– No creo.
– ¿No crees que pueda conseguirse una foto? ¡Lástima!
– No creo que le mande nada a Jenny Atherton. La verdad, Iris -saltó, perdiendo el control-, eres más que despreciable. Deberías trabajar para la prensa sensacionalista. Estás dispuesta a explotar a cualquiera mientras te reporte algún beneficio. Jenny Atherton sería la última persona que quisiera ver cerca de Olive Martin.
– No veo por qué -dijo Iris, masticando algo con avidez-. Oye, no quieres escribir un libro sobre ella, te niegas a visitarla de nuevo porque te pone enferma, ¿a qué vienen tantos reparos a que alguien meta mano en el asunto?
– Cuestión de principios.
– No lo entiendo. Yo más bien diría que son remilgos. Oye, que no tengo tiempo que perder. Tenemos invitados. Como mínimo, permíteme que diga a Jenny que Olive está a punto de caramelo. No puede empezar con las manos vacías. Y tú tampoco es que hayas llegado muy lejos, ¿verdad?
– He cambiado de opinión -se apresuró a decir Roz-. Lo escribiré. Adiós -concluyó colgando de golpe el teléfono.
En el otro extremo de la línea, Iris guiñó un ojo a su marido.
– Y me acusas de no cuidarlos -murmuró-. ¿Se te ocurre otra forma mejor de cuidarlos?
– Botas con espuelas -apuntó Gerry Fielding con cierto aire cáustico.
Roz leyó de nuevo la declaración de Olive. «Nunca tuve una relación estrecha con mi madre y mi hermana.» Cogió la grabadora y rebobinó la cinta, haciéndola avanzar y retroceder hasta que encontró el fragmento que buscaba. «Yo la llamaba Amber porque, a los dos años, era incapaz de pronunciar la “i” y la “s”. Y a ella le gustó. Tenía un pelo rubio color miel muy bonito, y cuando se fue haciendo mayor, todo el mundo la llamó Amber, nunca atendió al nombre de Alison. Era muy guapa…»
Evidentemente, aquello no significaba nada en sí. No existía una ley no escrita que afirmara que los psicópatas fueran incapaces de fingir. Al contrario más bien, en realidad. De todas formas, se notaba una clara suavización del tono cuando hablaba de su hermana, una ternura que, de proceder de otra persona, Roz habría interpretado como amor. ¿Y por qué no había mencionado la pelea con su madre? La verdad, era bastante raro. Allí podía radicar la justificación de lo que hizo.
El capellán, ajeno a la presencia de Olive detrás de él tuvo un gran sobresalto al ver una gran mano sobre su hombro. No era la primera vez que se precipitaba sobre él y se preguntó de nuevo, como había hecho otras veces, cómo lo conseguía aquella muchacha. Sus andares se reducían a un movimiento tan desgarbado que a él le daba grima sólo notar que se acercaba. El capellán cogió fuerzas de flaqueza y se dio la vuelta con una sonrisa amistosa:
– ¡Vaya, Olive, me alegro de verla! ¿Qué le trae por la capilla?
Aquellos ojos sin pestañas tenían una expresión de regocijo:
– ¿Le he asustado?
– Me ha sorprendido. No la había oído entrar.
– Será porque no escuchaba. Para oír, primero hay que escuchar, capellán. ¿No se lo enseñaron en la facultad de Teología? Dios, en el mejor de los casos, habla en susurros.
El hombre se preguntaba a veces si no sería más fácil despreciar a Olive. Pero no lo había conseguido nunca. La temía, le desagradaba pero no la despreciaba.
– ¿En qué puedo servirla?
– Esta mañana le han mandado unas agendas nuevas. Quisiera una.
– ¿Estás segura, Olive? Son como las demás. Llevan un texto religioso para cada día del año, y la última vez que te di una, la rompiste.
Ella hizo un gesto de indiferencia.
– Pero necesito una agenda; así estaré preparada para soportar los pequeños sermones.
