Entonces el rey le dijo:
– ¡Levántate, Morgennes, mejor q-q-que en el pasado!
De sus ojos brotó una lágrima. ¡Era caballero! Con treinta y cinco años cumplidos. Nunca nadie había sido armado a aquella edad. Aquel era un hecho sin precedentes.
Entre la multitud, Emmanuel sonreía beatíficamente. Solo tenía seis años, pero ya sabía que acababa de vivir uno de los días más hermosos de su vida.
– Majestad -reclamó entonces con una vocecita muy fina-, ¿nos diréis por fin por qué? ¡Nos lo habíais prometido! La historia de Morgennes. Y la de Crucífera.
La multitud rió de su audacia. Reinaba un humor jovial. Todo el mundo estaba dispuesto a disfrutar al máximo de las celebraciones. Amaury, divertido de que un chiquillo le dirigiera la palabra de forma tan directa, respondió:
– En efecto, lo prometí. ¡P-p-paso al espectáculo!
Trovadores que interpretaban los papeles de Guillermo de Tiro, Amaury, Alexis y Morgennes subieron al escenario donde se había recreado el sepulcro de san Jorge.
Maravillada, la multitud escuchaba al rey, que contaba cómo, cuando se disponía a pelear con los sarracenos, Morgennes le había prevenido:
– ¡Majestad, no! No lo olvidéis; en este sepulcro, quien luche perecerá. ¡Venid conmigo!
Guillermo de Tiro, Amaury y Alexis habían seguido a Morgennes a lo más profundo de la tumba, no lejos del esqueleto de san Jorge. Como habían previsto, cuando los soldados del Yazak penetraron en el sepulcro, las sombras se animaron y se lanzaron sobre ellos. Lógicamente los sarracenos se defendieron. Y no pudiendo matar a lo que ya estaba muerto, fueron despedazados por las sombras.
Después de que las sombras hubieran dejado fuera de combate a los sarracenos, Morgennes había propuesto al rey que volvieran a Jerusalén.
– Entonces -dijo Amaury a la multitud pendiente de sus labios- cruzamos aquella extraña refriega en la que los muertos se d-d-daban a sí mismos nuevos camaradas.
Cerró los ojos.
– Realmente, me pregunto… ¿Estaban t-t-todos muertos cuando abandonamos el sepulcro? No estoy seguro. Me pareció ver a un joven mahometano que reptaba hacia nosotros. Pero no recuerdo que saliera del sepulcro. La última imagen que t-t-tengo de él es la de una mano ensangrentada posada sobre el fresco de la gran escalera.
Amaury prometió que enviaría muy pronto una expedición para tapiar ese sepulcro, después de haberlo vaciado de los cadáveres que se encontraban en su interior. Y sobre todo, prometió enviar a Saladino sus más sinceras condolencias. El joven visir de Egipto aún debía consolidar su poder, pero Amaury ya pensaba en utilizarlo algún día contra Nur al-Din.
La obra acabó con el triunfo de Amaury. Los trovadores fueron ovacionados y les pidieron que repitieran la parte en la que Morgennes irrumpía en la tumba para salvar al rey, lo que efectivamente hicieron.
Por fin Morgennes había sido armado caballero, y muchas personas fueron a felicitarle. Guillermo de Tiro y Alexis de Beaujeu, evidentemente, pero también Guillermo de Montferrat, Balián de Ibelín y Reinaldo de Sibon, así como dos de los caballeros con los que Morgennes se había cruzado hacía tiempo en el Krak: Keu de Chènevière y Raimundo de Trípoli, a quien los damascenos acababan de liberar después de que se hubiera pagado el rescate.
Todos le dieron sus parabienes y le animaron a ocupar su lugar en el último asiento libre de la Tabla Redonda.
– Caballero -le dijo Alexis de Beaujeu-, me siento feliz de acogerte entre nosotros. ¿Has elegido una divisa?
