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– ¿Y?

– La señora Clarke mintió acerca de haber visto a tu madre y a tu hermana la mañana de los asesinatos.

– ¿Cómo lo sabes?

– Me lo dijo.

Olive aguantó el cigarrillo firmemente con los labios y llenó sus pulmones de humo.

– La señora Clarke está senil desde hace años -dijo terminantemente-. Estaba obsesionada con los microbios, iba de un lado a otro todas las mañanas fregando los muebles con Doanestos y pasando la aspiradora como una loca. Las personas que no la conocían pensaban que era la sirvienta. Siempre me llamaba Mary, cuando era su madre que se llamaba así. Me imagino que ahora estará completamente chiflada.

Roz sacudió la cabeza con frustración.

– Lo está, pero juraría que estaba lúcida cuando admitió que había mentido. Está aterrorizada por su marido, no obstante.

Olive se mostró sorprendida.

– Nunca había tenido miedo de él, antes. Al contrario, él parecía tenerle miedo a ella. ¿Qué dijo él cuando ella te explicó que había mentido?

– Estaba furioso. Me echó de la casa. -Roz hizo una mueca-. Empezamos mal. Pensaba que era de la Seguridad Social y les venía a inspeccionar.

Un suspiro de diversión salió de la garganta de Olive.

– El pobre señor Clarke.

– Dijiste que a tu padre le gustaba él, ¿y a ti?

Olive se encogió de hombros con un gesto de indiferencia.

– No le conocía lo suficientemente bien como para que me gustase o me dejara de gustar. Supongo que sentí pena por él debido a su mujer. Se tuvo que jubilar antes para poder cuidarla.

Roz, meditando sobre aquello, le preguntó:

– ¿Aún trabajaba cuando los asesinatos?

– Hacía de contable en su casa. Se ocupaba de las declaraciones de la renta de otras personas. -Olive tiró despreocupadamente la ceniza al suelo-. La señora Clarke incendió la sala de estar una vez. Desde entonces el señor Clarke tenía mucho miedo a dejarla sola. La vieja era muy exigente, pero mi madre decía que más que nada era una manera de tenerlo cosido a sus faldas.

– ¿Crees que eso era verdad?

– Supongo. -Olive dejó el cigarrillo vertical, como era su costumbre y cogió otro-. Generalmente mi madre no sé equivocaba.

– ¿Tuvieron hijos?

Olive negó con la cabeza.

– No creo. No vi nunca a ninguno. -Olive frunció los labios-. Él era el hijo. Era divertido verle a veces yendo a toda prisa, haciendo lo que ella le mandaba, pidiendo perdón cuando no lo hacía bien. Amber le llamaba Fuddleglum [1], porque era siempre apagado y lastimoso. -Olive sonrió-. No me había acordado más de esto hasta este mismo momento. Se ajustaba exactamente a como era entonces. ¿Es aún así?

Roz se acordó de cuando el señor Clarke la asió con dureza por el brazo.

– Él no me pareció particularmente apocado -dijo-. Desgraciado, sí.

Olive la escudriñó con su penetrante y curiosa mirada.

– ¿Por qué has vuelto? -le preguntó a Roz serenamente-. No tenías esa intención el lunes.

– ¿Qué te hace decir esto?

– Lo vi en tu cara. Pensabas que era culpable.

– Sí.

Olive asintió con la cabeza.

– Me preocupó. No me había dado cuenta de lo diferente que es tener a alguien que crea que no lo hice. Los políticos lo llaman el factor tranquilidad. -Roz observó humedad en las pálidas pestañas de la muchacha-. Te acostumbras a que te vean como un monstruo. A veces hasta me lo creo yo misma. -Olive se puso una de sus grandotas manos entre sus inmensos pechos-. Creí que el corazón me iba a estallar cuando te fuiste. Qué tonta, ¿no? -Las lágrimas llenaron sus ojos-. No recuerdo haber estado tan perturbada nunca por nada.

Roz esperó un momento pero Olive no continuó.

– La hermana Bridget dio algo de sentido a mis pensamientos -dijo Roz.

Una luz como la creciente llama de una vela iluminó la gruesa cara de la mujer.

– ¿La hermana Bridget? -repitió Olive con estupefacción-. ¿Ella cree que no lo hice? Nunca me lo imaginé. Pensaba que venía solamente por deber cristiano.

