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Sin mediar una palabra más, se despidieron del señor Richards con falsas promesas de telefonearle al día siguiente y se dirigieron a Wareham siguiendo la estrecha carretera de la costa. Hal, consciente de los oscuros nubarrones y de que el asfalto mojado le obligaría a reducir la velocidad, se concentró en el volante. Roz, abrumada por una hostilidad que había surgido, como las tormentas tropicales, de la nada, se quedó ensimismada en un doloroso silencio. Él era consciente de que la crueldad había sido gratuita, pero se aferraba a la certeza de que el viaje había sido planificado para apartarle del Poacher. Aquella mujer era perfecta. Lo tenía todo: atractivo, sentido del humor, inteligencia e incluso aquel punto de inseguridad que atraía a su estúpida caballerosidad. Él la había telefoneado. ¡El estúpido de Hawksley! De todas formas, ella habría vuelto. Alguien tenía que ofrecerle el asqueroso dinero. ¡Mierda! Aporreó el volante.

– ¿Por qué me pediste que te acompañara? -le preguntó, rompiendo el silencio.

– Eres una persona libre -puntualizó Roz con aire cáustico-. Nadie te ha obligado.

Cuando llegaron a Wareham empezaba a llover. Unas gotas como puños entraban por las ventanas abiertas del coche.

– ¡Qué bien! -exclamó Roz, sujetándose bien el cuello de la chaqueta-. Un final perfecto para un día perfecto. Llegaré empapada. Tenía que haber ido en mi coche. Tal vez no hubiera sido tan animado.

– ¿Por qué no lo hiciste, pues, en lugar de llevarme a una misión imposible?

– Lo creas o no -dijo ella con gran frialdad-, intentaba hacerte un favor. Me ha parecido que te sentaría bien salir unas horas de allí. Pero estaba equivocada. Estás más susceptible fuera que dentro. -Hal cogió una curva demasiado deprisa que hizo que ella chocara contra la puerta y que su chaqueta de cuero se enganchara en el retorcido cromo del listón de la ventanilla-. ¡Por el amor de Dios! -gritó ella enfadada-. Esta chaqueta me ha costado una fortuna.

Aparcó junto a la acera con un chirrido de los neumáticos.

– Vamos a ver -dijo él- qué se puede hacer para protegerla.

Estiró el brazo para sacar un mapa de carreteras que tenía en la guantera.

– ¿Y qué piensas hacer con esto?

– Saber dónde está la estación más próxima. -Fue pasando las páginas-. En Wareham hay una, de la línea de Southampton. Allí puedes coger un taxi hasta tu coche. -Buscó en su cartera-. Con esto tendrás suficiente. -Dejó caer un billete de veinte libras en su regazo y puso el coche de nuevo en marcha-. Está en el siguiente cruce a la derecha.

– Eres un encanto, Hawksley. ¿Tu madre no te enseñó a ser educado junto con las sentencias sobre las mujeres y la vida?

– No fuerces la suerte -gruñó él-. Ahora mismo no estoy para bromas y cualquier cosa me puede sacar de quicio. He pasado cinco años casado durante los cuales se me criticó cada maldita iniciativa que tomaba. No estoy dispuesto a repetir la experiencia. -Fue hasta la estación-. Vete a casa -le dijo, secándose con la mano la cara, que tenía empapada-. Y con ello te hago un favor.

Roz dejó el billete de veinte libras en la guantera y cogió el bolso.

– Sí -afirmó ella, tajante-. Probablemente tengas razón. Si tu esposa aguantó cinco años tenía que ser una santa. -Abrió la puerta, que seguía chirriando, y una vez fuera, le dijo a través de la ventanilla-: ¡Que te jodan, sargento! Puede que sea lo único que te proporcione cierto placer. Seamos claros, jamás encontrarás a nadie que te convenza.

– Mensaje recibido, señorita Leigh.

Se despidió con un gesto breve y cortés y luego dio una vuelta completa al volante. Mientras se alejaba, el billete de veinte libras voló como una amarga recriminación por la ventana y cayó con la lluvia en el desagüe.

