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—Se ha vuelto loco —dije, e incliné la cabeza hacia el sonido.

El doctor Talos asintió. —La mayoría está igual. Al menos, la mayoría de los que examiné. Les administro caldos de elébora, pero no diré que parezca servirles de mucho.

—En el tercer nivel de nuestra mazmorra teníamos clientes así, porque nos obligaban a retenerlos por cuestiones legales; nos los habían entregado, ¿sabe?, y nadie con autoridad nos autorizaba a ponerlos en libertad.

El doctor me estaba guiando hacia la escalera ascendente.

—Comprendo la dificultad de tu posición.

—A su tiempo morían —continué, obstinado—. Por las consecuencias de las torturas o por otras causas. Era realmente un despropósito mantenerlos allí.

—Supongo que sí. Cuidado con el gancho de ese cachivache. Quiere agarrarte la capa.

—Entonces ¿por qué no los suelta? Usted, evidentemente, no es un depositario de la ley en el sentido en que lo éramos nosotros.

—Para las representaciones, imagino. Para eso tiene Calveros casi toda esta basura. —Con un pie en el primer escalón, el doctor Talos se volvió a mirarme. Ahora recuerda que has de comportarte. No les gusta que los llamen cacógenos, ¿sabes? Llámalos como se te ocurra esta vez decir que se llaman, y no aludas al fango. De hecho, no hables de nada desagradable. El pobre Calveros ha trabajado muchísimo para enmendar las cosas con ellos después de perder la cabeza en la Casa Absoluta. Si llegas a estropear todo justo antes de que se vayan, lo destrozarás.

Prometí ser lo más diplomático posible.

Como la nave estaba apoyada sobre la torre, yo había supuesto que Calveros y los tripulantes se hallarían en la estancia más alta. Me equivoqué. Mientras subíamos al piso siguiente oí un murmullo de voces, luego el tono profundo del gigante que como tantas veces cuando había viajado con él, sonaba como el lejano derrumbe de una pared ruinosa.

En esa sala también había máquinas. Pero aunque tal vez fueran tan viejas como las de abajo, éstas daban la impresión de estar en condiciones de funcionar; y, además, de mantener unas con otras una relación lógica pero impenetrable, como los dispositivos de la sala de Tifón. Calveros y sus huéspedes estaban en el lado opuesto de la cámara, donde la cabeza del gigante, tres veces mayor que la de un hombre común, sobresalía entre la masa de cristal y metal como la de un tiranosaurio entre las hojas más altas de un bosque. Mientras iba hacia ellos vi, bajo una resplandeciente campana de cristal, lo que quedaba de una muchacha que podría haber sido hermana de Pía. Le habían abierto el abdomen con una hoja afilada, y quitado parte de las vísceras para colocarlas alrededor del cuerpo. Parecía estar en las primeras fases de la descomposición, aunque todavía movía los labios. Cuando pasé por delante se le abrieron los ojos, luego volvieron a cerrarse.

—¡Visitas! —exclamó el doctor Talos—. ¿A que no sabes quién?

El gigante volvió lentamente la cabeza, pero me miró, pensé, con tan poco entendimiento como la primera mañana en Nessus, cuando el doctor Talos lo había despertado.

—A Calveros lo conoces —siguió el doctor hablándome a mí—, pero debo presentarte a nuestros huéspedes.

Tres hombres, o lo que parecían hombres, se levantaron graciosamente. De haber sido un verdadero ser humano, uno habría sido bajo y robusto. Los otros dos eran una buena cabeza más altos que yo, altos como exultantes. Las máscaras que llevaban los tres les daban aspecto de hombres refinados de edad mediana, atentos y aplomados; pero me di cuenta de que los ojos que miraban por las ranuras de las máscaras de los más altos eran mucho más grandes que los humanos, y que la figura baja no tenía ojos, de modo que allí sólo se veía oscuridad. Los tres llevaban túnicas blancas.