«Demonios -pensó Roz-, ¿qué importa una mentira?»

– Claro que cree que no lo hiciste. ¿Por qué crees que ella continúa presionándome tanto?

Roz pudo observar cómo la satisfacción aportaba una especie de belleza a la terrible fealdad de Olive mientras pensaba que había quemado todos sus cartuchos. «No podré preguntarle nunca más si es culpable o si me está diciendo la verdad, porque si lo hiciera, su pobre corazón explotaría.»

– No lo hice -dijo Olive, leyendo su expresión.

Roz se inclinó hacia delante.

– Entonces ¿quién fue?

– No lo sé. Entonces pensé que lo había hecho yo. -Olive puso el segundo cigarrillo al lado del primero y miró cómo se acababa-. En aquel tiempo todo cuadraba -murmuró, tanteando en su pasado.

– ¿Quién crees que fue? -le preguntó Roz después de un rato-. ¿Alguien a quien querías?

Pero Olive negó con la cabeza.

– No podría soportar que se rieran de mí. Por muchos motivos es más sencillo que te tengan miedo. Por lo menos significa que la gente te respeta. -Olive miró a Roz-. Soy realmente bastante feliz aquí. ¿Puedes entender esto?

– Sí -dijo Roz lentamente, recordando lo que le había dicho la directora-. Aunque parezca mentira, puedo entenderlo.

– Si no me hubieras conocido, podría haber sobrevivido. Estoy institucionalizada. Existencia sin esfuerzo. Realmente no sé si me las arreglaría afuera. -Olive se alisó con las manos los grandiosos muslos-. La gente se reiría, Roz.

Era una pregunta más que una afirmación y Roz no tenía respuesta, o al menos no la tranquilizante respuesta que quería oír Olive. La gente se reiría, pensó. Había algo intrínsecamente absurdo en aquella grotesca mujer con una capacidad tan profunda de amar que podía cargar con un asesinato para proteger a su amante.

– No me voy a rendir ahora -dijo Roz firmemente-. Una gallina ponedora de granja nace para existir. Tú naciste para vivir. -Roz levantó su bolígrafo hacia Olive-. Y si no sabes la diferencia entre existir y vivir, lee entonces la Declaración de Independencia. Vivir significa libertad y la búsqueda de la felicidad. Tú te niegas a ambas cosas permaneciendo aquí.

– ¿Dónde iría? ¿Qué podría hacer? -Olive retorció las manos-. Nunca en mi vida he vivido por mí misma. No podría soportarlo, sobre todo ahora que todo el mundo lo sabe.

– ¿Sabe qué?

Olive sacudió la cabeza.

– ¿Por qué no me lo puedes decir?

– Porque -dijo Olive con fuerza- no me creerías. Nadie me cree cuando digo la verdad. -Olive golpeó el vidrio para llamar la atención de un funcionario de la prisión-. Tienes que descubrirlo tú misma. Es la única manera que tienes para saberlo realmente.

– ¿Y si no puedo?

– Me quedo igual que estaba antes. Puedo vivir conmigo misma, y eso es lo que realmente importa.

«Sí -pensó Roz-, al fin y al cabo, probablemente sí.»

– Sólo dime una cosa, Olive. ¿Me has mentido?

– Sí.

– ¿Por qué?

La puerta se abrió y Olive se incorporó pesadamente con el empujón de costumbre hacia atrás.

– A veces es más seguro.

El teléfono estaba sonando cuando Roz abrió la puerta del piso.

– Hola -dijo, echándose el teléfono debajo de la mejilla y sacándose la chaqueta-. Rosalind Leigh. -«Ojalá no sea Rupert.»

– Hola, soy Hal. Te he estado llamando todo el día. ¿Dónde demonios te habías metido? -Sonaba como si Hal estuviera preocupado.

– Persiguiendo pistas. -Roz apoyó la espalda en la pared para sostenerse-. Bueno, ¿y a ti qué te importa?

– No estoy loco, Roz.

– Pues ayer actuaste como tal.

– ¿Simplemente porque no llamé a la policía?

– Entre otras cosas. Es lo que una persona normal hace cuando le han destrozado la propiedad. A menos que lo haya hecho uno mismo, claro.

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[1] Personaje de las narraciones Infantiles de C. S. Lewis (1898-1963)