí. De todas maneras, estoy más a salvo aquí que en mi vieja casa. Le podían haber prendido fuego a todo y yo me habría muerto mucho antes de que a alguien se le hubiera ocurrido pedir ayuda.
Si Roz esperaba encontrar en el Barrow Estate a un grupo de ángeles del infierno haciendo locuras, se llevó una gran decepción.
A la hora del almuerzo de un viernes era un lugar de lo más corriente, donde solamente se oía ladrar a algún perro y se veían mujeres, solas o de dos en dos, con bebés en cochecitos repletos de productos de la compra para el fin de semana. El aspecto del barrio, como muchos otros, era desnudo y dejado, un signo evidente de que lo que ofrecía no era lo que sus habitantes querían. Si existía alguna forma de individualismo en estas aburridas y uniformes paredes, debía ser dentro, fuera de la vista. Pero Roz dudó si existía. Tenía la sensación de que los espacios vacíos marcaban un tiempo, donde las personas esperaban a alguien para ofrecerles algo mejor. Como ella, pensó. Como su piso.
Cuando Roz ya se marchaba, pasó por delante de una gran escuela; en la entrada, al lado de las puertas, había un cartel, castigado por los años. Instituto Parkway. Había chicos por todas partes en el alquitranado, el fuerte sonido de sus voces se entremezclaba con el aire caliente. Roz aminoró la marcha para observarlos durante unos instantes. Grupos de chicos jugaban a los mismos juegos que en cualquier otra escuela, pero al mismo tiempo podía ver por qué Gwen había arrugado la nariz pensando en Parkway, y por qué había enviado a sus hijas a un colegio de monjas. La proximidad de la escuela al barrio de Barrow inquietaría incluso a los padres más liberales y Gwen no era exactamente liberal. Pero tenía su ironía, si lo que Lily y el señor Hayes habían dicho era cierto, que las dos hijas de Gwen hubieran sucumbido a los atractivos de este otro mundo. ¿Fue eso a pesar de, o por culpa de, la madre?, se preguntó Roz.
Pensó que necesitaría un policía manipulable para que le proporcionase un informe confidencial sobre los O'Brien y su paseo le llevó inevitablemente hasta el Poacher. Aunque las puertas del restaurante estaban abiertas, por ser la hora del almuerzo, las mesas estaban vacías, como siempre. Roz escogió una mesa bien apartada de la ventana y se sentó, las gafas de sol bien ajustadas.
– No te harán falta -dijo Hawksley con voz divertida, desde la puerta de la cocina-. No voy a encender las luces.