La hermana Bridget, por su lado, decidió que aquello era el resultado de una conmoción retardada, el proceso natural y curativo de la mente en un cuerpo traumatizado.
– Me alegra que hayas venido. Cuéntame qué has avanzado en el tema de Olive. Hoy la he visto pero estaba poco comunicativa.
Agradecida de que le ofrecieran algo para quitarse momentáneamente el Poacher de la cabeza, Roz se explicó:
– Tenía un amante. He descubierto el hotel donde se veían. -Miró hacia la copa de brandy-. Era el Belvedere de la calle Farraday. Lo utilizaron los domingos durante el verano del ochenta y siete. -Tomó un sorbo de la copa y la colocó precipitadamente en la mesilla que tenía al lado para apoyarse en el respaldo del sillón y presionar con dedos temblorosos sus sienes-. Lo siento muchísimo -dijo-, pero me encuentro bastante mal. Tengo un dolor de cabeza de padre y señor mío.
– Me lo imagino -dijo la hermana Bridget con más acritud de lo que pretendía.
Roz se frotó las sienes doloridas.
– Un energúmeno intentó arrancarme el pelo -murmuró-. Creo que el dolor procede de aquí. -Tanteó con la mano la parte posterior de la cabeza e hizo una mueca de dolor-. Llevo codeína en el bolso. ¿Puedes buscármela, por favor? Creo que la cabeza me va a explotar. -Soltó una risita histérica-. Seguro que Olive está clavando de nuevo alfileres en mi cuerpo.
La hermana Bridget, impaciente, con su preocupación maternal, le preparó tres comprimidos en un vaso de agua.
– Lo siento, chica -dijo con seriedad-, pero estoy muy asombrada. Me cuesta perdonar a un hombre que trata a una mujer como si fuera un objeto y, aunque suene duro, tal vez me cueste más perdonar a la mujer. Es mejor vivir sin un hombre que hacerlo con uno cuyo único interés es la degradación.
Roz entrecerró los ojos, incapaz de soportar el destello de luz procedente de la ventana. ¡Qué indignada parecía aquella mujer, jadeando como una paloma! La histeria empujaba de nuevo su diafragma.
– De pronto te has puesto muy dura. No creo que Olive lo viera como una degradación. Yo diría más bien al contrario.
– No estoy hablando de Olive, amiga mía, estoy hablando de ti. Del energúmeno al que te has referido. Seguro que no vale la pena. ¿Acaso no lo ves tú misma?
Roz se agitó con una risa incontrolable.
– Lo siento muchísimo -dijo por fin-. Debes pensar que soy muy maleducada. El problema es que he estado unos meses metida en un lío emocional de mil demonios. -Le miró a los ojos y se llevó el pañuelo a la nariz-. La culpa la tiene Olive. La verdad es que ha sido un don del cielo. Ella es quien me ha hecho sentir de nuevo útil.
Notó el discreto desconcierto en el rostro de la mujer y exhaló un suspiro. En realidad, pensaba, era mucho más fácil contar mentiras. Eran unidimensionales y sin complicaciones. «Estoy bien… Todo va bien… Me gustan las salas de espera… Rupert me ha apoyado mucho con lo de Alice… Nos separamos de forma amistosa…» La dificultad estribaba en la embrollada trama de la verdad que se entretejía y enraizaba en el frágil material del carácter. Ni siquiera tenía claro en aquel momento lo que era verdad y lo que no. ¿Tanto había odiado a Rupert? No era capaz de imaginarse de dónde había sacado tanta energía. Tan sólo recordaba lo sofocantes que habían sido los últimos doce meses.
– Estoy locamente enamorada -dijo Roz, sin reflexionar, como si aquello lo explicara todo-, lo que no sé es si lo que siento es real o estoy soñando despierta. -Movió la cabeza-. Me imagino que no se sabe nunca.
– ¡Ay, Roz -exclamó la hermana Bridget-, mucho cuidado! El enamoramiento es un mal sucedáneo del amor. Suele marchitarse con la misma facilidad con la que florece. El amor, el auténtico amor, necesita tiempo para desarrollarse, ¿y cómo pretendes que ocurra esto en un ambiente de brutalidad?
– Él no tiene ninguna culpa de nada. Yo podía haberme largado de allí, pero me alegro de no haberlo hecho. Estoy convencida de que sin mí, le habrían matado.
