Entonces Morgennes se dijo: «¡Capilla, de ti haré un puente!».
Acababa de tomar una de las decisiones más importantes de su vida. Construiría un puente; aún no sabía cómo, pero lo haría. Y ese puente resistiría al hielo y a los remolinos del río, e incluso a Dios y a todos sus ángeles. Ya nadie tendría miedo. Nadie volvería a ahogarse. «Soy la noche -se dijo Morgennes-. La que une el crepúsculo al alba. La noche. La que separa, la que une. Soy la noche. Tengo todo el tiempo del mundo…»
Con una fuerza de voluntad insólita en un niño de diez años -e incluso en un adulto-, se dirigió hacia la capilla. Sus piedras, roídas por los líquenes, estaban medio desprendidas. Las vidrieras estaban rotas, y el techo hundido. En su base había crecido el musgo, que la unía al bosque. Un fino rayo de luz caía del cielo y daba de lleno en la cruz de piedra.
«¡Ve hacia la cruz!»
¿Era esa la cruz de la que le había hablado su padre? ¿Conocía, tal vez, la existencia de esta iglesia? Sin embargo, por lo que sabía, nadie había ido nunca allí, a la Gaste Forêt. Aunque su padre había viajado mucho en otro tiempo…
Morgennes se acercó a la antigua edificación, preguntándose: «¿Quién te construyó? ¿Cuándo? ¿Por qué?». En los alrededores no había ni una sola granja, ni una casa. Solo árboles. Paseó la mano por el muro y sintió la textura -una mezcla de piedra y musgo-. Morgennes lanzó un suspiro. «Esta iglesia me esperaba.» Se arremangó, empuñó su cruz de bronce, la sostuvo como una herramienta, y se puso manos a la obra.
Empezó entonces una labor envuelta en misterios de los que solo Dios tiene la clave. ¿Cuánto tiempo tardó Morgennes en construir su puente? ¿Cuatro años? ¿Cinco años? Generalmente yo respondía que siete, cuando me preguntaban. Esta cifra imponía respetó. La gente sacudía la cabeza y murmuraba en voz baja: «¡Siete años! ¡Siete años!».
Nadie lo sabía, no había ningún testigo, pero Morgennes acababa de dar sus primeros pasos para convertirse en una leyenda. Durante largos años vivió solo en medio de los árboles, alimentándose de raíces, plantas, huevos, frutos, y de pequeños animales que capturaba fabricando trampas o arrojándoles piedras.
La primera etapa consistió en construir, en la orilla del río, una especie de calzada. Las losas de la iglesia encontraron ahí una segunda vida, que, al ser más útil, era también más bella que la precedente. Mientras trabajaba, después de haberse roto las uñas desencajando piedras enormes, Morgennes rememoraba su vida, hablaba a sus padres, hablaba con su hermana -que se divertía provocándole, y reía al verle transportar penosamente piedras tan grandes como él.
– ¡Por qué no me ayudas, en lugar de burlarte! -le decía.
Entonces ella corría a su alrededor dando palmadas; con ella, Morgennes revivía momentos de su pasado en los que había sido feliz, porque su hermana y sus padres aún vivían. Llegó la primavera, y luego un primer verano. Los bosques resonaron con los cantos de los animales y con crujidos diversos, que para Morgennes eran como gritos de ánimo. Su obra avanzaba. Aún no habían pasado seis meses y un primer tapiz de piedras conducía ya de la orilla del río al centro de su lecho.
Lo más extraño era que, mientras sentía sobre el vientre el peso de las grandes piedras que transportaba, Morgennes era feliz. Si el río había sido la tumba de su padre y de su hermana, su puente sería su mausoleo.
Pasándose un brazo empapado sobre la frente bañada en sudor, contempló su obra, y se dijo que después de todo no estaba tan mal. Para un niño…
Resoplando, sonriendo, se dirigió una vez más hacia la pequeña iglesia, que deshuesaba día tras día. En un rincón había construido una especie de cabaña, con un techo de ramas y un suelo de juncos. Era su nueva casa. De noche descansaba allí unas horas, obligado por la falta de luz. Cuando cerraba los ojos, invariablemente, las imágenes volvían. Siempre las mismas: cinco jinetes cargaban contra sus padres, empujándolos a una gran fosa cubierta por las aguas; Morgennes se encontraba al otro lado del agujero, indemne, y miraba a los jinetes.
Apretando el puño, se despertaba jadeando, con el rostro crispado, prometiéndose que encontraría a esos hombres. «¡Aunque tenga que ir al Paraíso, aunque tenga que ir al Infierno, os lo haré pagar! Aunque fuerais Dios y todos sus ángeles…»
Así, cargando con el peso de los recuerdos, con el de su cólera, y recitando a modo de oración cada uno de los instantes vividos en compañía de su familia, Morgennes pasó toda su adolescencia desmontando una iglesia y construyendo un puente. Las piedras se ajustaban por sí mismas, como si antes de ser una iglesia, esta hubiera sido un puente, el mismo puente que él se esforzaba en construir de nuevo.
Con los años, sus músculos se fortalecieron. Ganó en robustez. Lo que al principio exigía semanas de trabajo, después ya solo requería una. Cuando se encontraba en el fondo del agua, desplazando piedras en el lodo, pensaba en las hojas de metal que su padre golpeaba vigorosamente en su fragua. Calentadas, sumergidas, martilleadas, cocidas y hundidas de nuevo en un recipiente de agua fría (que despedía vapor), para ser golpeadas nuevamente, en un proceso que se repetía una y otra vez. Como si él mismo se forjara en el agua del río y luego en la intemperie y en los ardores del verano, Morgennes se convertía en Morgennes. Un día, percibió un reflejo en el agua y saltó a un lado. Un hombre estaba ahí, tras él. Se volvió, pero no había nadie. Sin embargo… Al volver a mirar en el agua, vio a un extraño. Pero esta vez rió. ¡Ese extraño era él! Se pasó una mano por la barba incipiente, se tocó los cabellos. ¿De verdad eran tan largos? ¡Le llegaban hasta el final de la espalda!
Con su cruz de bronce en la mano -ahora muy bruñida-, volvió hacia su capilla, mezcla de ruinas y taller de construcción. La bóveda había servido para construir el puente. Los muros y las columnas habían proporcionado los pilares, y la calzada principal había surgido de las losas. Cargando en brazos los dos últimos escalones de la iglesia, Morgennes se dirigió hacia el río. «¡Pronto podré ir a buscarles!», se dijo. Sobrecogido de emoción, se imagino a su hermana y a sus padres corriendo a lanzarse a sus brazos; no aceptaba que estaban muertos.
Pero apenas había llegado al lindero de su bosque, cuando una gallina cruzó el puente y se dirigió hacia él cacareando. Morgennes se sorprendió tanto que estuvo a punto de dejar caer las piedras.
– Buenos días -le dije a Morgennes, saludándole con la mano-. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
Morgennes no me respondió. Me miraba boquiabierto, mudo de estupor. «Vamos -me dije-. Aquí tengo a mi primer parroquiano. Tratemos de causar buena impresión…»
– ¿Queréis que os ayude, tal vez? ¿Dónde van estas piedras?
– Allí -dijo Morgennes, señalándome el puente.
Cogí una de las piedras; pero en cuanto la tuve en los brazos, la dejé caer.
– ¡Dios Todopoderoso! ¡Y vos lleváis dos!