—¡Sus Señorías! He aquí un gran amigo nuestro, el maestro Severian, de los torturadores. Maestro Severian, permíteme presentarte a los honorables hieródulos Ossipago, Barbatus y Famulimus. Es la labor de estos nobles personajes inculcar sabiduría a la raza humana…, representada aquí por Calveros, y ahora por ti.

El ser que el doctor Talos había presentado como Famulimus habló. La voz habría podido ser totalmente humana, excepto porque era más resonante y más musical que cualquier voz verdaderamente humana que yo hubiera oído, con lo que sentí que bien podría haber estado escuchando las palabras de un instrumento de cuerdas llamado a la vida.

—Bienvenido —cantó—. No hay para nosotros alegría mayor que saludarlo, Severian. Se inclina usted saludándonos cortésmente, pero nosotros nos hincamos ante usted de rodillas. —Yen verdad se arrodilló brevemente, y también los otros dos.

No podría haber dicho o hecho nada que me dejara más atónito, y estaba demasiado sorprendido como para ofrecer alguna réplica.

El otro cacógeno alto, Barbatus, habló como hubiera hecho un cortesano para llenar el silencio de una incómoda brecha en la conversación. La voz era más grave que la de Famulimus, y parecía tener un dejo militar.

—Sea usted bienvenido… Muy bienvenido, como ha dicho mi querido amigo y todos nosotros hemos intentado manifestar. Pero sus amigos de usted han de permanecer fuera mientras estemos aquí. Por supuesto que lo sabe. Lo menciono solamente como cuestión de forma.

El tercer cacógeno, en un tono tan grave que más que oírlo uno lo sentía, murmuró:

—No tiene ninguna importancia. —Y como si temiera que le viese las ranuras vacías de la máscara, se volvió y simuló mirar por la estrecha ventana que tenía detrás.

—Tal vez no importe, entonces —dijo Barbatus—. A fin de cuentas, Ossipago es el que sabe.

—¿O sea que tienes amigos aquí? —susurró el doctor Talos. Una de sus peculiaridades era que rara vez le hablaba a un grupo, como la mayoría de la gente, sino que se dirigía a un solo individuo, como si estuviera con él a solas, o bien peroraba como ante una asamblea multitudinaria.

—Me han escoltado algunos isleños —dije, intentando pintar las cosas lo mejor posible—. Ustedes habrán oído hablar de ellos. Viven en el lago, en masas de cañas flotantes.

—¡Se han levantado contra ti! —le dijo el doctor Talos al gigante—. Te advertí que iba a pasar. —Se precipitó a la ventana, por la cual parecía estar mirando el ser llamado Ossipago, y apartándolo con el hombro atisbó la noche. Luego, volviéndose hacia el cacógeno, se arrodilló, le tomó la mano y la besó. La mano era simplemente un guante de algún pintado material flexible que imitaba la carne, con algo dentro que no era una mano.

—Nos ayudará, Señoría, ¿verdad? Seguro que a bordo de la nave hay fantasinos. Con que pongamos en el muro una hilera de horrores, tendremos un siglo de seguridad.

Con su lenta voz, Calveros dijo: —Severian será el vencedor. ¿Por qué si no se han arrodillado ante él? Aunque él es probable que muera, y nosotros no. Usted ya los conoce, doctor. El saqueo puede diseminar el conocimiento.

El doctor Tales se volvió hacia él, furioso. —¿Lo diseminó antes? ¡Te estoy preguntando! —¿Quién puede decirlo, doctor?

—Tú sabes que no. ¡Son los mismos brutos ignorantes y supersticiosos que han sido siempre! —Volvió a girar.— Contéstenme, nobles hieródulos. Si alguien lo sabe, tienen que ser ustedes.

Famulimus hizo un ademán, y nunca fui más consciente que en ese momento de la verdad que había bajo la máscara, porque ningún brazo humano podría haber hecho un movimiento así, y era un movimiento sin significado, que no transmitía acuerdo ni desacuerdo, ni irritación ni consuelo.