– Mejor que mejor. Venderemos el libro en el vestíbulo del hotel. Ya sabía que algún día nuestra suerte tendría que cambiar. -La mujer miró a Roz agradecida-. Dígale a Olive que puede quedarse aquí tanto tiempo como quiera con todos los gastos pagados, así que salga de la prisión. Siempre nos hemos cuidado de nuestros clientes asiduos. Ahora, querida, ¿necesita alguna cosa más?
– ¿Tiene una fotocopiadora?
– Sí. Tenemos de todo aquí, ¿sabe?
– ¿Me podría hacer una copia de esta inscripción en el registro? Y quizá podría darme también una descripción del señor Lewis, si se acuerda.
La mujer apretó los labios.
– No era nada especial. Cincuenta y pocos. Rubio, siempre llevaba un traje oscuro, fumador. ¿Le sirve de algo?
– Quizá. ¿Se le veía el pelo natural? ¿Se acuerda?
La otra mujer soltó una risita.
– Ah, sí, lo había olvidado. Nunca lo imaginé hasta que un día les llevé el té y le sorprendí arreglándose la peluca delante del espejo. Cómo me reí después, se lo aseguro. Pero era una señora peluca. No lo hubiese imaginado a simple vista. Le conoce, ¿así?
Roz movió la cabeza.
– ¿Le reconocería en una foto?
– Lo intentaré. Normalmente recuerdo una cara cuando la veo.
– Escultora, tienes visita. -La funcionada estaba en la celda antes de que Olive tuviera tiempo para esconder lo que estaba haciendo-. Venga, vamos. Muévete.
Olive recogió las figuras de cera con una mano y las aplastó en la palma.
– ¿Quién es?
– La monja. -La funcionarla miró el puño cerrado de Olive-. ¿Qué tienes ahí?
– Arcilla.
Olive abrió la mano. Las figuras de cera, pintadas cuidadosamente y vestidas con coloreados trozos de papel, se habían convertido en una masa multicolor, tan imposible de ser reconocidas como la vela de altar de la que provenían.
– Vale, déjalo allí. La monja ha venido a hablar contigo, no para ver cómo juegas con arcilla.
Hal estaba durmiendo en la mesa de la cocina con el cuerpo rígido, los brazos descansando sobre la mesa y dando cabezadas sobre el pecho. Roz le observó durante unos instantes a través de la ventana, después golpeteó en el cristal. Los ojos de Hal, enrojecidos por el agotamiento, se abrieron para mirarla y Roz se sorprendió del gran alivio que Hal sintió cuando vio quién era.
Hal la hizo pasar.
– Tenía la esperanza de que no volverías -dijo con la cara vencida por el cansancio.
– ¿De qué tienes tanto miedo? -preguntó Roz.
Hal la miró con un cierto aire de desespero.
– Ve a casa -dijo-, esto no es de tu incumbencia. -Hal fue al fregadero y abrió el grifo del agua fría, metió la cabeza bajo el chorro dando gritos entrecortados mientras la helada agua le mojaba la nuca.
Proveniente del piso de arriba, se oyó de repente un violento martilleo.
Roz dio un salto en el aire.
– Oh, Dios mío. ¿Qué ha sido eso?
Hal la sujetó fuerte por el brazo, empujándola hacia la puerta.
– Vete a casa -ordenó-. ¡Ahora mismo! No quiero tener que forzarte.
Pero Roz no se movió.
– ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué ha sido ese ruido?
– Hazme un favor -dijo Hal hoscamente-. Si no te vas ahora mismo, te arrepentirás. -Pero en total contradicción con sus palabras, de repente puso las manos en ambos lados de la cara de Roz y la besó-. ¡Oh Dios! -gimió, apartándole el cabello de delante de los ojos-. No te quiero involucrar, Roz. No te quiero involucrar.
Roz estaba a punto de decir algo, cuando por encima del hombro de Hal vio cómo se abría la puerta del restaurante.
– Demasiado tarde -dijo Roz-, tenemos compañía.
Hal, absolutamente desprevenido, enseñó los dientes con una sonrisa canina.
– Te estaba esperando -dijo Hal arrastrando las palabras. Como si fuera su amo, puso a Roz detrás de él dispuesto a defender lo que era suyo.
