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—Usted tendría amigas entre ellas, sin duda —le dije—. ¿No se quedó allí alguna de las novicias? Cyriaca se encogió de hombros: —Ninguna me escribió nunca. Realmente no lo sé.

—¿Se siente bastante repuesta como para volver al baile? —Una música empezaba a filtrarse en nuestra alcoba.

La cabeza no se le movió, pero vi que sus ojos, que mientras hablaba de las Peregrinas habían remontado los corredores de los días, giraban para mirarme de soslayo.

—¿Es eso lo que usted quiere hacer?

—Supongo que no. Nunca me siento del todo cómodo donde hay mucha gente, a menos que sean mis amigos.

—O sea que tiene algunos. —Parecía sinceramente asombrada.

—Aquí no… Bueno, aquí tengo una amiga. En Nessus tenía a los hermanos de nuestro gremio.

—Comprendo. —Titubeó.— No hay ninguna razón para que vayamos. Este asunto durará toda la noche, y cuando amanezca, si el arconte se sigue divirtiendo, bajarán las cortinas para que no entre la luz y tal vez hasta corran el palio sobre el jardín. Podemos quedarnos aquí cuanto se nos antoje, y cada vez que vengan los sirvientes tendremos la comida y la bebida que queramos. Cuando pase alguien con quien nos interese hablar, lo detendremos para que nos entretenga.

—Me temo que empezaré a aburrirla antes del amanecer —dije.

—En absoluto, porque no pienso permitirle hablar demasiado. Voy a hablar yo, y hacer que usted me escuche. Para empezar…, ¿sabe que es muy bien parecido?

—Sé que no lo soy. Pero como nunca me ha visto sin esta máscara, es imposible que sepa cómo soy. —Al contrario.

Se inclinó hacia adelante como para examinarme la cara por los orificios de los ojos. Su propia máscara, del mismo color que el vestido, era tan pequeña que parecía una mera convención: dos almendrados lazos de tela alrededor de los ojos; sin embargo, le daban un aire exótico que de otro modo no hubiera tenido, y también le daban, pienso, un aire de misterio, de ocultamiento que la aliviaba del peso de la responsabilidad.

—Estoy segura de que es usted un hombre muy inteligente, pero no ha estado en tantos bailes como yo, porque habría aprendido el arte de juzgar una cara sin verla. Es más difícil, claro, cuando la persona que una está mirando lleva una máscara de madera que no se adapta a la cara; pero aun así se pueden saber muchas cosas. Tiene el mentón puntiagudo, ¿no? Con un pequeño hoyuelo.

—Sí al mentón puntiagudo —repliqué—. No al hoyuelo.

—Miente para despistarme, o a lo mejor nunca se había fijado. Puedo juzgar los mentones observando las cinturas, sobre todo en los hombres. Cintura estrecha significa mentón afilado, y la máscara de cuero que lleva descubre lo suficiente y lo confirma. Aunque tenga los ojos muy hundidos, son grandes y movedizos, y en un hombre, sobre todo si el rostro es delgado, eso implica un hoyuelo en el mentón. Tiene pómulos altos — los contornos se delatan un poco bajo la máscara— y las mejillas chatas los hacen parecer más altos. Pelo negro, porque se lo veo en los dorsos de las manos, y labios delgados que se ven por la boca de la máscara. Si no puedo verlos enteros es porque se curvan y pliegan, lo cual es sumamente deseable en los labios de un hombre.

Yo no sabía qué decir, y para ser sincero habría dado bastante por irme en ese momento; al fin pregunté:

—¿Quiere que me quite la máscara y comprobemos la precisión de sus afirmaciones?

—Oh, no, no debe. No hasta que festejen la alborada. Además, ha de tener en cuenta mis sentimientos. Si se la quitara y yo descubriera que no es bien parecido, me privaría de una noche interesante. —Había estado incorporada en el diván. Ahora, sonriendo, volvió a reclinarse con el pelo desplegado como una gran aureola.— No, Severian, no debe desenmascararse la cara sino el espíritu. Más tarde lo hará, enseñándome lo que me enseñaría si usted fuera libre y pudiera hacer lo que se le antojara, y ahora contándome todo lo que quiero saber de usted. Viene de Nessus: eso ya me lo ha dicho. ¿Por qué tanto afán en encontrar a las Peregrinas?