La hermana Bridget suspiró:
– Esto parece un juego de despropósitos. ¿De modo que el energúmeno no es el hombre de quien te has enamorado?
Con los ojos inundados de lágrimas, Roz pensaba si había algo de cierto en la expresión «morirse de risa».
– Eres muy valiente -dijo la hermana Bridget-. Había entendido que el hombre acudía a ti con malas intenciones.
– Quizá sea así. Nunca se me ha dado muy bien esto de juzgar a la gente.
La hermana Bridget rió para sus adentros.
– A mí me parece emocionante -dijo con cierto deje de envidia mientras sacaba el vestido de Roz de la secadora y lo ponía en la tabla de planchar-. El único hombre que demostró interés por mí fue un empleado de banco que vivía a tres puertas de la casa de mis padres. Estaba como un fideo, el pobre, y tenía una nuez que se movía en su cuello como una gran cucaracha de color rosado. Yo no le soportaba. La Iglesia me pareció mucho más atractiva. -Se mojó un poco el dedo y salpicó unas gotas bajo la plancha.
Roz, envuelta en un antiguo camisón de franela, sonreía.
– ¿Y te lo sigue pareciendo?
– No siempre. Pero no sería humana si no lamentara nada.
– ¿Te has enamorado alguna vez?
– ¡Cielos! Desde luego. Más a menudo que tú, supongo. De una forma totalmente platónica, claro. En mi trabajo he conocido a algunos padres muy atractivos.
Roz soltó una pequeña carcajada.
– ¿Qué tipo de padres? ¿De los que van con sotana o con pantalones?
Los ojos de la hermana Bridget se movían con aire malicioso.
– Todo lo que puedo decirte, siempre que me prometas no repetirlo, es que me dan un poco de grima las sotanas y, teniendo en cuenta que en la actualidad el divorcio está a la orden del día, paso más tiempo hablando con solteros de lo que, francamente, se esperaría de una monja.
– Si finalmente las cosas me salen bien -dijo Roz con tono melancólico- y tengo otra niña, estará matriculada en tu escuela antes de que te hagas a la idea.
– Ojalá sea así.
– No. No creo en milagros. En otra época, sí.
– Rezaré por ti -dijo la hermana Bridget-. Ya sería hora de que tuviera algo a qué dedicarme. Recé por Olive y fíjate lo que me ha mandado Dios.
– Conseguirás hacerme llorar…
Por la mañana, un sol brillante, a través de una rendija entre las cortinas de la habitación de los invitados de la hermana Bridget, inundaba su rostro. Era tan resplandeciente que le molestaba a los ojos, por ello se acurrucó bajo el edredón de plumas y se dedicó a escuchar. El murmullo de gorjeos articulados por las diminutas gargantas cubiertas de plumas de los habitantes del jardín se iba convirtiendo en un espléndido coro, y en algún rincón una radio murmuraba las noticias, con el volumen demasiado bajo para que Roz pudiera enterarse de ellas. El aroma del tocino a la plancha ascendía tentador desde la cocina de abajo, invitándola a levantarse. Se estremeció con una vitalidad que no acababa de situar, mientras se preguntaba qué la había sumido tanto tiempo en la insondable niebla de la depresión. En aquel momento pensaba que la vida era fabulosa y su ansia de vivir era demasiado insistente como para ignorarla.
Se despidió de la hermana Bridget, dio la vuelta al coche en dirección al Poacher y puso en marcha el estéreo con una pieza de Pavarotti. Eligió deliberadamente un espectro. La potente voz surgió de los altavoces y Roz la escuchó sin pesar.
En el restaurante no había nadie; llamó y no obtuvo respuesta ni en la puerta delantera ni en la trasera. Cogió el coche para ir hasta la cabina que había utilizado la noche anterior, marcó un número y esperó un rato por si Hal estaba durmiendo. Al comprobar que no había respuesta, colgó y volvió al coche. No estaba preocupada -en realidad, Hal era capaz de cuidarse a sí mismo mucho mejor que los demás hombres que conocía- y ella tenía cosas urgentes que hacer. Cogió una cámara automática con un potente zoom de la guantera -una herencia del divorcio- y comprobó si había película en su interior. Luego, accionando la llave del contacto, se introdujo entre el tráfico.