Una noche en la que tu padre había salido a buscarte, te encontró tendido sobre la pequeña tumba -que ninguna cruz identificaba-. ¿Qué hacías allí, hablando al vacío? De repente, tu padre tuvo miedo. Nunca, ni él ni tu madre, habían mencionado delante de ti esta sepultura ni a la criatura que estaba enterrada en ella. Sin embargo, ahí estabas, tendido sobre ese abultamiento del terreno, como un dragón sobre su tesoro.
En cuanto viste a tu padre, te levantaste y corriste a echarte en sus brazos. En esa época debías de tener unos cuatro años, y tus pequeñas piernas ya te llevaban lejos: a veces dabas largos paseos por el bosque; salías con las primeras luces del alba y no volvías hasta que era noche cerrada, cuando tu madre salía a la escalera de entrada para llamarte.
Una vez en sus brazos, exclamaste:
– ¡Lo sé!
– ¿Qué sabes? -dijo tu padre.
– ¡Voy a tener una hermanita!
Tu padre te miró, estupefacto. ¿Una hermanita? Su mujer no le había dicho nada. Mordiéndose el labio inferior, se apresuró a volver a la casa para preguntarle:
– ¿Esperas un niño?
– ¿Quién te lo ha dicho?
– De modo que es cierto…
– Sí.
Tu madre se sonrojó y se secó las manos con el delantal. Aunque pasaba de la treintena, todavía era hermosa, a pesar de las profundas arrugas y los innumerables cabellos blancos que adornaban su rostro, legado de la espantosa noche de tu nacimiento.
– Quería darte una sorpresa.
– ¡Una sorpresa! Pero dime, ¿cuándo, cómo?
Loco de alegría, tu padre cogió a tu madre en brazos y la llevó en volandas por la habitación, girando sobre sí mismo.
– ¡Gracias, Dios mío, gracias!
Dejó en el suelo a tu madre, que se quedó allí, aturdida, y luego le dio la espalda. Entonces sacó de debajo de su camisa una cruz de bronce que había fabricado él mismo, en su forja, y la cubrió de besos a escondidas de su mujer.
– ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!
Tenía una mirada de loco, y no sabía a quién besar, si a su mujer, a su hijo o a la cruz. Era feliz, feliz como nunca lo había sido. En este instante tus padres se creyeron perdonados, y los años que siguieron fueron hermosos.
Adivinar que tu madre estaba encinta, aún; pero conocer por anticipado el sexo del niño era algo que no tenía explicación. Porque tú habías acertado, y la criatura que nació, en una hermosa mañana de primavera, fue una niña, una adorable niñita de cabellos rubios y unos ojos que, después de algunas vacilaciones, decidieron permanecer azules.
Tu hermana era una niña vivaracha y risueña, que dio mucha alegría a tus padres. Pronto sus risas resonaron por toda la casa y sustituyeron a los habituales martillazos y el soplido de la forja.
La noche, sin embargo, debía volver. De hecho ya había empezado a caer en los alrededores de Vézelay, cuando en el año de gracia de 1146 su santidad el papa Eugenio III ordenó a Bernardo de Claraval que predicara una nueva cruzada a Tierra Santa, para liberar… A decir verdad, no se sabía muy bien qué, pues la tumba de Cristo estaba en manos de los cristianos desde hacía casi cincuenta años; pero cierto rey de Francia y cierto emperador de Alemania deseaban obtener, ellos también, su parte de gloria y formar parte de los «humildes protectores de Cristo».
Como ocurre a menudo, la noche se hizo anunciar con rumores de guerra. Los hombres partían a reunirse con otros que combatían en un país lejano para defender una cruz, o una tumba -no lo sabías muy bien, a pesar de los retazos de información que llegaban a tus oídos-. Porque, a pesar de que vivías apartado del mundo y en un lugar poco frecuentado, tu padre había tenido que atender numerosos pedidos: las espadas y las dagas de buena calidad eran de pronto bienes muy buscados.
Tus padres siempre te habían mantenido alejado de la violencia. Consideraban que con la de tu nacimiento bastaba. Por eso, aunque tu padre fabricaba armas muy hermosas, nunca dejaron que te acercaras a las que salían de su taller ni te hablaron de esos soldados a los que llamaban caballeros, cuyas proezas cantaban los trovadores -aunque pasaban por alto las desgracias que invariablemente las acompañaban, como la peste sigue a las ratas.
Por desgracia, no se puede evitar que los martillazos descargados sobre la hoja de una espada lleguen a oídos de un niño, y cuando estos resuenan desde su más tierna infancia, el niño acaba por comprender. Y así dabas vueltas, como una raposa alrededor de un gallinero, en torno a la forja donde trabajaba tu padre, de la que percibías los sonidos, los olores y su característico calor.
Un día, tu padre entró en la forja y te sorprendió manejando una daga, con la que cortabas el aire. Fintando a la derecha, untando a la izquierda, parecía que supieras combatir, cuando en tu vida habías asistido a un combate. Ante esa imagen, tu padre palideció. ¡Aquella arma era la misericordia que había utilizado en tu nacimiento! Por primera vez te dio una bofetada. Aturdido, soltaste el arma, que cayó a tus pies. Tu padre te preguntó, apuntándola con el dedo:
– ¿Sabes qué es esta arma y qué significa?
Te mordiste el labio inferior y permaneciste mudo mientras tu mirada se empañaba.
– Esta arma -prosiguió tu padre-, esta misericordia, significa la muerte del niño a quien debes la vida…
Demasiado turbado para responder, hundiste tu mirada en los ojos de tu padre. Entonces tus labios se entreabrieron y dejaron escapar:
– ¿A quién debo la vida?
No comprendías. ¿De qué niño hablaba? Por lo que sabías, solo debías la vida a tus padres.
Se escuchó un crujido en la entrada de la forja, y tu padre se volvió para ver quién estaba ahí. Era su hija, que le observaba sin decir palabra. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Había asistido a toda la escena? Probablemente, porque su expresión era grave, y su mirada pasaba de tu padre a tu mejilla, enrojecida por la bofetada.
Tu hermana rompió el silencio, diciendo con su bonita voz aflautada:
– Mamá dice que no hay madera.
– ¡Morgennes, ve a buscar leña! -ordenó enseguida tu padre, aliviado por haber encontrado un pretexto para poner fin a vuestra conversación.
A pesar del frío que se había abatido sobre la región -el invierno, una vez más, se había adelantado-, corriste hacia el lindero del bosque, donde tu padre había amontonado troncos y ha-. ces de leña en previsión de los días crudos.
«Mamá dice que no hay madera», repetías mientras corrías. La frase te parecía rara. La encontrabas extraña. ¿Cómo podía no quedar leña, si esa misma mañana el depósito estaba lleno? Mientras recogías algunas ramas, volviste a pensar en vuestra casa. ¡No cabía duda! Por más que te remontaras en el tiempo, no recordabas que alguna vez hubiera faltado con qué calentarse en el invierno, aunque hubiera sido tan crudo como el de tu nacimiento. ¿Había mentido tu hermana? ¿Había inventado esta historia para que pudieras alejarte? ¿O bien había dicho otra cosa?