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Deedes negó con un gesto de la cabeza.

– No había tiempo, y por otro lado, tampoco le hubiera recibido. Estaba decidida a declararse culpable. Creo que el señor Crew le ha contado que escribió al ministro de Interior pidiendo un informe psiquiátrico independiente para demostrar que estaba en condiciones de declararse culpable. -Roz movió la cabeza asintiendo-. Después de esto, nosotros ya no teníamos en realidad nada que hacer. Fue un caso extraordinario -dijo reflexivamente-. La mayor parte de los acusados se desviven para conseguir excusas.

– El señor Crew parece convencido de que es una psicópata.

– Creo que comparto su opinión.

– ¿Por lo que hizo a Amber y a su madre? ¿Tiene alguna otra prueba?

– No. ¿Le parece poco?

– Entonces, ¿cómo explicaría que cinco psiquiatras hayan diagnosticado que es normal? -Roz alzó la mirada-. Por lo que he podido comprender, ha asistido a unas cuantas consultas en la cárcel.

– ¿Quién se lo ha contado? ¿Olive? -dijo Deedes en tono escéptico.

– Sí, pero luego hablé con la directora y ella me lo confirmó.

Deedes encogió los hombros.

– Yo no tendría mucha confianza en ello. Hay que leer los informes. Depende de quién los redactara y por qué la sometieron a las pruebas.

– De todas formas, ¿no le parece raro?

– ¿En qué sentido?

– Suponiendo que fuera una psicópata, uno esperaría un cierto nivel de conducta sociopática.

– No necesariamente. Puede que la cárcel sea el entorno controlado que se ajusta a ella. O tal vez su psicopatía específica se dirigió contra su familia. Algo pudo desencadenarlo aquel día en concreto y una vez se hubo deshecho de ellas, volvió a la normalidad. -Hizo un nuevo gesto de indiferencia-. ¿Quién sabe? No puede decirse que la psiquiatría sea una ciencia exacta. -Permaneció un momento en silencio-. Por mi experiencia, las personas adaptadas al entorno no acuchillan a su madre y a su hermana hasta matarlas. ¿Ya sabe que seguían vivas cuando ella utilizó el hacha? -Esbozó una sonrisa lúgubre-. Ella también lo sabía, no crea que no.

Roz frunció el ceño.

– Existe otra explicación -dijo lentamente-. El problema es que, a pesar de que encaje con los hechos, resulta demasiado absurda para ser verosímil.

Deedes esperó un momento.

– ¿Cuál es? -preguntó por fin.

– Olive no lo hizo. -Se percató de la cínica incredulidad del otro y se apresuró a añadir-: No estoy diciendo que sea así, tan sólo que encaja con los hechos.

– Los suyos -puntualizó Deedes amablemente-. Tengo la impresión de que es algo selectiva con lo que decide creer.

– Puede que sí.

Roz recordó su estado de ánimo de la noche anterior.

Él la observó un momento.

– Para ser alguien que no ha cometido unos asesinatos, estaba muy al corriente de éstos.

– ¿Usted cree?

– Por supuesto. ¿Usted, no?

– Ella no dijo ni una palabra sobre eso de que su madre intentó librarse del hacha y del cuchillo. Y éste tenía que ser el punto más espeluznante. ¿Por qué no lo mencionó?

– Vergüenza, turbación, amnesia traumática. Le sorprendería comprobar cuántos asesinos borran de su mente lo que han hecho. A veces pasan años antes de que acepten su culpabilidad. En cualquier caso, dudo que la pelea con su madre fuera tan espeluznante para Olive como usted apunta. Gwen Martin era una mujer diminuta, yo diría que como mucho medía metro cincuenta y cinco. Olive, a nivel físico, salió al padre, de forma que no creo que le costara mucho detener a su madre. -Notó la duda en los ojos de Roz-. Déjeme que le plantee una pregunta: ¿por qué tendría que declararse culpable Olive de dos asesinatos que no cometió?

– Porque hay gente que lo hace.

– Cuando sus abogados están presentes, no, señorita Leigh. Admito que es algo que sucedía, y precisamente por esto se han introducido nuevas normas por lo que se refiere a las pruebas, pero Olive no entraría ni en la categoría de coacción en la confesión ni en la de un arreglo posterior. Estuvo representada legalmente a lo largo de todo el proceso. Por tanto, repito, ¿por qué tendría que confesar algo que no hizo?

