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Es de diseño antiguo, y siempre me pareció que desde el comienzo se la había concebido como prisión, aunque corre la leyenda de que en un principio era una tumba y que sólo hace unos cientos de años fue ampliada y adaptada a un nuevo propósito. A los ojos de un observador situado en la más holgada ribera este, parece una atalaya rectangular que surge de la roca, una atalaya de cuatro plantas de altura por el lado visible, cuyo techo plano y merlonado culmina contra el risco. Esta porción de la estructura —que para muchos visitantes de la ciudad puede parecer todo el edificio— es en realidad la parte menor y menos importante. En la época en que yo fui lictor no albergaba más que nuestras oficinas administrativas, una barraca para los clavígeros y mis propias habitaciones.

A los prisioneros se los alojaba en un túnel inclinado que se hundía en la roca. La disposición adoptada no era de celdas individuales, como la que teníamos para los clientes en la mazmorra de mi cofradía, ni la de sala común que había visto durante mi reclusión en la Casa Absoluta. En cambio se encadenaba a los prisioneros a los muros del túnel, cada uno con un pesado collar de hierro de modo tal que quedara en el centro suficiente espacio para que dos clavígeros pudieran pasearse a sus anchas sin peligro de que les birlaran las llaves.

El túnel medía unos quinientos pasos de largo, y tenía más de mil posiciones para prisioneros. El agua provenía de una cisterna hundida en la roca en la cima del acantilado, y los desechos sanitarios se eliminaban inundando el túnel cada vez que la cisterna amenazaba desbordarse. Una cloaca practicada en el extremo inferior del túnel dirigía el agua sucia hacia un conducto en la base del acantilado; allí atravesaba el muro del Capulus para vaciarse en el Acis, debajo de la ciudad.

En sus orígenes, la Vincula no era más sin duda que la atalaya rectangular que cuelga del risco y el propio túnel. Más tarde la había complicado una maraña de galerías ramificadas y túneles paralelos (resultantes de pasados intentos de liberar prisioneros abriendo pasajes, desde una u otra de las residencias privadas en la superficie del acantilado) y de contraminas excavadas para frustrar esos intentos; a todos los cuales se recurría ahora forzadamente en busca de alojamiento adicional.

La existencia de estos anexos poco o nada planificados hacía mi tarea mucho más difícil de lo que habría sido en otras circunstancias, y una de mis primeras acciones fue iniciar un programa de clausura de pasajes indeseados e innecesarios, llenándolos con una mezcla de piedras del río, arena, agua, cal quemada y grava, y de ensanchamiento y conexión de los que quedaban, de modo tal que acabaran teniendo una estructura racional. Por necesario que fuera, este trabajo sólo podía llevarse a cabo con gran lentitud, pues era imposible liberar más que a unos cientos de prisioneros por vez, y la mayoría estaba en pobres condiciones.

Durante las primeras semanas siguientes a nuestra llegada a la ciudad, mis deberes no me dejaron tiempo para ninguna otra cosa. Dorcas la exploró por los dos, y le encargué estrictamente que averiguase dónde estaban las Peregrinas. La conciencia de que llevaba la Garra del Conciliador había sido una pesada carga en el largo trayecto desde Nessus. Ahora que ya no viajaba y no podía rastrear a las Peregrinas por el camino, y ni siquiera cerciorarme de que avanzaba en una dirección que a la larga me permitiría quizá dar con ellas, el peso se había vuelto casi insoportable. Durante el viaje había dormido bajo las estrellas con la gema en la caña de la bota, y escondida bajo los dedos del pie en las pocas ocasiones en que habíamos podido parar bajo techo. Ahora descubría que me era imposible dormir si no la tenía conmigo, si no podía asegurarme, cada vez que me despertaba de noche, de que aún seguía en mi poder. Dorcas me cosió una bolsita de antílope que yo llevaba día y noche colgada del cuello. Una docena de veces durante esas primeras semanas soñé que veía la gema en llamas, suspendida en el aire por encima de mí como una catedral ardiente, y me desperté y vi que brillaba con tal intensidad que el fino cuero translucía un tenue fulgor. Yuna o dos veces por noche me despertaba y descubría que yacía de espaldas, y que sobre mi pecho la bolsa había cobrado tan ostensible peso (aunque pudiera levantarla sin esfuerzo con la mano) que me estaba aplastando la vida.

Dorcas hacía todo lo posible por alentarme y asistirme; y no obstante yo veía que era consciente del abrupto cambio en nuestra relación y que estaba aún más perturbada que yo. Estos cambios, en mi experiencia, son siempre desagradables, pues entrañan la probabilidad de otros cambios. Mientras habíamos marchado juntos (y con mayor o menor prontitud habíamos viajado desde aquel momento en el jardín del Sueño Infinito, cuando Dorcas me había ayudado a trepar, medio ahogado, al flotante sendero de juncos) habíamos sido pares y compañeros, cada cual cubriendo todas las leguas a pie o montando nuestras cabalgaduras. Si yo había suministrado a Dorcas un grado de protección física, ella me había suministrado igualmente un cierto abrigo moral, pues pocos podían fingir por mucho tiempo que despreciaban su inocente belleza, o que les horrorizaba mi oficio cuando al mirarme les era inevitable verla también a ella. Había sido mi consejera en la perplejidad y mi camarada en un centenar de parajes desiertos.

Cuando al fin entramos en Thrax y presenté la carta del maestro Palaemon para el arconte, inevitablemente todo aquello había acabado. Vestido con mi traje fulígeno, ya no tenía que temer a la multitud; al contrario, eran ellos, quienes me temían como oficial más alto del brazo más terrible del estado. Ahora Dorcas vivía, no como una igual, sino como la amante que una vez había visto en ella la Cumana, en las habitaciones de la Vincula reservadas a mí. Su consejo se había vuelto inútil, o casi, porque las dificultades que me atribulaban eran las legales y administrativas, en cuyo manejo me habían instruido durante años y sobre las que ella no sabía nada; y además porque rara vez yo tenía tiempo o energías para explicárselas y poder discutirlas.

Así, mientras guardia tras guardia yo permanecía en el tribunal del arconte, Dorcas tomó la costumbre de vagar por la ciudad; y después de haber estado incesantemente juntos durante la última parte de la primavera, en el verano pasamos a no vernos casi, compartiendo una comida por la noche para trepar exhaustos a la cama, donde pocas veces hacíamos algo más que dormirnos abrazados.

Por fin brilló la luna llena. ¡Con qué alegría la recibí desde la terraza de la torre, verde como una esmeralda en su manto de bosque y redonda como el borde de una taza! Yo aún no estaba libre del todo, ya que debía ultimar detalles de los suplicios y administraciones acumulados durante mi asistencia al tribunal; pero al menos lo estaba para dedicar toda mi atención a ellos, lo cual parecía casi tan bueno como la libertad misma. Había invitado a Dorcas a bajar conmigo al día siguiente, cuando haría una inspección de las zonas subterráneas de la Víncula.

Fue un error. En el aire malsano, rodeada por la miseria de los prisioneros, se indispuso. Esa noche, como ya he referido, me contó que había ido a los baños públicos (cosa rara en ella, pues tenía tanto miedo del agua que se lavaba parte por parte con una esponja humedecida en una jofaina no más honda que una sopera) para limpiarse el pelo del olor del túnel, y que había oído a las asistentas hablar de ella con otras parroquianas.