– Decidme, ¿quién sois? -me preguntó Morgennes, mientras recogía la piedra como si nada.
– Soy vuestro nuevo párroco, recién nombrado en esta diócesis. Me han dicho que hay aquí una capilla muy hermosa, abandonada desde hace mucho tiempo, que mis superiores querrían reanimar…
Después de un instante de silencio, durante el cual Morgennes se rascó la cabeza con expresión incómoda, acabé preguntándole:
– ¿Hay algún problema?
4
Aquí empiezo mi relato.
Chrétien de Troyes,
Erec y Enid
Morgennes me condujo hasta el calvero del bosque. Allí, tras constatar la magnitud de los daños y comprender, sin que él tuviera que explicármelo, que el puente y la pequeña iglesia eran una misma cosa, le dije:
– Ya solo me queda volver a Beauvais…
– Lo siento muchísimo. Nadie venía nunca a esta iglesia, y pensé que tal vez sería mejor…
– ¿Hacer un puente con ella?
– Sí.
– Habrá que creer que ese era su destino… De pie en medio del claro donde se habían levantado los muros de una de las más antiguas capillas de Flandes, Morgennes me miró con expresión interrogativa.
– Según los archivos que he consultado -dije-, esta iglesia fue construida con las piedras de un puente que se encontraba en alguna parte por aquí cerca.
– No es raro, entonces, que nadie viniera nunca aquí. No hay modo de cruzar en leguas a la redonda. Vos sois el primer ser humano que veo desde hace años.
Abrí ojos como platos, estupefacto.
– ¿Cómo? ¿Y vuestra familia? ¿Y vuestros padres?
Morgennes tendió el brazo hacia el otro lado del puente y dijo:
– Están por allí, creo…
Se fue a remover las cenizas de un pequeño fuego que había encendido para la noche, permaneció en silencio, y luego añadió:
– De hecho, me parece que están muertos.
– Oh -dije yo-, es una triste noticia. ¿De modo que estáis solo en el mundo?
Asintió con la cabeza, con los labios apretados, y luego me preguntó:
– ¿Quién construyó ese puente?
– No lo sé -respondí-. Probablemente los romanos.
– ¿Los romanos?
Algo en el tono de su voz revelaba que no tenía ni idea de quiénes eran esos «romanos»; de modo que rápidamente le hice un resumen de la historia de Roma.
– Vaya -dijo Morgennes, decepcionado-, ya veo que no eran ellos…
– ¿Que no eran ellos? ¿Qué queréis decir?
– Justo antes de morir, mi padre me dijo que fuera hacia la cruz… Primero pensé que se trataba de esta cruz -me dijo, mostrándome la pequeña cruz de bronce que tenía en la mano-. Luego, que era la que coronaba la iglesia -me dijo, no mostrándome nada-. Pero al escucharos, me he preguntado si no hablaría de los romanos…
– También podía hacer alusión a Jerusalén y a la reliquia de la Vera Cruz, donde fue crucificado Nuestro Señor Jesucristo.
– ¿Nuestro Señor Jesucristo? -dijo Morgennes-. ¿Quién es?
– ¿Cómo? ¿No lo sabéis?
– No.
– Pero ¿qué clase de pájaro sois vos? Debéis de ser el único hombre que no ha oído hablar de Él…
– No soy ningún pájaro. Y vos, ¿qué tipo de hombre sois que seguís los pasos de una gallina y cruzáis, el mismo día en que lo he terminado, un puente que he tardado años en construir?
– ¿Que quién soy?
Dejé escapar un profundo suspiro.
¿Qué se sabe de mí? No gran cosa.
Para resumir, esto es lo que la historia ha retenido de mi persona. Se dice que nací hacia el año de gracia de 1135, pero no se sabe dónde. Algunos dicen que en Troyes, otros que en Arras… Flandes y la Champaña son mis regiones predilectas, aunque aquí y allá se diga que viajé mucho -a Inglaterra, a Tierra Santa, al Imperio Germánico, a Constantinopla y a otras muchas regiones que la razón se resiste a nombrar-. Estos son, pues, a grandes rasgos, mis orígenes. No hablaré de mi muerte, ya que este no es el momento ni el lugar. En cuanto a mi vida adulta, será expuesta en las páginas que siguen, aunque no constituya el motivo principal, sino solo el ornamento -o el envoltorio, si esta metáfora os complace más-. Mi nombre, finalmente. Nadie lo conoce con certeza, por más que haya quedado registrado como Chrétien, ya que esa es la firma que aparece en mis relatos.
Pero ¿soy también Saint-Loup de Troyes, el canónigo? ¿Y Chrétien li Gois, el autor de Philomena?
Tal vez sí, tal vez no. A decir verdad, no es importante. Lo que cuenta es mi encuentro con Morgennes. En cierto modo fue una señal. Una señal que Dios me enviaba para decirme: «¡Observa cómo es este hombre!».Y en efecto, ante mí tenía a un adolescente mil veces más valeroso que el adolescente que yo había sido; mil veces más valeroso, incluso, que el hombre que era. Tal vez ocuparme de él, tomarlo bajo mi protección, fuera la razón que me había llevado a estos parajes. En cualquier caso, no iba a abandonar al primero y último de mis fieles; de modo que le propuse que me acompañara a Saint-Pierre de Beauvais.
Morgennes, que por lo visto estaba hambriento, no me respondió inmediatamente; en lugar de eso fue a buscar a un rincón de su calvero un puñado de musgo y setas y me invitó a compartirlo con él.
Mordiendo, no sin aprensión, la carne cruda de lo que parecía un hongo, le propuse:
– Si me acompañáis a Beauvais, podréis comer queso y pan… También tenemos pescado, y a veces carne.
– ¿Y gallinas?
– Sí. Pero esta no es para comer -añadí, siguiendo su mirada, clavada en mi gallina.
– ¿Por qué?
– Es una gallina especial. Se llama Cocotte… Además, podréis consultar nuestros archivos y aprender algo más sobre este puente.
– ¿Vuestros archivos?
– Sí. Tenemos una de las mejores bibliotecas de la región. ¡Cuenta con más de un centenar de obras!
– Yo no sé leer…
– Os enseñaré.