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—No hablaré de todas las cosas que ya sabe —dijo—. Que los que usted teme han aprendido a vencerlo. Tal vez sea cierto que todavía son simples; no obstante, llevándose algo a casa es probable que consigan hacerse sabios.

Se dirigía al doctor, pero yo no pude refrenarme más y dije: —¿Puedo preguntar de qué está hablando, sieur?

—Hablo de ustedes, de todos ustedes, Severian. No puede ser pernicioso, ahora, que yo hable.

Barbatus intervino: —Sólo si no lo hace con demasiada soltura.

—Hay una señal que usan en cierto mundo, donde a veces nuestra nave exhausta encuentra por fin descanso. Es una serpiente con cabezas en las dos puntas. Una cabeza está muerta… La otra la muerde.

Sin apartarse de la ventana, Ossipago dijo:—Eso es este mundo, pienso yo.

—Seguro que la Cumana podría revelar su origen. De todos modos, no importa que lo sepan. Me comprenderán más claramente. La cabeza viva representa la destrucción. La cabeza que no vive, la construcción. Aquélla se alimenta de ésta; y al alimentarse nutre a su comida. Un niño podría pensar que si la primera muriese, la criatura muerta, constructiva, triunfaría, y haría que la gemela se le pareciese. La verdad es que pronto se arruinarían las dos.

Barbatus dijo: —Como demasiado a menudo, mi buen amigo es menos que claro. ¿Acaso han podido seguirlo?

—¡Yo no! —anunció iracundo el doctor Talos. Alejándose como disgustado, se apresuró a bajar la escalera.

—Eso no importa —me dijo Barbatus—, mientras entienda el amo.

Hizo una pausa, como esperando a que Calveros lo contradijera, y luego continuó, dirigiéndose todavía a mí:

—Nuestro deseo, ¿ve usted?, es llevar progreso a su raza, no adoctrinarla.

—¿Llevar progreso a los de la costa? —pregunté. Todo ese tiempo las aguas del lago habían estado murmurando su lamento nocturno a través de la ventana. La voz de Ossipago pareció mezclarse con ese murmullo cuando dijo: —A todos ustedes… — ¡Entonces es cierto! Lo que han sospechado tantos sabios. Nos están guiando. Ustedes nos observan, y a lo largo de las edades de su historia, que no han de parecerles más que días, nos fueron sacando de la barbarie. —En mi entusiasmo extraje el libro marrón, algo húmedo todavía por la mojadura de esa mañana, pese al envoltorio de seda aceitada.— Déjenme mostrarles lo que dice aquí: «El hombre, que no es sabio, es empero objeto de la sabiduría. Si la sabiduría lo considera objeto adecuado, ¿será cosa sabia en él alumbrarse con su propia necedad?». Algo por el estilo.

—Se equivoca —me dijo Barbatus—. Para nosotros las edades son eones. Mi amigo y yo tratamos con su raza desde hace menos tiempo que el que usted tiene vivido.

—Estas cosas viven sólo una docena de años, como los perros dijo Calveros. El tono decía más que las palabras que transcribo, pues cada una caía como una piedra en una cisterna muy honda.

Dije: —No puede ser.

—Ustedes son la obra para la que vivimos —explicó Famulimus—. Ese hombre que llama usted Calveros vive para aprender. Cuidamos de que amontone saber del pasado; hechos sólidos como semillas que lo hagan poderoso. A su hora morirá a manos de gentes que no acumulan, pero morirá con un leve provecho para todos ustedes. Piense en un árbol que hiende una roca. Junta agua, el calor vivificante del sol… y toda la materia de la vida en beneficio propio. Llegado el momento muere y se pudre para alimentar la tierra, que sus mismas raíces han hecho con el material de la piedra. Desaparecida su sombra, germinan nuevas semillas; donde se alzó, al cabo de un tiempo florece un bosque.

El doctor Tales emergió de nuevo por la escalera, aplaudiendo lenta y despectivamente.

—Entonces ¿ustedes les dejaron estas máquinas? —pregunté. Mientras hablaba, tenía conciencia de que a mis espaldas, en algún sitio, había una mujer eviscerada murmurando bajo un cristal, algo que en otro tiempo no habría molestado en absoluto al torturador Severian.