– Sí -dijo Morgennes-. «Muerto por muerto.»
– ¿Deseas comunicarnos su sentido?
– No.
– A fe mía que está en su derecho -dijo Raimundo de Trípoli-. Muchos caballeros que tienen una hermosa divisa guardan para sí su significado.
– Por no hablar de que además de ofrecer una nueva oportunidad al reino -dijo Guillermo de Tiro-, Morgennes salvó a uno de sus compañeros de armas, Dodin el Salvaje. Hay que darle las gracias por esta hazaña, que pagó muy cara, si no he entendido mal.
– Contadnos, noble y buen señor -dijo una voz.
Morgennes dirigió una mirada al escenario y vio que la decoración que representaba el sepulcro de san Jorge había sido reemplazada por la de unos pantanos. Le había llegado el turno de salir a escena y contar su historia.
– Una vez salido de los Pantanos del Olvido, sabía que volver allí significaba arriesgarme a perderme. Sin embargo, había un hombre, en algún lugar en medio de aquellos pantanos, al que no podía resolverme a abandonar. No se trataba de un hombre cualquiera…
Marcó una pausa y miró a la multitud.
La gente le escuchaba, bebía sus palabras, esforzándose tal vez en rememorar al Caballero de la Gallina que había sido en otro tiempo, pero sin conseguirlo.
Morgennes buscaba a alguien con la mirada.
A Dodin.
Cuando le vio, con expresión huraña y la mirada perdida, sostenido por dos templarios, Morgennes le saludó discretamente y continuó con su historia.
– Se trataba de Dodin el Salvaje, con quien Galet el Calvo y yo mismo habíamos prestado grandes servicios a su majestad, durante nuestra estancia en El Cairo. Dodin se había perdido en los pantanos. De hecho, creo que, por desgracia, su alma se encuentra allí todavía, y soy muy consciente de haber traído de vuelta solo su envoltorio.
Nueva pausa de Morgennes. Parecía tener dificultades para continuar. Pero les había prometido contar la historia. Sin embargo, dudaba. ¿Lo recordaba todo? Su memoria ya no era tan fiable como en otro tiempo. Se había vuelto normal.
– Caminaba, sin contar las horas ni los días, alimentándome de musgo, raíces y setas. Comía lo que encontraba, sin preguntarme si era bueno o malo. Recorrí esos pantanos a lo largo, a lo ancho y de través. Pero no había forma de encontrar a Dodin. Hasta que un día, cuando creía estar arrancando un poco de musgo del tronco de un árbol, me di cuenta de que se trataba de un hombre. ¡Era él! La vegetación había empezado a engullirlo. Me había jurado que le sacaría de allí, pero ¿ese tronco era todavía él? Le llamé, como si su nombre pudiera devolverle a la vida: «¡Dodin! ¡Dodin!».
Morgennes gritó, como había hecho en los pantanos del Lago Negro. En la gran sala del palacio, Dodin estalló en sollozos. Los templarios lo acompañaron fuera. La multitud se preguntaba qué había ocurrido. Morgennes continuó con su relato:
– Retiré el musgo del cuerpo de Dodin, pero aquello no era suficiente. Había enraizado. ¿Qué podía hacer? Yo no llevaba ningún arma encima, pero en su cintura descubrí una daga. Esta. -Mostró la misericordia-. La cogí y empecé a cortar todo lo que se podía cortar, segando, rascando, cuidando de no tocar las carnes y esforzándome, al contrario, en no lastimarlas. Después de haber arrancado todo lo que había de vegetal en él, liberé a Dodin, que cayó en mis brazos. Apenas respiraba. Pero confiaba en poder sacarle vivo de aquellos pantanos, porque no estaba muerto. Algo humano vivía aún en él. La prueba fue que su boca se entreabrió, dejando escapar un hilillo de sabia, y me preguntó: «¿Por qué?».