Cerré la puerta, eché el cerrojo e hice que Dorcas se tendiera en la cama; luego me senté a su lado y, con lisonjas, intenté hacerla conversar, preguntándole qué le pasaba, y qué podía hacer yo para remediarlo, y cosas así. Cuando descubrí que no servía de nada, empecé a hablar de mí mismo, suponiendo que lo que la había impulsado a cortar el diálogo conmigo era sólo el horror de las condiciones en la Víncula.
—Todo el mundo nos desprecia —dije—. Por eso no hay razón para que tú no me desprecies. Lo sorprendente no es que hayas llegado a odiarme ahora, sino que me hayas acompañado tanto tiempo antes de empezar a sentir como los demás. Pero, porque te amo, seguiré defendiendo el nombre de mi gremio, y de este modo también mi nombre, con la esperanza de que acaso un día no te duela tanto haber amado a un torturador, por más que ahora ya no me ames.
»Nosotros no somos gente cruel. No encontramos placer en lo que hacemos, salvo en el hecho de hacerlo bien, lo cual significa hacerlo rápido y en la exacta medida en que la ley nos instruye. Obedecemos a los magistrados, que se mantienen en sus cargos porque el pueblo lo consiente. Ciertos individuos nos dicen que no deberíamos hacer nuestro trabajo, y que no debería hacerlo nadie. Dicen que el castigo infligido a sangre fría es un crimen más grande que cualquiera que hayan podido cometer nuestros clientes.
»Quizas lo que dicen es justo, pero una justicia así destruiría a la Mancomunidad toda. Nadie podría sentirse seguro ni lo estaría, y el pueblo se alzaría al fin; primero contra los ladrones y los asesinos, luego contra cualquiera que ofendiese las ideas populares de propiedad, y por último contra los simples parias y los extranjeros. Luego volvería el viejo horror de las lapidaciones y las quemas, en las cuales cada cual busca superar al vecino por miedo a que mañana sospechen en él alguna simpatía hacia el infeliz que está muriendo hoy.
»Otros nos dicen que ciertos clientes merecen el castigo más severo pero otros no, y que deberíamos negarnos a ejercer nuestra labor sobre los últimos. Es cierto que algunos han de ser más culpables que los demás, y hasta es posible que algunos de los que nos confían no hayan hecho nada malo, ni en el asunto de que se los acusa ni en cualquier otro.
»Pero los que esgrimen estos argumentos se erigen en jueces por encima de los elegidos por el Autarca, jueces con menos adiestramiento en la ley y sin autoridad para convocar testigos. Piden que desobedezcamos a los verdaderos jueces y los escuchemos a ellos, pero no nos pueden demostrar que merecen más nuestra obediencia.
»Aún hay otros que sostienen que en vez de torturarlos o ejecutarlos habría que condenar a nuestros clientes a trabajar para la Mancomunidad, cavando zanjas, construyendo torres y cosas así. Pero con el costo de los guardias y las cadenas se pueden contratar trabajadores honrados, que de otro modo no tendrían con qué alimentarse. ¿En razón de qué tendrían estos hombres que morir de hambre para que no mueran los asesinos o no sufran dolor los ladrones? Por lo demás, estos ladrones y asesinos, que desconocen la lealtad a la ley y la esperanza de recompensa, sólo trabajarían bajo el rigor del látigo. ¿Y qué es ese látigo sino una tortura más con diferente nombre?
»Otros más, por fin, afirman que a los declarados culpables habría que confinarlos, en comodidad y sin dolor, durante muchos años; a menudo por el resto de sus vidas. Pero los que están cómodos y sin dolor viven mucho tiempo, y cada oricreta gastada en mantenerlos podría destinarse a mejores propósitos. Sé poco de la guerra, pero sé lo bastante como para comprender cuánto dinero hace falta para comprar armas y pagar a los soldados. Ahora los combates se libran en las montañas del norte, de modo que combatimos como detrás de un centenar de muros. Pero ¿qué pasaría si llegaran a las pampas? ¿Sería posible rechazar a los ascios cuando hubiera tanto espacio para maniobrar? Y ¿cómo se alimentaría Nessus si los rebaños cayeran en manos de ellos?
