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– ¿Qué hay?

Ella colocó el portafolios en el asiento de atrás y se sentó al volante.

– Ha destrozado mi versión. -Puso el motor en marcha y salieron del aparcamiento.

Hal la miró pensativo:

– Y ahora ¿adónde vamos?

– A echar una buena reprimenda a Edward -le dijo-. No sabe la que le espera.

– ¿Tú crees que será prudente? Yo creía que era un psicópata. -Se cubrió de nuevo los ojos con la gorra y se dispuso a echar otra siesta-. Estoy convencido de que sabes lo que haces. -Su fe en Roz era de lo más sólido. Tenía más agallas que la mayoría de hombres que conocía.

– Yo, desde luego. -Colocó la cinta que acababa de grabar y la rebobinó-. Pero tú, no, sargento, por lo tanto aguza el oído para lo que te tengo preparado. Tengo la impresión de que a quien tendría que echar una reprimenda sería a ti. ¡Pobre niña!, porque vamos a ver, es lo que sigue siendo, incluso ahora. Estaba hambrienta y tú le prometiste que le servirías la comida cuando acabara la declaración. No me extraña que confesara con tanta rapidez. Si te hubiera dicho que no había sido ella, la habrías tenido horas esperando la comida. -Puso el cásete a todo volumen.

Tuvieron que llamar varias veces al timbre para que les abriera la puerta por fin Edward Clarke, con la cadena de protección puesta. Con un gesto de enojo, les indicó que se fueran.

– Aquí no tiene nada que hacer -dijo a Roz entre dientes-. Si insiste en acosarnos, tendré que llamar a la policía.

Hal se acercó hacia su campo de visión con una gran sonrisa.

– Soy el sargento Hawksley, señor Clarke, comisaría de Dawlington. Se trata del caso de Olive Martin. Estoy seguro de que se acuerda de mí.

Una expresión de reconocimiento y desánimo se reflejó en el rostro de Edward.

– Creía que ya habíamos terminado con aquello.

– Yo diría que no. ¿Podemos pasar?

El hombre dudó un momento y Roz se preguntó si se percataría del farol de Hawksley y le exigiría que se identificara. Al parecer, no. El arraigado respeto por la autoridad de los británicos había calado hondo en él. Soltó la cadena y abrió la puerta con los hombros hundidos y aire derrotado.

– Sabía que a la larga Olive hablaría -dijo-. No sería humana si no lo hubiera hecho. -Les hizo pasar a la sala de estar-. Pero, palabra, yo no sabía nada de los asesinatos. ¿Creen que si hubiera tenido la más mínima idea de cómo era, hubiera entablado amistad con ella?

Roz se sentó en la misma butaca que había estado antes y disimuladamente conectó la grabadora que llevaba en el bolso. Hal se acercó a la ventana y miró hacia fuera. La señora Clarke estaba sentada en el pequeño patio de la parte trasera de la casa con el rostro, sin expresión, girado hacia el sol.

– Usted y Olive eran algo más que amigos -dijo sin hostilidad, volviéndose hacia la sala.

– No hicimos daño a nadie -dijo el señor Clarke, parafraseando inconscientemente a Olive. Roz pensaba qué edad podía tener. ¿Setenta? Parecía mayor, desgastado por la obligación con su esposa, tal vez. La tosca peluca que había pintado en un celofán sobre su foto había constituido una revelación. Era cierto que el pelo daba un aspecto más joven al hombre. El anciano comprimió las manos entre las rodillas como si no supiera qué tenía que hacer con aquellos dos-. ¿Quizás debería decir que nunca tuvimos intención de hacer daño a nadie? Lo que hizo Olive me pareció incomprensible.

– ¿Y no sintió ningún tipo de responsabilidad por ello?

Edward tenía la mirada fija en la moqueta, incapaz de mirarles a ellos.

– Siempre pensé que era una persona inestable -dijo.

– ¿Por qué?

– Su hermana lo era, me parecía que era algo genético.

– ¿De modo que se comportó de una manera extraña antes de los asesinatos?

– No -admitió-. Tal como he dicho, no habría seguido -se calló un instante- con la… relación de haber sabido con qué tipo de persona trataba.

Hal cambió de táctica.

