«¡Mamá dice que no hay maderos!» ¡Eso había dicho! ¡Maderos, y no madera! Tal vez tu hermana no hablaba de madera para el fuego, sino de otro tipo. De unos maderos que sin duda guardaban relación con el motivo por el que tu padre te había abofeteado. Con la misericordia con la que habías jugado. ¡Que estaban relacionados con la pequeña tumba!
Y en ese momento, la conmoción de un recuerdo te hizo caer de rodillas en la nieve.
¡Lo habías olvidado! Una pelea entre tus padres, una de sus raras peleas -tal vez la única pelea que habían tenido…
¡El pequeño muerto!
Se habían peleado por él, poco después de tu nacimiento. En aquella época, para ti, las palabras estaban vacías de sentido. Pero ahora comprendías. Lo que tu memoria resucitaba, lo descifraba el resto de tu cerebro, proporcionándote su significado.
Tu madre quería olvidar; tu padre, recordar. Sí; tal como había prometido, quería recordar ese cuerpecito destrozado, su crimen… Entonces, aunque cedió a las exigencias de tu madre, que había pedido que cierta tumba nunca estuviera marcada con ningún símbolo religioso, replicó:
– ¡Al menos le pondré una cruz!
Tu madre se lanzó sobre él, con los dedos como garras. Llevada por la cólera, le laceró el rostro con tanta furia que aún hoy podían verse las marcas -que él atribuía a un oso.
Finalmente tu padre fue a refugiarse en su taller, donde fabricó una cruz. «Nada empañará nunca su brillo», dijo a su mujer mientras le mostraba la hermosa cruz de bronce que ya no abandonaría su pecho hasta el acontecimiento que conoces.
– De todos modos -gritó a su mujer-, no hay nadie allá abajo, bajo ese montículo de tierra. ¡Nadie! ¡Si hay alguien enterrado en algún sitio es aquí!
Y se golpeó el pecho.
– Aquí, en mi corazón. Esta es su tumba. Y pondré una cruz sobre ella, porque ese es mi deseo.
Entonces se pasó en torno al cuello la cruz de bronce; se la sacaba de vez en cuando, en la soledad de su taller, para besarla. Pero nunca la dejaba a la vista cuando estaba cerca de su esposa, ya que ambos consideraban que estaban en su derecho; él de recordar y ella de olvidar el crimen que su marido había cometido…
«¡No hay maderos sobre la tumba!»
¿Por qué esa noche? ¿Por qué ahora?
Se levantó viento, un viento terrible, para el que tú estabas desnudo. Se reía de tus ropas, de las gruesas pieles, el manto de lana, la camisa de tela, el pelo, la piel, y soplaba directamente sobre tus huesos. Habría helado hasta a un oso.
En ese momento, un resplandor en el cielo atrajo tu mirada. ¿Una estrella? Parecía ir hacia ti, muy deprisa. Luego una, dos, tres y pronto cuatro estrellas más brillaron tras la primera; las cinco se dirigieron hacia la casa de tus padres.
¡Qué hermoso era! Habrías querido gritar, llamar, prevenir a tu familia de su llegada, pero ningún sonido salió de tu boca. Ante tanta belleza, tus labios permanecieron cerrados. No eran estrellas. ¡Para ti eran ángeles! Cinco ángeles de acero, montados en caballos cubiertos con corazas de oro y plata. Un gran ruido les acompañaba, porque sus armas estaban desenvainadas y a menudo tropezaban contra los árboles del bosque. Sus caballos resoplaban, sus armaduras repiqueteaban, sus yelmos tintineaban. Y cuando una lanza chocaba contra el escudo, sonaba como un himno que celebrara la llegada de esos ángeles caídos de los cielos.
En realidad no solo eran ángeles, sino cuatro ángeles que escoltaban a Dios -pues el primero iba tan bien vestido, con sus blancos colores marcados con una gran cruz roja, que te pareció que era Dios anunciando a los hombres alguna noticia importante.
¡Dios! ¡Era Dios! Ese ser extraño y misterioso al que tus padres solo se referían con medias palabras y al que te instaban a temerlo tanto como a amarlo. ¡Dios acudía a vuestra casa!
Te morías de ganas de bajar por la colina y correr hacia Dios y todos sus ángeles para pedirles que te llevaran con ellos.
Pero entonces resonó un grito:
– ¡Corre, Morgennes, corre!
Era tu madre. Se dirigía al encuentro de los ángeles, que espoleaban a sus corceles para acercarse a ella.
¿Correr?
Sin reflexionar, la obedeciste y saliste corriendo. Pero ¿hacia dónde? De repente, como si te hubiera oído, tu madre gritó:
– ¡Hacia el río, Morgennes, hacia el río!
¡Hacia el río! ¡Adelante! Cerraste los ojos, porque de ese modo corrías mejor. Tus pies se hundían en la nieve, pero qué importaba: la tierra te guiaba. Te decía adónde ir, y te permitía concentrarte en lo que oías. Alaridos, tu padre que llamaba, tu hermana que lloraba, tu madre que gritaba.
– ¡Corre! ¡Corre!
Parecía que se estuviera peleando. ¿Tu madre? ¿Peleando? ¿Con Dios? Sin duda tu padre estaba luchando con la espada, porque oías el hierro golpeando el hierro, los resoplidos de tu padre y los relinchos de los caballos.
Volviste a abrir los ojos y miraste hacia atrás. La noche lo cubría todo. ¿Ya? No era tan tarde hacía un momento, cuando habías corrido hacia el bosque para coger leña. Y sin embargo era de noche, o las tinieblas tenían otro nombre… Entonces tropezaste.
¿Qué hacía ahí esa raíz? Estabas tendido sobre la nieve, y el frío te atenazaba el pecho, penetraba en tu boca, en tu nariz. «¿Por qué he abierto los ojos? Debería haberlos mantenido cerrados…»
Volviste a cerrarlos, recordaste el terreno, tan familiar para ti, y te levantaste dispuesto a reemprender la carrera. De pronto tuviste la sensación de que un animal enorme te perseguía: escamas y garras furiosas, una bestia que volaba, reptaba y saltaba a la vez. Un monstruo imposible. ¡Un monstruo que bufaba, que mataba! Y tú eras su presa.
¿Qué animal era aquel? ¿Era un dragón, como el que uno de los ángeles de Dios llevaba en su enseña? Sí. Un inmenso dragón-noche, que sumergía en la oscuridad todo lo que se ponía a su alcance, devorando la luz y borrando los confines de las cosas.
Sordo al miedo, seguiste corriendo. «Tendré miedo más tarde», te decías.
El río hacia el que huías era más que un río -era el inmenso brazo líquido de un país colocado a través del mundo, sin cabecera ni desembocadura-, y tú nunca lo habías vadeado. Nadie, que tú supieras, se había aventurado nunca en él, porque en ese río, si bien no era profundo, confluían mil corrientes contrarias que se enfrentaban en su seno, como si mil ríos de igual fuerza se hubieran encontrado allí mezclados, tratando cada uno de imponerse a los demás.
Este río era tan ancho que ningún hombre podría alcanzar con su honda la otra orilla. Sin embargo, un ansia loca de saltar sobre él se apoderó de ti, aunque sabías que era una insensatez.