– Están en la sacristía.
– Ya lo sé.
No había acudido a buscar una agenda. Esto ya lo sabía él. Pero ¿qué intentaba robar de la capilla cuando él volviera la espalda? ¿Había algo que robar aparte de Biblias y misales?
Una vela, dijo más tarde a la directora. Olive Martin cogió una vela de quince centímetros del altar. Ahora bien, lo negó, por supuesto, y a pesar de que se hizo un registro a conciencia en su celda nunca se encontró la vela.
Capítulo 3
Graham Deedes era joven, desasosegado y negro. Observó el aire de sorpresa de Roz cuando ésta entró en su despacho y frunció el ceño, irritado:
– No sabía que los abogados negros fuéramos una especie de pieza de museo, señorita Leigh.
– ¿Por qué lo dice? -preguntó ella, intrigada, mientras se sentaba en la silla que Deedes le había indicado.
– Parecía sorprendida.
– Lo estoy, pero no por el color de su piel, sino porque es mucho más joven de lo que esperaba.
– Treinta y tres -dijo él-. Tampoco es para tanto.
– No, pero cuando recibió instrucciones para comparecer ante el tribunal representando a Olive Martin no tendría más de veintiséis o veintisiete. Muy joven para un juicio de asesinato.
– Ciertamente -asintió él-, pero yo era el segundo de a bordo. El titular era mucho mayor que yo.
– Pero usted llevó adelante la mayor parte de la preparación, ¿no es así?
Deedes asintió.
– Así fue. Un caso poco corriente.
Roz extrajo la grabadora del bolso.
– ¿Le importa que grabe la conversación?
– Si lo que pretende es hablar de Olive Martin, no.
– Eso espero.
Él soltó una risita ahogada.
– Entonces no me importa, por la simple razón de que no puedo decirle prácticamente nada sobre ella. La vi una sola vez, el día que la condenaron, y no nos cruzamos una sola palabra.
– Pero yo tenía entendido que usted preparaba una defensa basándose en la disminución de responsabilidad. Durante todo el proceso, ¿no tuvo contacto con ella?
– No, se negó a verme. Llevé adelante mi trabajo a partir del material que me mandó su abogado. -Sonrió con cierta tristeza-. Que, por ciertp, no era gran cosa. La verdad es que si hubiéramos tenido que proceder con él, habríamos sido el hazmerreír de la sala; justamente por esto quedé bastante descansado cuando el juez decidió admitir que ella se considerara culpable.
– De haber reclamado, ¿qué argumentos habría utilizado?
– Habíamos preparado dos planteamientos distintos. -Deedes reflexionó un momento-. Uno, que su equilibrio mental se había visto alterado temporalmente… Si no recuerdo mal, era el día siguiente a su cumpleaños y ella se sentía muy afectada por que su familia, en vez de prestarle atención, se mofara de ella por ser gorda. -Levantó las cejas inquisitivamente y Roz movió la cabeza-. Además, creo que en su declaración citaba que no soportaba el ruido. Nos las arreglamos para encontrar un médico dispuesto a presentar pruebas de que el ruido puede ser causante de trastornos violentos en determinadas personas, las cuales pueden perder el control al intentar que cese. No disponíamos, con todo, de pruebas médicas o psiquiátricas que demostraran que Olive pertenecía a este tipo de personas. -Juntó los dedos índices haciéndolos golpetear-. En segundo lugar, pensábamos remontarnos a la increíble crueldad del crimen e invitar al jurado a extraer lo que creíamos podía ser una deducción ineludible: que Olive era una psicópata. No teníamos la más mínima posibilidad en cuanto al equilibrio mental, aunque, con lo de la psicopatía… -Con una mano hizo el movimiento de oscilación del columpio- tal vez. Encontramos a un profesor de psicología dispuesto a poner toda la carne en el asador después de ver las fotos de los cadáveres.
– Y éste, ¿llegó a hablar con ella?