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– No es ni la mitad de peligrosa que usted, señor Crew. Que yo sepa nunca ha pagado a nadie para que destruyan el negocio de alguien o amenacen sus vidas. Usted es un corrupto.

Crew hizo un gesto de indiferencia.

– Si esto aparece impreso, señorita Leigh, voy a demandarla por difamación, lo que le costará infinitamente más en trámites legales de lo que pueda costarme a mí. Le aconsejo que lo tenga en cuenta.

El periodista le observó mientras se alejaba.

– Está haciendo de Robert Maxwell contigo.

– Esto es la justicia para ti -dijo Roz, asqueada-. Tan sólo un gran palo si sabes cómo usarlo o tienes suficiente dinero para pagar a alguien que lo use por ti.

– ¿Crees que miente con lo de Olive?

– Desde luego -respondió Roz enojada, resentida por la duda del otro-. Pero como mínimo ahora sabes a lo que se enfrentaba ella. Este país está loco si cree que la sola presencia de un abogado durante un interrogatorio ha de proteger automáticamente los derechos del detenido. Ellos son tan falibles, tan indolentes y tan corruptos como el resto. El Colegio de Abogados tuvo que pagar millones el año pasado para compensar actuaciones ilegales de sus socios.

El libro estaba programado para salir a la calle al cabo de un mes de ser puesta en libertad Olive. Roz lo había terminado en un tiempo récord en la paz y el aislamiento de Bayview, propiedad que había adquirido en un arrebato, al comprobar que resultaba imposible trabajar con el continuo ruido de la gente que disfrutaba de la comida del restaurante de abajo. Se relanzó el Poacher en un torbellino de publicidad algo exagerada en la que se presentaba a Hal como el desamparado héroe que tuvo que luchar contra la perversión del crimen organizado. Su vinculación con el caso de Olive Martin, en concreto los últimos esfuerzos realizados para asegurar su libertad, habían puesto la guinda. Aplaudió la decisión de Roz de comprar Bayview. Hacer el amor con el océano como telón de fondo no tenía nada que ver con las rejas del Poacher.

Y allí se sentía segura.

Hal había descubierto en su interior una capacidad de cariño que nunca hubiera podido imaginar. Era algo más profundo que el amor, abarcaba todas las emociones, desde la admiración a la libido, y, a pesar de que nunca se había considerado una persona obsesiva, la tensión que le producía la inquietud por Stewart Hayes, en libertad bajo fianza, se fue haciendo intolerable. Finalmente se vio empujado a hacerle una visita sorpresa en su casa. Le encontró jugando en el jardín con su hija de diez años, y allí le presentó una oferta que Hayes no pudo rechazar. Una vida por una vida, una mutilación por una mutilación en caso de que algo sucediera a Roz. Hayes adivinó en los ojos oscuros del otro una determinación tan apremiante, tal vez porque aquello era lo que él mismo habría hecho, que consintió en una tregua indefinida. Al parecer, el amor que sentía por su hija podía compararse al que Hal sentía por Roz.

Iris, que tenía más confianza en el libro que Roz -«de no haber sido por mí, jamás se habría escrito»-, estaba ocupadísima vendiéndolo por todo el mundo como el último ejemplo de la justicia británica tambaleándose bajo los zarpazos de su propia inflexibilidad.

Una pequeña y bastante irónica nota a pie de página de la historia explicaba que el muchacho que había localizado el bufete de Crew en Australia se había demostrado, al final, que no era el hijo de Amber, cuya pista se había perdido, y la búsqueda de éste se abandonó puntualmente. Había expirado el tiempo límite marcado en el testamento de Robert Martin y su dinero, multiplicado por las inversiones de Crew -ya fuera de su alcance- siguió en una situación de incertidumbre mientras Olive intentaba hacer valer sus derechos sobre él.

Epílogo

A las 5,30 de una oscura y helada mañana de invierno La Escultura salió libre por el portal de la cárcel, dos horas antes de la hora que se había anunciado a la prensa. Olive había solicitado y obtenido permiso para integrarse de nuevo en la sociedad lejos de los primeros planos publicitarios que habían rodeado la libertad de otros importantes casos de encarcelamiento por error. Roz y la hermana Bridget, avisadas por teléfono, permanecían fuera junto al farol golpeando el suelo con los pies y echándose aliento en las manos. Sonrieron con un gesto de bienvenida en cuanto se abrió la mirilla del portal.

Sólo Hal, cobijado en el calor del coche a unos diez metros de allí, se fijó en la expresión de triunfo y regocijo de Olive mientras abrazaba a las dos mujeres y las levantaba por los aires. Recordó unas palabras que había estarcido en su escritorio cuando aún era policía: «La verdad se sitúa en un radio limitado y preciso, pero el error es inmenso».

Sin ninguna razón aparente, se estremeció.

Minette Walters

Al igual que su admirada Agatha Christie, Minette Walters estudió en el internado de Godolfhin, y posteriormente Lenguas Modernas en Durham. Trabajó en Londres, como redactora y coedi-tora, entre otras, de la Woman's Weekly Library; al mismo tiempo empezó a escribir novelas cortas hasta que finalmente se dedicó por completo al género de misterio.

Novelista tardía, hasta los 47 años, con sus dos hijos ya crecidos, no escribió su primera obra, La casa del hielo, publicada en 1992. El éxito fue inmediato y recibió el premio John Creasy de la Asociación de Escritores Policíacos. La escultora, su segunda novela, fue galardonada con el premio Edgar Allan Poe en 1993 y ha sido adaptada a la televisión por la BBC. Al año siguiente ganó la Daga de Oro de la Asociación de Escritores Policíacos con The Scold's Bridle. El cuarto oscuro, Ecos en la sombra y Donde mueren las olas completan una obra que se inserta en la mejor tradición británica de la literatura de misterio.

Actualmente vive en Hampshire con su familia.

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