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Yo tenía miedo, pero ella me tomó la mano y se la llevó a la mejilla. La sensación era de frescura y de vida, exactamente lo contrario que el calor seco de la piel del doctor.

—Todas las máscaras monstruosas que nos ha visto usar no son sino sus conciudadanos de Urth. Insecto, lamprea, o bien leproso moribundo. Son todos hermanos suyos, aunque quizá le repugne.

Ya estábamos cerca del nivel más alto de la torre, pisando a veces madera chamuscada: las ruinas de la conflagración desatada por Calveros y el médico. Cuando retiré la mano, Famulimus se puso de nuevo la máscara.

—¿Por qué lo hacen? —pregunté.

—Para que su gente nos odie y nos tema. Si no lo hiciéramos, ¿cuánto tiempo tolerarían los hombres corrientes un reinado que no fuera el nuestro? No querríamos robar a los suyos su propio gobierno; protegiendo a su especie de nosotros, ¿no mantiene el Autarca el Trono del Fénix?

Me sentí como a veces me había sentido en las montañas cuando, al despertar de un sueño, me incorporaba asombrado, miraba alrededor y veía la luna verde clavada en el cielo con un pino, y los rostros ceñudos y solemnes de las montañas bajo sus diademas rotas, en vez de las soñadas paredes del estudio del maestro Palaemon, o nuestro refectorio, o la galería de celdas donde me sentaba en la mesa del guardia ante la puerta de Thecla. Me las arreglé para decir: —¿Entonces por qué se me ha mostrado?

Yella respondió: —Aunque usted nos vea, nosotros no lo veremos más. Nuestra amistad comienza y acaba aquí, me temo. Llámelo regalo de bienvenida de unos amigos que se marchan.

Entonces el doctor, que iba adelante, abrió una puerta, y el tamborileo de la lluvia se transformó en bramido, y sentí que el aire helado pero vivo de fuera invadía el frío aire de muerte de la torre. Calveros tuvo que agacharse y girar los hombros para cruzar el umbral, y me sorprendió darme cuenta de que con el tiempo sería incapaz de hacerlo, por muchos cuidados que recibiera del doctor Talos: habría que ensanchar la puerta, y también la escalera, quizá, pues si llegaba a caerse seguramente se mataría. Entonces comprendí qué era lo que me había intrigado antes: la razón de las grandes salas y los techos altos de ésta, su torre. Y me pregunté cómo serían las bóvedas en la roca donde confinaba a sus hambrientos prisioneros.

XXXV — La señal

Aunque de abajo había parecido que la nave descansaba en la estructura de la propia torre, no era así. Más bien era como si flotase media cadena o más por encima de nosotros: demasiado alto para ofrecer mucho abrigo contra los latigazos de la lluvia, que daban a la suave curva del casco un brillo de nácar negro. Mirándola, no pude abstenerme de especular sobre las velas que semejante embarcación podría desplegar para embolsar los vientos que soplaban entre los mundos; y entonces, justo cuando me preguntaba si la tripulación no iba a asomarse a espiarnos, uno de los tritones, los extraños y misteriosos seres que por un rato habían andado por debajo del casco, salió de pronto con la cabeza estirada como una ardilla, envuelto en luz anaranjada y aferrado al casco con manos y pies, por más que estaba mojado como una piedra del río y pulido como la hoja de Terniinus Est. Llevaba una de esas máscaras que he descrito varias veces, pero ahora yo sabía que era una máscara. Al ver a Ossipago, Barbatus y Famulimus, se detuvo, y un momento después, desde algún lugar de arriba, lanzaron una fina línea anaranjada y brillante que parecía un hilo de luz.

—Debemos irnos —le dijo Ossipago a Calveros, y le entregó la Garra—. Piense bien en todas las cosas que no le hemos dicho, y recuerde lo que no se le ha mostrado.

—Lo haré —dijo Calveros, con la voz más lúgubre que le haya oído.

Entonces Ossipago tomó la línea y se deslizó hacia arriba hasta bordear la curva del casco y perderse de vista. Aunque en cierto modo pareció que no se deslizaba hacia arriba sino hacia abajo, como si la nave misma fuera un mundo y atrajera con ciega avidez todo lo que le pertenecía, como hace Urth; o quizá sólo fuera que Ossipago se había vuelto más leve que nuestro aire, igual que un marinero que se zambulle en el mar desde el barco, y luego sube a la superficie como había subido yo después de saltar de la barca del atamán.