»Si no debe confinarse cómodamente a los reos ni torturarlos, ¿qué queda? Si a todos se los matara, y de la misma forma, se consideraría igual a una pobre ladrona que a la que hubiese asesinado a su propio hijo, como hizo Morwenna de Saltos. ¿Te gustaría eso? En tiempos de paz, muchos podrían ser desterrados. Pero desterrarlos ahora sólo significaría entregar un cuerpo de espías a los ascios, para que los entrenaran, los proveyeran de fondos y los volvieran a poner entre nosotros. Pronto no podría confiarse en nadie, por mucho que hablaran nuestra lengua. ¿Te gustaría eso?
Dorcas yacía en tal silencio que por un momento creí que se había dormido. Pero tenía abiertos los ojos, esos enormes ojos de un azul perfecto; y cuando me incliné a mirarla, se movieron, y por un tiempo parecieron mirarme como podrían haber mirado las ondas en un estanque.
—De acuerdo, somos demonios —dije—. Si prefieres decirlo así. Pero somos necesarios. Hasta los poderes celestiales tienen que emplear demonios.
Unas lágrimas le asomaron a los ojos, aunque era imposible saber si lloraba porque me había lastimado o porque se había dado cuenta de que yo aún estaba allí. Con la esperanza de que recuperase el afecto que antes me mostraba, me puse a hablar de los tiempos en que aún estábamos en camino hacia Thrax, recordándole el claro donde nos habíamos encontrado tras huir del parque de la Casa Absoluta, y la conversación que habíamos tenido en esos grandes jardines, antes de la obra del doctor Tales, paseando entre las flores hasta sentarnos en un viejo banco junto a una fuente rota, y todo lo que ella me había dicho, y lo que yo le había dicho a ella.
Y me pareció que la tristeza se le aliviaba un poco hasta que mencioné la fuente, cuyas aguas manaban de la pila agrietada en una pequeña corriente que algún jardinero había enviado a vagar entre los árboles, para refrescarlos, y que terminaba allí embebiendo la tierra; pero entonces una oscuridad que no estaba en el cuarto sino en el rostro de Dorcas vino a depositarse entre nosotros como una de esas cosas raras que nos habían perseguido ajenas y a mí entre los cedros. Dorcas no quiso mirarme, y al cabo de un rato se durmió de veras.
Me levanté con el mayor silencio posible, descorrí el cerrojo de la puerta y bajé la retorcida escalera. Abajo, en el comedor, la dueña seguía trabajando pero los parroquianos se habían ido. Le expliqué a la mujer que la muchacha que había traído estaba enferma, pagué varios días de alquiler, y prometiendo regresar y hacerme cargo de cualquier otro gasto, le pedí que de cuando en cuando fuera a verla, y que la alimentara si quería comer.
—Ah, para nosotros será una bendición tener a alguien durmiendo en el cuarto —dijo la dueña—. Pero si su tesoro está enferma, ¿será el Nido del Pato el mejor lugar para dejarla? ¿No puede llevarla a su casa?
—Me temo que es vivir en mi casa lo que le ha hecho mal. Al menos no quiero correr el riesgo de que volviendo allí empeore.
—¡Pobre tesoro! —La dueña meneó la cabeza.—Tan bonita, además, y parece apenas una niña. ¿Cuántos años tiene?
Le dije que no sabía.
—Bien, le haré una visita y cuando se sienta con ganas le daré un poco de sopa. —Me miró dando a entender que el momento llegaría pronto, no bien yo me marchara.— Pero quiero que sepa que no la tendré prisionera para usted. Si ella quiere, será libre de irse.
Al salir de la posada quise volver a la Víncula por la ruta más directa; pero cometí el error de suponer que si la callejuela donde estaba el Nido del Pato corría casi hacia el sur, sería más rápido seguir por ella y cruzar el Acis más abajo que rehacer el camino por el que había venido con Dorcas hasta el muro posterior del castillo de Acies.
La callejuela me traicionó, como habría esperado si hubiese conocido mejor Thrax. Pues aunque muchas de las tortuosas calles que serpentean por las laderas puedan cruzarse, en general corren de arriba abajo; de modo que para ir de una a otra casa apretada al risco (a menos que estén muy cerca o una encima de otra) hay que bajar hasta la franja central cercana al río y luego volver a subir. Así, al poco rato me encontré tan alto en el acantilado oriental como la Víncula estaba en el opuesto, con menos perspectivas de llegar a ella que las que había tenido al abandonar la posada.