– ¿Para proteger a alguien? -Ella se sentía aliviada de no hallarse en una sala. Deedes era un interrogador machacón.

– ¿A quién?

Roz movió la cabeza.

– No lo sé.

– No existía otra persona más que su padre, y estaba trabajando. La policía lo investigó a fondo y tenía una coartada perfecta.

– El amante de Olive.

Él la miró fijamente.

– Olive me dijo que había abortado. De forma que probablemente había tenido un amante.

Deedes encontró que aquello era bastante divertido.

– ¡Pobre Olive! -dijo riendo-. Bien, yo diría que un aborto es una forma como otra de hacer lo que toca. Sobre todo -rió de nuevo- si todo el mundo la cree. Yo de usted no sería tan crédulo.

Ella esbozó una fría sonrisa.

– Tal vez el crédulo sea usted al apuntarse al argumento masculino barato de que una mujer como Olive no puede tener un amante.

Deedes observó el rostro resuelto de ella y se preguntó qué la movía.

– Tiene razón, señorita Leigh, era un recurso barato, le pido disculpas. -Levantó un momento las manos y luego las dejó caer-. Pero es la primera noticia que tengo sobre tal aborto. Dejémoslo en que me sorprende y me parece algo improbable. ¿Y en cierta manera oportuno, quizás? Se trata de algo que no puede comprobarse, como mínimo sin el permiso de Olive. Si se permitiera a los abogados acceder a los informes médicos de las personas, tal vez saldrían a la luz secretos bastante delicados.

Roz lamentó aquel comentario fuera de lugar. Deedes era una persona más amable que Crew y no se lo merecía.

– Olive me habló de un aborto. Yo di por sentado lo del amante. Pero quizá la violaron. Se concibe con la misma facilidad con odio que con amor.

Él hizo un gesto de indiferencia.

– Cuidado, que no la utilicen, señorita Leigh. El día en que Olive Martin compareció ante el tribunal, dominó la sala. En aquel momento tuve la impresión, y sigo teniéndola, de que éramos nosotros los que bailábamos a su son y no ella al nuestro.

Dawlington era un pequeño barrio situado al este de Southampton, que en otro tiempo había sido un pueblo y ahora había crecido con la gran expansión urbana del siglo XX. Mantenía más o menos su identidad por las concurridas rutas de transporte que le conferían unos límites alquitranados, aunque, a pesar de ello, tampoco resultaba muy fácil encontrarlo. Tan sólo un letrero despintado y antiguo, que anunciaba Periódicos Dawlington, puso a Roz sobre la pista de que acababa de abandonar un barrio y entraba en otro. Se situó en el bordillo justo antes de un indicador de giro a la izquierda y consultó el plano. Al parecer, estaba en High Street, y la calle de la izquierda -observó el indicador de reojo- era la de Ainsley. Pasó el dedo por la cuadrícula del mapa: «Calle Ainsley -murmuró- Vamos, puñetera, ¿dónde estás? De acuerdo, Leven Road. Primera a la derecha, segunda a la izquierda.» Echó una ojeada al retrovisor, se situó de nuevo en medio de la calzada y giró a la derecha.

Se le ocurrió que la historia de Olive iba creciendo por momentos mientras observaba, desde el interior del coche aparcado, el número veintidós de Leven Road. El señor Crew había dicho que era imposible vender aquella casa. Ella se había imaginado algo extraído de una novela gótica, doce meses de abandono y deterioro desde la muerte de Robert Martin, una casa condenada por el obsesivo horror de su cocina. En lugar de ello, se encontró con una alegre casita adosada recién pintada, con geranios rosas, blancos y rojos que se inclinaban en las jardineras de las ventanas. «¿Quién la habrá comprado? -pensó ella-. ¿Quién tendrá tanto valor (o será tan macabro) para vivir con los fantasmas de aquella trágica familia?» Volvió a comprobar la dirección en los recortes de prensa que había recogido aquella mañana en los archivos del periódico local. No se equivocaba. Una foto en blanco y negro de «la casa del horror» mostraba la misma casa adosada, aunque sin las jardineras en las ventanas.