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El hombre movió la cabeza completamente desconcertado.

– ¿Así que todo el mundo miente? Esto es ridículo. ¿Por qué tendría que mentir la vecina?

Roz suspiró.

– Ya sé que es difícil de digerir. Yo he tenido mucho tiempo para reflexionarlo, por eso me resulta más sencillo. Robert Martin era un homosexual encubierto. He estado en el pub gay al que iba a ligar. Allí le conocían con el nombre de Mark Agnew. El dueño reconoció enseguida la foto. La noche de los asesinatos estuvo con un amante y de allí se fue directo al trabajo, no se enteró de lo que había pasado en la cocina de su casa hasta que se lo contó la policía. -Roz levantó una ceja con expresión cínica-. Y nunca tuvo que revelar dónde estuvo en realidad porque Olive, que dio por supuesto que había permanecido en casa, afirmó en su declaración que no atacó a su madre hasta que su padre hubo salido.

– Un momento, un momento -dijo el señor Deedes gritando, como si estuviera dirigiendo una arenga a un testigo problemático-, no puede afirmar una cosa y todo lo contrario. Hace un momento sugería que el amante de Olive salió precipitadamente a media noche para cargarse a Gwen. -Se pasó la mano por el pelo mientras ordenaba las ideas-. Pero, puesto que el cuerpo de Robert no estaba en el suelo de la cocina cuando volvió Olive, ella tenía que saber que su padre no estaba en casa. ¿Por qué dijo en su declaración que sí?

– Porque tenía que haber estado allí. Oiga, no tiene importancia alguna a qué hora la dejó su amante, da igual que fuera a medianoche o de madrugada, pues, por lo que se refiere a ella, no cambia nada. Olive no disponía de coche, probablemente estaba trastornada al sentirse abandonada; además, había pedido el día libre en el trabajo, a buen seguro para pasarlo con su novio, de modo que todo apunta a que no llegó a casa hasta después de la hora de comer. Debió pensar que el otro esperaría a que Robert se fuera a trabajar antes de atacar a Gwen y Amber, por ello yo diría que es natural que citara al padre en la declaración. Este vivía y dormía en la parte de abajo, en una habitación al fondo, pero al parecer a nadie se le ocurrió, excepto tal vez a Gwen, que pudiera haberse escapado de noche para alguno de sus ligues gays.

Deedes echó una tercera ojeada al reloj.

– Fatal, tengo que irme. -Cogió el abrigo, lo dobló y se lo puso en el brazo-. Pero todavía no me ha explicado por qué mintió la vecina. -La acompañó hacia la puerta y una vez los dos fuera, la cerró.

Roz se volvió mientras bajaba la escalera:

– Porque sospeché que cuando la policía le dijo que Gwen y Amber habían sido asesinadas, inmediatamente sacó la conclusión de que lo había hecho Robert tras una discusión a raíz de su marido. -Encogió los hombros ante la murmuración de incredulidad de él-. Estaba totalmente al corriente de la tensión en las relaciones que había en aquella casa, sabía que su marido pasaba horas encerrado con Robert en la habitación del fondo, y casi pondría la mano en el fuego a que sabía que Robert era homosexual y, por deducción, que su marido también. Debió estar fuera de sí hasta que se enteró de que Olive se había declarado culpable de los asesinatos. El escándalo, suponiendo que el asesinato lo hubiera cometido Robert por amor a Edward, habría sido abrumador, así pues, en un intento digamos patético de mantenerle alejado de esto, dijo que cuando Edward salió para ir a trabajar, Gwen y Amber estaban vivas. -Roz siguió unos pasos delante de él en el vestíbulo-. Tuvo la suerte de que nunca se cuestionó la declaración, ya que se ajustaba perfectamente a lo que había dicho Olive.

Salieron por la puerta principal, bajaron los peldaños de la entrada y siguieron por la acera.

– ¿Perfectamente? -murmuró él-. La versión de Olive es demasiado simple. La de usted, demasiado complicada.

– La verdad siempre lo es -respondió Roz, animada-. Pero en concreto, las tres describen tan sólo, efectivamente, un miércoles por la mañana normal y corriente. De forma que no es una cosa tan perfecta como inevitable.

