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De repente, cuando habíamos recorrido unas tres cuartas partes de la sala alejándonos de la escalera, dio media vuelta y echó a correr. Fue pasmoso, como ver un árbol corriendo.

También fue muy rápido. Desgarbado como era, cubría dos zancadas con cada paso, y llegó a la pared —donde por ventana había apenas una ranura, igual a aquella por donde había mirado Ossipago— mucho antes que yo.

Por un instante no entendí qué se proponía. El ventanuco era demasiado angosto para su cuerpo. Hundió en él las dos grandes manos, y oí un ruido de piedra molida contra piedra.

Justo a tiempo adiviné, y me las arreglé para retroceder unos pasos. Un momento después él sostenía un mojado bloque de piedra, sacado del muro. Lo alzó por encima de su cabeza y me lo tiró.

Mientras yo lo esquivaba de un salto, arrancó otro, y luego otro más. Al tercero tuve que rodar desesperadamente, aferrando todavía la espada, para evitar el cuarto, y las piedras empezaron a llegar más y más rápido mientras la falta de las anteriores iba debilitando la estructura del muro. Por la más pura casualidad, al rodar me acerqué a un pequeño cofre que había en el suelo, un objeto no más grande que el que utilizaría un ama de casa modesta para guardar sus anillos.

El cofre tenía unas perillas de adorno, y algo de su forma me recordó a las que el maestro Gurloes había ajustado en el tormento de Thecla. Antes de que Calveros pudiera lanzar otra piedra, recogí el cofre e hice girar una de las perillas. En seguida la bruma disipada volvió a brotar hirviendo del suelo, alcanzando rápidamente el nivel de mi cabeza y cegándome en un mar de blancura.

—Lo ha encontrado —dijo Calveros en su tono lento y profundo—. Tendría que haberlo apagado. Ahora no lo veo, pero usted tampoco me ve a mí.

Me callé porque sabía que él tenía un bloque ya preparado y esperaba el sonido de mi voz. Después de respirar una docena de veces, empecé a aproximarme en silencio. Estaba seguro de que, por astuto que fuete, él no podía caminar sin que yo lo oyera. Había dado cuatro pasos cuando la piedra se estrelló contra el suelo a mis espaldas, y oí que arrancaba otra del muro.

Estavez fue excesivo; hubo un ruido ensordecedor y comprendí que una parte entera del muro, por encima de la ventana, tenía que haberse desplomado. Fugazmente me atreví a pensar que lo había matado; pero en seguida empezó a disiparse la bruma, que por el agujero en la pared escapaba hacia la lluvia y la noche, y lo vi todavía de pie junto al abismo.

Debía de haber soltado la piedra que acababa de arrancar cuando se derrumbó la pared; tenía las manos vacías. Me lancé hacia él esperando atacarlo antes de que se diera cuenta. Una vez más fue demasiado rápido. Lo vi aferrarse a lo que quedaba de muro y saltar afuera, y cuando llegué a la abertura ya estaba bastante más abajo. Lo que había hecho parecía imposible; pero cuando miré mejor la parte de la torre alumbrada por las luces de la sala, vi que los bloques eran desparejos y estaban encajados sin mortero, por lo que a veces había grietas considerables entre uno y otro, y que con la altura el muro se sesgaba hacia adentro.

Estuve tentado de extraer TerminusEst y seguirlo, pero me habría vuelto completamente vulnerable, ya que sin duda Calveros llegaría al suelo antes que yo. Le tiré el cofre y pronto lo perdí de vista en la lluvia. Sin otra alternativa, volví a tientas a la escalera y bajé al nivel que había visto al entrar en el castillo. En aquel momento había estado en silencio, deshabitado salvo por sus antiguos mecanismos. Ahora era un pandemónium. Arriba y debajo y a través de las máquinas hormigueaban docenas de seres espantosos semejantes a la cosa espectral cuyo fantasma había visto en la sala que Calveros llamaba cámara de nubes. Como Tifón, algunos tenían dos cabezas; otros tenían cuatro brazos; muchos sufrían la maldición de unas extremidades desproporcionadas: piernas el doble de largas que los cuerpos, brazos más gruesos que los muslos. Todos tenían armas, y por lo que pude juzgar, estaban locos, pues se atizaban unos a otros tan generosamente como los isleños que luchaban contra ellos. Me acordé entonces de lo que me había dicho Calveros: que el patio de abajo estaba lleno de amigos míos y sus adversarios. Ciertamente no se había equivocado; esas criaturas lo habrían atacado con sólo verlo, del mismo modo que se atacaban entre sí.