– Señor Clarke, ¿cuál era exactamente su relación con el padre de Olive?

El hombre apretó fuertemente las rodillas que sujetaban sus manos.

– De amistad.

– ¿Amistad hasta qué punto?

El señor Clarke suspiró.

– ¿Qué importancia tiene ahora? Hace mucho tiempo y Robert está muerto. -Su mirada divagó hacia la ventana.

– Tiene importancia -le cortó Hal.

– Eramos muy amigos.

– ¿Tuvieron relaciones sexuales?

– Muy contadas. -Sacó las manos de entre las rodillas para cubrirse la cara-. Ahora parece algo muy sórdido, pero entonces no lo fue. Tienen que comprender que yo me sentía muy solo. El Señor sabe que ella no tiene ninguna culpa, pero mi esposa nunca ha sido una compañera para mí. Nos casamos tarde, no tuvimos hijos y su mente nunca estuvo muy sana. No llevábamos ni cinco años casados y ya me convertí en su enfermero y cuidador, encarcelado en mi propia casa con alguien con quien apenas podía comunicarme. -Tragó saliva con gesto angustiado-. Todo lo que tuve es la amistad de Robert, y él, como ya sabrán, era homosexual. Su matrimonio era también una cárcel, como el mío, aunque por distintas razones. -Se apretó el puente de la nariz con el pulgar y el índice-. La naturaleza sexual de nuestra relación no fue más que un derivado de nuestra dependencia mutua. Para Robert, tuvo mucha más importancia que para mí, aunque debo admitir que en aquel momento, un período de tres, cuatro meses, yo mismo estaba convencido de que era homosexual.

– ¿Y entonces se enamoró de Olive?

– Sí -dijo enseguida-. Se parecía mucho a su padre, era inteligente, sensata, encantadora cuando quería y extraordinariamente comprensiva. Me exigía poquísimo en comparación con mi esposa. -Suspiró-. Parece extraño ahora, viendo lo que sucedió más tarde, pero resultaba muy agradable estar con ella.

– ¿Conocía Olive su relación con su padre?

– Yo no se lo había comentado. Era muy ingenua en algunas cuestiones.

– ¿Y Robert no estaba al corriente de lo de usted y Olive?

– No.

– Jugaba con fuego, señor Clarke.

– Yo no lo planifiqué, sargento, sucedió así. Lo que sí puedo decirle a mi favor es que dejé de -buscó la palabra adecuada- intimar con Robert en cuanto me di cuenta de mis sentimientos por Olive. De todas formas, seguimos siendo amigos. Otra cosa habría sido crueldad.

– ¡Pamplinas! -exclamó Hal con calculado enojo-. No quería que le descubrieran. Me da la sensación de que se los cepillaba a los dos al mismo tiempo y se lo pasaba teta. Y tiene el morro de decir que no se siente responsable.

– ¿Por qué tendría que hacerlo? -dijo Clarke en un arrebato-. Ninguno de los dos mencionó jamás mi nombre. ¿Cree que habría sido así si yo hubiera inconscientemente precipitado la tragedia?

Roz sonrió con desprecio.

– ¿Nunca se preguntó por qué Robert Martin no le volvió a hablar después de los asesinatos?

– Me imaginé que estaba demasiado afligido.

– Creo que una persona siente algo más que aflicción cuando descubre que su amante ha seducido a su hija -dijo con aire irónico-. Por supuesto que usted precipitó los hechos, señor Clarke, y lo sabe perfectamente. Pero claro, no estaba dispuesto a abrir la boca. Prefirió ver cómo toda la familia Martin se destruía a sí misma que perjudicar su propia situación.

– ¿Tan exagerado es esto? -protestó-. Eran libres para citar mi nombre. No lo hicieron. ¿De qué habría servido que yo hubiera hablado claro? Gwen y Amber seguirían muertas. Olive habría ido igualmente a la cárcel. -Se volvió hacia Hal-. Me arrepiento mucho de mi implicación con la familia, pero no se me puede responsabilizar de que mi relación con ellos precipitara la tragedia. Yo no hice nada ilícito.

Hal miró de nuevo por la ventana.

– Cuéntenos por qué se trasladó, señor Clarke. ¿La decisión fue suya o de su esposa?