Eran cuatro, altos e irreconocibles, con pasamontañas. No dijeron nada, blandían indiscriminadamente bates de béisbol, con Hal como objetivo. Ocurrió tan rápidamente que Roz se convirtió en espectadora de aquel horripilante deporte antes de darse cuenta. Ella, por lo visto, era demasiado insignificante para preocuparles.
El primer impulso de enfado de Roz fue intentar alcanzar a un brazo que golpeaba, pero la paliza que le había propinado Rupert dos semanas antes la convenció de que era mejor usar su cerebro. Con manos temblorosas abrió su bolso, sacó una aguja de sombrero de unos ocho centímetros que se había acostumbrado a llevar encima y la clavó en la nalga del hombre más próximo. Penetró hasta el extremo de jade y un suave gemido salió de la boca del hombre cuando se quedó completamente paralizado por el susto; el bate de béisbol se le escurrió de las manos desprovistas de fuerza. Nadie se dio cuenta, excepto Roz.
Con una exclamación triunfal, Roz lanzó hacia arriba el bate y lo levantó en parábola para golpearle los testículos. El hombre se sentó en el suelo y empezó a gritar.
– Ya tengo uno -dijo Roz jadeando-. Ya tengo un bate.
– Entonces úsalo, por el amor de Dios -gritó Hal bajo una lluvia de golpes.
«Dios mío. Piernas», pensó Roz. Se arrodilló sobre una pierna, golpeó el primer par de pantalones y cantó el triunfo cuando dio en el blanco. Volvió a golpear cuando una mano que le sujetaba el cabello le tiró de la cabeza y empezaba a arrancárselo de raíz. Susto y dolor inundaron sus ojos con punzantes lágrimas.
Hal, en el suelo, apoyado con las manos y las rodillas, la cabeza protegida por los hombros, sólo notó vagamente que la velocidad de los golpes contra su espalda había disminuido. Su cerebro estaba concentrado en el agudo grito que pensaba que provenía de Roz. La furia de Hal fue tan colosal y descargó tal cantidad de adrenalina, que explotó con tanta potencia que se lanzó sobre el primer hombre que vio, empujándolo de espaldas contra los llameantes fogones donde hervía un cazo de caldo de pescado. Olvidándose del golpe que con la fuerza de una locomotora recibió entre los omóplatos, dobló a su víctima en arco sobre los fogones, cogió el cazo y arrojó el líquido hirviendo sobre la cabeza enmascarada.
Con gran velocidad, se dio la vuelta para encontrarse cara a cara con el cuarto y rechazó con el antebrazo el golpe que éste le iba a asestar, golpeando casi simultáneamente la mandíbula de su adversario con la parte inferior del cazo. Los ojos que apenas tapaba el pasamontañas reflejaron un brevísimo destello de sorpresa antes de quedar irremisiblemente en blanco. El hombre perdió la conciencia antes de llegar al suelo.
Agotado, Hal buscó a Roz. Le costó un poco encontrarla, pues le desorientaban los chillidos que parecían proceder de todos los rincones de la cocina. Sacudió la cabeza para disipar la neblina que la rodeaba y centró su mirada en la puerta. Entonces la vio: tenía la cabeza atrapada en el brazo que se la rodeaba, perteneciente al único hombre que no había sido alcanzado. Roz tenía los ojos cerrados y la cabeza colgando de manera espectacular hacia un lado.
– Un paso más -advirtió a Hal aquel hombre que jadeaba terriblemente- y le rompo el cuello.
Un odio, tan primitivo que fue incapaz de controlar, surgió como la ardiente lava del cerebro de Hal. Sus actos eran instintivos. Bajó la cabeza y asestó el golpe.
Capítulo 15
Roz despertó como si flotara en un universo crepuscular entre el olvido y la conciencia. Sabía que estaba en aquella habitación pero al mismo tiempo se sentía lejos de allí, como si estuviera contemplando lo que sucedía a través de un grueso cristal. El sonido se oía amortiguado. Tenía el vago recuerdo de unos dedos que apretaban su garganta. ¿Y luego? No estaba segura de ello. Tenía la impresión de que había sido muy tranquilo.
Por encima de ella apareció el rostro de Hal.
– Roz ¿te encuentras bien? -preguntó él desde una gran distancia.