Corté a tres antes de llegar a la puerta, y mientras avanzaba pude reagrupar a los hombres del lago que habían entrado por mí en la torre, diciéndoles que el enemigo que buscábamos estaba fuera. Cuando vi cuánto temían a los lunáticos monstruos que seguían brotando de la escalera a oscuras (y a quienes no alcanzaban a reconocer como lo que indudablemente eran, las ruinas de sus hijos y sus hermanos), me sorprendió que se hubiesen atrevido incluso a entrar en el. castillo. De todos modos fue espléndido ver cómo los animaba mi presencia; me dejaron tomar el mando, pero supe por sus miradas que me seguirían adonde los llevase. Fue la primera vez, creo, que entendí realmente el placer que debía haberle dado su cargo al maestro Gurloes; hasta entonces yo sólo había supuesto que ese placer consistía en una mera celebración de la habilidad para imponer su voluntad a otros. También entendí por qué tantos cortesanos jóvenes abandonaban a sus novias, mis amigas en la vida que yo vivía como Thecla, para aceptar misiones en oscuros regimientos.

La lluvia había amainado, aunque seguía cayendo en láminas plateadas. En los escalones había cadáveres de hombres, y muchos más de las criaturas del gigante; por miedo a caerme si los pisaba, me vi obligado a apartar a varios con el pie. Abajo, en la muralla, el combate aún era intenso, pero ninguna de las criaturas de allí subía a atacarnos, y los del lago conservaban la escalera contra los que habíamos dejado atrás en la torre. No vi rastro alguno de Calveros.

El combate, he descubierto, aunque emocionante porque lo pone a uno fuera de sí, es de difícil descripción. Y cuando termina, lo que uno recuerda mejor —porque mientras dura, la mente está demasiado ocupada y no registra mucho— no son los tajos y las fintas sino los hiatos entre los encuentros. En la muralla del castillo de Calveros intercambié golpes frenéticos con los monstruos que él había forjado, pero ahora no podría decir cuándo luché bien y cuándo mal.

La oscuridad y la lluvia propiciaban el estilo de combate salvaje que me imponía el diseño de Termiuus Est. No sólo la esgrima formal sino cualquier juego de lanza o espada que se le parezca requieren buena luz, porque cada antagonista ha de ver el arma del otro. Allí apenas había luz. Por lo demás, las criaturas de Calveros poseían un coraje suicida que no les prestaba gran favor. Intentaban saltar por encima o pasar por debajo de mis mandobles, y en general las alcanzaba con el primer revés. En cada uno de esos combates fragmentarios tomaban cierta parte los isleños, y en un caso despacharon efectivamente a mi adversario. En los demás lo distraían, o lo herían antes de que yo lo enfrentara. Ninguno de esos lances fue satisfactorio en el sentido en que lo es una ejecución bien realizada.

Después del cuarto no hubo más, aunque por todas partes había enemigos muertos o agonizantes. Reuní a los isleños a mi alrededor. Estábamos todos en ese estado eufórico que acompaña a la victoria, y ellos tenían todo el deseo de atacar a cualquier gigante, por enorme que fuese; pero hasta los que habían estado en el patio mientras caían las piedras juraron no haber visto a ninguno. Cuando ya empezaba a pensar que eran ciegos, y sin duda ellos se disponían a creer que me había vuelto loco, la luna vino a salvarnos.

Qué extraño es. Todo el mundo busca conocimiento en el cielo, bien estudiando la influencia de las constelaciones en los acontecimientos, bien, como Calveros, intentando arrebatárselo a los que los ignorantes llaman cacógenos, bien solamente, en el caso de granjeros, pescadores y otros así, para encontrar indicios del clima; y sin embargo nadie busca allí ayuda inmediata, aunque a menudo la recibe, como yo aquella noche.