Hal estaba helado y empapado cuando llegó a Dawlington, y su estado de ánimo no mejoró al ver que el coche de ella seguía aparcado al final del callejón donde lo había dejado antes. Miró hacia delante, por entre los edificios, y vio que la puerta trasera del Poacher estaba abierta de par en par, la madera astillada por donde se había utilizado una palanca para hacerla saltar. ¡Dios mío! ¡Ella se la había jugado! Vivió un momento de total desolación -no estaba tan inmunizado, como creía- antes de ver la necesidad de actuar.

Estaba demasiado rabioso para utilizar el sentido común, demasiado rabioso incluso para tomar las precauciones más elementales. Echó a correr como un lince, acabó de abrir totalmente la puerta y entró agitando los puños, golpeando, dando patadas, atacando, sin tener en cuenta los golpes que recibían sus brazos y hombros, concentrado en hacer el máximo daño a los cabrones que le estaban destrozando.

Roz, que llegó treinta minutos más tarde, con el billete: de veinte libras en una mano y una mordaz carta de denuncia en la Otra, observó el panorama sin acabárselo de creer. La cocina parecía una calle de Beirut después de la batalla. Desierta y destrozada. La mesa, levantada de un lado, se medio apoyaba en el horno con dos patas rotas. Las sillas, troceadas, estaban, junto a los trozos de vajilla y cristalería, por el suelo. El frigorífico, inclinado hacia delante y algo apoyado en su puerta abierta, había vertido en el mosaico del suelo riachuelos de leche y material congelado. Roz se llevó un dedo tembloroso a los labios. Por todas partes se veían manchas de sangre roja y brillante que teñían de rosa la leche que se iba extendiendo.

Echó una mirada frenética hacia el callejón pero no vio a nadie. ¿Qué hacer?

– ¡Hal! -gritó, si bien su voz era poco más que un susurro-. ¡Hal! -Esta vez ascendió fuera de todo control y, en el silencio que siguió, creyó oír un ruido procedente del otro lado de la puerta batiente que daba al restaurante. Se metió la carta y el dinero en el bolsillo y pasó la puerta cogiendo una de las patas de la mesa-. He llamado a la policía -gritó, muerta de miedo-. Ahora llegan.

Se abrió la puerta y apareció Hal con una botella de vino. Con un gesto señaló hacia la pata de la mesa:

– ¿Qué piensas hacer con esto?

Ella dejó caer el brazo.

– ¿Te has vuelto loco? ¿Tú has hecho todo esto?

– ¿A ti qué te parece?

– Olive lo hizo. -Miró a su alrededor-. Esto es exactamente lo que hizo Olive. Perder el control y destrozar su habitación. Le retiraron todas las prerrogativas.

– Hablas por hablar. -Hal encontró un par de copas en un armario que había quedado intacto y las llenó con el vino de la botella-. Toma. -Aquellos ojos oscuros la miraban atentamente-. ¿Has llamado a la policía?

– No. -Los dientes de Roz castañetearon en contacto con la copa-. He pensado que si me dirigía a un ladrón huiría. Te sangra la mano.

– Ya lo sé. -Cogió la pata de la mesa que llevaba Roz, la colocó encima del horno y luego cogió la única silla intacta que quedaba tras la puerta trasera y se la ofreció-. ¿Qué hubieras hecho si el ladrón se hubiera escapado por aquí?

– Pegarle, supongo. -El miedo empezaba a calmarse-. ¿Esto es lo que creías que te había montado?

– Sí.

– ¡Dios mío! -No sabía qué añadir. Le observó cuando, después de encontrar una escoba, se dispuso a recogerlo todo en una esquina-. ¿No tendrías que dejarlo?

– ¿Por qué?

– La policía.

Él la miró lleno de curiosidad.

– Has dicho que no les habías llamado.

Roz digirió el comentario en silencio durante unos segundos y luego colocó su copa en el suelo junto a sus pies.

– Todo esto es algo fuerte para mí. -Cogió el billete de veinte libras del bolsillo pero dejó la carta donde estaba-. Sólo he venido a devolverte esto. -Se lo ofreció mientras se levantaba-. Lo siento -dijo con una sonrisa de disculpa.

– ¿Qué es lo que sientes?

– Hacerte enfadar. Últimamente parece que tengo la virtud de hacer enfadar a la gente.

Se acercó hacia ella para coger el billete, pero se detuvo de pronto al ver su expresión alarmada.