VI — La biblioteca de la Ciudadela

Iba a responderle cuando una pareja pasó ante la alcoba, el hombre cubierto con un sambenito, la mujer vestida de midinette. Nos miraron apenas, sin detenerse, pero algo — tal vez la inclinación de las dos cabezas juntas, o cierta expresión de los ojos— me dijo que sabían, o sospechaban al menos, que yo no estaba disfrazado. Fingí que no había notado nada, sin embargo, y dije:

—Algo que pertenece a las Peregrinas cayó en mis manos por casualidad. Quiero devolvérselo. —Entonces, ¿no les hará daño? —preguntó Cyriaca—. ¿Puede decirme qué es?

No me atrevía a decirle la verdad, y sabía que, cualquiera que fuese el objeto que nombrara, me pediría que lo mostrase; de modo que dije:

—Un libro… Un viejo libro bellamente ilustrado. No me jacto de saber nada de libros, pero estoy seguro de que tiene importancia religiosa y es muy valioso. —Y saqué de mi esquero el libro marrón de la biblioteca del maestro Ultan que me había llevado al dejar la celda de Thecla.

—Viejo, sí —dijo Cyriaca—. Y no poco enmohecido, por lo que veo. ¿Puedo echarle una mirada?

Se lo di y pasó las páginas al vuelo, y luego se detuvo en un dibujo de los sikinnis, alzándolo para que le diera la lumbre de la lámpara que ardía en un nicho, sobre el diván. En la luz titilante pareció que los hombres astados saltaban de la página, y que los silfos se contorsionaban.

—Yo tampoco sé nada de libros —dijo devolviéndomelo—. Pero tengo un tío que sí sabe, y creo que por éste daría cualquier cosa. Me gustaría que estuviera aquí y pudiera verlo… Aunque quizá sea mejor así, porque probablemente yo trataría de sacárselo de un modo u otro. Cada péntada mi tío viaja tan lejos como viajaba yo con las Peregrinas, nada más que para buscar libros viejos. Ha estado incluso en los archivos perdidos. ¿Ha oído hablar de esos archivos? Meneé la cabeza.

—Lo único que sé es lo que él me contó una vez, cuando bebió de nuestra reserva familiar un poco más que de costumbre, y tal vez no me dijera todo, porque mientras hablábamos me pareció que temía que yo también intentara ir. Y nunca he ido, aunque a veces lo he lamentado. Como sea, en Nessus, muy al sur de la ciudad que visita la mayoría, tan al sur por el gran río que casi todos piensan que la ciudad tendría que haber terminado mucho antes, hay una fortaleza. Hace mucho que todo el mundo la olvidó salvo acaso el autarca —que su espíritu perviva en mil sucesores—, y se supone que está embrujada. Se alza sobre una colina que domina el Gyoll, me contó mi tío, frente a un campo de sepulcros ruinosos, sin nada que defender.

Hizo una pausa y movió las manos, modelando en el aire la colina y la fortaleza. Tuve la impresión de que había contado la historia muchas veces, quizás a sus hijos. Comprendí entonces que realmente tenía edad de ser madre, y de hijos bastante grandes como para haber oído muchas veces aquel cuento y otros. Los años no le habían marcado el rostro terso y sensual; pero el candil de la juventud, que en Dorcas ardía aún con tanto fulgor, que hasta en Jolenta había irradiado una luz clara y ultraterrena, que con tanta firmeza y vivacidad había brillado tras la fuerza de Thecla y alumbrado los brumosos, amortajados senderos de la necrópolis cuando su hermana Thea recogió la pistola de Vodalus al borde de la tumba, se había extinguido en ella hacía tanto que no quedaba ni siquiera el perfume de la llama. Me apiadé.

—Usted ha de conocer la historia de cómo la raza de los días antiguos llegó a las estrellas, y de cómo para hacerlo sus integrantes malvendieron la mitad más salvaje de sí mismos, de modo que dejó de importarles el sabor del viento pálido, el amor y el placer, hacer canciones nuevas y cantar las viejas, y todas las otras cosas animales que creían haber traído con ellos de las selvas húmedas en el fondo de los años… Aunque en realidad, me dijo mi tío, esas cosas los habían traído a ellos. Y usted sabe, o debería saber, que aquellos a quienes vendieron esas cosas, que eran creaciones de sus propias manos, los odiaron de corazón. Yen verdad tenían corazón, aunque los hombres que los habían hecho nunca quisieran reconocerlo. El caso es que decidieron arruinar a sus creadores, y lo hicieron devolviendo, cuando la humanidad se hubo expandido a un millar de soles, todo lo que les habían dejado tanto tiempo atrás.