Como fuera, Barbatus y Famulimus lo siguieron. Famulimus agitó la mano hasta que el bulto del casco la ocultó; sin duda el doctor y Calveros pensaron que se despedía de ellos; pero yo sabía que me había saludado a mí. Una sábana de lluvia me dio en la cara, cegándome a pesar de la capucha.

Lentamente al principio, luego cada vez más rápido, la nave se elevó y retrocedió, desapareciendo en lo alto no al norte o al sur o al este o al oeste, sino menguando en una dirección que, cuando ya no estuvo, me fue imposible señalar.

Calveros se volvió hacia mí. —Usted los oyó.

Sin entender, dije: —Sí, hablé con ellos. El doctor Talos me invitó al abrirme la puerta del muro.

—No me dijeron nada. No me han mostrado nada. —Haber visto la nave —repliqué— y haber hablado con ellos… No puede decirse que no sea nada.

—Me llevan hacia adelante. Siempre adelante. Me llevan como un buey al matadero.

Fue hasta la almena y contempló la vasta extensión del lago; batido por la lluvia parecía un mar de leche. Los merlones estaban a varios palmos por encima de mí, pero Calveros se apoyó en ellos como en una barandilla, y en su puño cerrado vi el resplandor azul de la Garra. El doctor Talos me tiró de la capa, murmurando que nos convenía entrar y protegernos de la tormenta, pero yo no quería moverme.

—Empezó mucho antes de que usted naciera. Al principio me ayudaron, aunque sólo preguntando cosas, sugiriendo ideas. Ahora sólo apuntan. Ahora sólo insinúan lo suficiente como para decirme que algo se puede hacer. Esta noche ni siquiera hubo eso.

Queriendo urgirlo a que dejara de tomar a los isleños para sus experimentos, pero sin saber cómo, dije que había visto los proyectiles explosivos, que indudablemente eran muy maravillosos, un invento estupendo.

—Natrio —dijo, y se volvió para enfrentarme, con la enorme cabeza alzada al cielo oscuro—. Usted no sabe nada. El natrio es una mera sustancia elemental que el mar produce con una profusión inagotable. ¿Piensa que si fuera más que un simple juguete se lo habría dado a los pescadores? No, mi gran obra soy yo. ¡Y yo soy mi única gran obra!

El doctor Talos susurró: —Mira alrededor… ¿No reconoces esto? ¡Es tal como él dice!

—¿De qué me habla? —susurré yo a mi vez.

—El castillo. El lago. El hombre sabio. Acabo de pensarlo. Así como los hechos vitales del pasado proyectan su sombra sobre las edades venideras, ahora, por ejemplo, cuando el sol se dirige a la oscuridad, nuestras sombras se precipitan al pasado para perturbar los sueños de los hombres.

—Usted está loco —dije—. O bromea.

—¿Loco? —rugió Calveros—. El que está loco es usted. Usted, con sus fantasías teúrgicas. ¡Cómo estarán riéndose de nosotros! Nos consideran bárbaros… A mí, que he trabajado durante tres vidas.

Extendió el brazo y abrió el puño. Ahora la Garra fulguraba para Calveros. Alargué la mano, y él, con un movimiento súbito, la tiró al aire. ¡Cómo relampagueó en la oscuridad barrida por la lluvia! Fue como si la misma Skuld, la brillante, hubiera caído del cielo nocturno.

Oí, entonces, el alarido de la gente del lago, que esperaba al pie de los muros. Yo no había hecho ninguna señal; pero la señal había sido dada por el único hecho, salvo acaso un ataque contra mi persona, que habría podido inducirme a darla. TerminusEst salió de la vaina mientras el grito de batalla seguía llegando con el viento. La levanté para golpear pero, antes de que pudiera acabar con el gigante, el doctor Talos se interpuso de un salto. Pensé que el arma que esgrimía para defenderse era sólo el bastón; de no haber tenido el corazón roto por la pérdida de la Garra, verlo lanzar estocadas me habría dado risa. Mi hoja resonó contra acero, y aunque el arma de él retrocedió, pudo contener el golpe. Antes de que pudiera recobrarme, Calveros pasó corriendo y me estrelló contra el parapeto.