– Yo voy para allá -dijo él, señalando hacia la estación de metro de Holborn.

– Está bien, le acompañaré. -Tuvo que acelerar el paso para seguirle.

– No entiendo por qué me cuenta todo esto, señorita Leigh. Tenía que haber acudido al señor Crew.

Ella evitó una respuesta directa.

– ¿O sea que considera que estoy en la pista?

Deedes sonrió francamente, mostrando unos dientes blanquísimos que contrastaban con su tez oscura.

– Ni de lejos. Tal vez estaría desbrozando la pista. Acuda al señor Crew.

– Usted estuvo en la sala -insistió ella con terquedad-. Si se situara del lado de Olive, ¿qué utilizaría para convencer al tribunal de que es inocente?

– Pruebas de que era imposible de que estuviera en la casa en la hora en que se cometieron los asesinatos.

– Es decir, ¿el asesino real?

– Es decir, el asesino real -convino él-, pero no creo que le sea fácil encontrarle.

– ¿Por qué?

– Porque no hay pruebas contra él. Probablemente su hipótesis se basa en que Olive ocultó todas las pruebas a fin de responsabilizarse del asesinato. Y lo hizo muy bien. Todo confirma su culpabilidad. -Deedes redujo el paso al acercarse a la estación de metro-. De modo que a menos qué su hipotético asesino confiese voluntariamente y convenza a la policía de que posee una información que tan sólo el asesino puede poseer, no tendrá forma de revocar la condena de Olive. -Le dirigió una sonrisa de disculpa-. Y no veo por qué lo haría ahora por el simple hecho de que no lo hizo en su momento.

Desde la estación de metro de Holborn, Roz llamó a la cárcel para que dieran el recado a Olive de que aquella tarde no pasaría. Tenía la impresión de que algo estaba a punto de estallarle en la cara, y la sensación se centraba en Olive.

Ya era tarde cuando pasó la puerta de entrada del bloque de pisos en el que vivía. Curiosamente, el vestíbulo estaba completamente oscuro. Apretó el botón de la luz de la escalera y del primer rellano y soltó un suspiro cuando vio que no se encendía la luz. Otro apagón, pensó. Tenía que haberlo imaginado. El negro armonizaba con su estado de ánimo. A tientas, buscó la llave de su piso y subió la escalera intentando recordar si le quedaba alguna vela de la última vez. Con un poco de suerte, encontraría una en el mueble de la cocina, de lo contrario le esperaba una noche bastante aburrida.

Estaba tanteando la puerta con ambas manos, buscando la cerradura, cuando algo surgió del suelo y le agarró los pies.

– ¡Aaagh! -chilló, pegando con furia.

Un segundo después sus pies no tocaban el suelo y una inmensa mano le cerraba la boca.

– ¡Chitón! -murmuró Hal en su oreja, estremeciéndose de risa-. Soy yo. -Le dio un beso en la nariz-. ¡Ay! -exclamó él, soltándola e inclinándose para mantener el equilibrio.

– Te está bien empleado -respondió ella, tanteando el suelo en busca de las llaves-. Has tenido suerte de que no llevara mi alfiler. Ah, aquí están. -Siguió buscando la cerradura y dio con ella-: ¡Menos mal! -Probó las luces del piso pero la oscuridad seguía impenetrable-. Pasa-dijo, agarrándole por la chaqueta y obligándole a entrar-. Creo que tengo una vela en la cocina.

– ¿Sucede algo? -gritó una voz femenina temblorosa desde el piso de arriba.

– No, gracias -respondió Roz-. He tropezado con algo. ¿Hace mucho que se ha ido la luz?

– Media hora. Ya he llamado. Se ha fundido un fusible. Tres horas, han dicho. Les he contestado que si era un minuto más no pagaba el recibo. Tendríamos que plantarles cara. ¿No le parece?

– Totalmente de acuerdo -dijo Roz sin saber con quién estaba hablando. Con la señora Barrett, quizá. Conocía los nombres por los buzones, pero casi nunca veía a nadie-. Hasta luego.-Cerró la puerta-. Voy a buscar una vela -murmuró.