Barbatus dijo: —No. Éstas las encontró él, o se las construyó. Famulimus ha dicho que él deseaba aprender, y que nos encargamos de que lo consiguiera, no que le hayamos enseñado. Nosotros no le enseñamos nada a nadie, y sólo comerciamos artefactos demasiado complejos como para que la gente de usted pueda duplicarlos.

—Estos monstruos, estos horrores, no hacen nada por nosotros. Tú ya los has visto… Ya sabes lo que son. Cuando mi pobre paciente se enfureció con ellos en el teatro de la Casa Absoluta, casi lo matan con sus pistolas.

El gigante se movió en la gran silla.

—No hace falta que finja simpatía, doctor. Le sienta mal. Hacerme el tonto mientras ellos miraban… —Los inmensos hombros se levantaron y cayeron.En verdad, no tendría que haberme desenfrenado. Ahora han aceptado olvidar.

Barbatus dijo: —Usted sabe que esa noche habríamos podido matar fácilmente a su creador. Lo quemamos apenas lo suficiente para que dejara de atacarnos.

Entonces recordé lo que el gigante me había dicho al separarnos en el bosque, más allá de los jardines del Autarca: que él era el amo del doctor. Ahora, sin detenerme a pensarlo, agarré la mano del doctor. La piel parecía tan tibia y viva como la mía, aunque curiosamente seca. Al cabo de un momento se soltó.

—¿Qué es usted? —le pregunté, y como no contestaba, me volví hacia los seres que se hacían llamar Famulimus y Barbatus—. Una vez, sieurs, conocí a un hombre que sólo en parte era carne humana…

En vez de replicar miraron al gigante, y aunque yo sabía que esas caras eran solamente máscaras, sentí la fuerza con que exigían una respuesta. —Un homúnculo — gruñó Calveros.

XXXIV — Máscaras

Mientras Calveros hablaba llegó la lluvia, una lluvia fría que azotó las rudas piedras grises del castillo con un millón de puños helados. Me senté, apretando TerminusEst con las rodillas para que dejaran de temblarme.

—Ya cuando los isleños me hablaron de un hombrecito que había pagado la construcción de este castillo —dije con todo el aplomo que pude reunirdeduje que estaban hablando del doctor. Pero ellos dijeron que usted, el gigante, había llegado después. —El hombrecito era yo. El doctor vino después.

Un cacógeno mostró por la ventana una chorreante cara de pesadilla, y luego desapareció. Quizá le transmitió algún mensaje a Ossipago, si bien yo no oí nada. Ossipago habló sin volverse.

—El crecimiento tiene sus desventajas, aunque es el único método de que dispone su especie para reponer la fuerza de la juventud.

El doctor Talos se levantó de un salto. —¡Los venceremos! Él mismo se ha puesto en mis manos. —Me vi obligado —dijo Calveros—. No había nadie más. Creé a mi propio médico.

Intentando aún recobrar mi equilibrio mental, yo pasaba la mirada de uno a otro; ninguno de los dos había cambiado de aspecto ni de maneras.

—Pero él le pega —dije—. Yo lo he visto.

—Una vez oí cómo se confesaba a la mujer pequeña. Usted destruyó a otra mujer a quien amaba. Ysin embargo era esclavo de ella.

El doctor Talos dijo: —Yo tengo que levantarlo, ¿te das cuenta? Tiene que hacer ejercicio, y eso es parte de mi trabajo. Me dicen que el Autarca, cuya salud es la dicha de sus súbditos, tiene en su dormitorio un isócrono, regalo de un autarca de más allá del borde del mundo. Quizá sea el amo de estos caballeros. No lo sé. El caso es que teme encontrarse con una daga en la garganta y no deja que se le acerque nadie cuando duerme, de modo que el artefacto cuenta las guardias durante la noche. Al amanecer lo despierta. ¿Cómo es entonces que el señor de la Mancomunidad permite que una mera máquina perturbe su sueño? Calveros, como te ha dicho, me creó para que fuera su médico. Hace ya un tiempo que me conoces, Severian. ¿Dirías que padezco gravemente el infame vicio de la falsa modestia?