No sé si habría cumplido o no el voto. He amado la vida desde que tengo recuerdos. (Fue, creo, el amor a la vida lo que me dio la habilidad que pueda tener en mi arte, porque no soportaba ver extinguirse la llama que yo tanto estimaba si no era con perfección.) Sin duda amaba mi propia vida, mezclada ahora con la de Thecla, tanto como otras. De haber roto el juramento, no habría sido la primera vez.
No me hizo falta. Hacia media mañana de uno de los días más placenteros que he conocido, cuando el sol era una caricia tibia y el chapoteo del agua una música amable, encontré la gema; o lo que quedaba de ella.
Se había hecho trizas en las rocas; había pedazos bastante grandes como para adornar un anillo tetrárquico y astillas no mayores que las partículas brillantes que vemos en la mica, pero nada más. Llorando, junté los fragmentos uno por uno, y cuando comprendí que estaban tan inertes como las joyas que diariamente extraen los mineros, los adornos saqueados a muertos de tiempos lejanos, los llevé al lago y los tiré al agua.
Tres veces bajé hasta el borde del agua con pequeños montones de astillas azuladas en la palma de la mano, y cada vez volví a buscar más al lugar donde había encontrado la gema rota; y al cabo de la tercera algo encontré, incrustado entre dos piedras, de modo que finalmente tuve que ir al bosquecito a buscar unas ramas para soltarlo y pescarlo, algo que no era una gema pero irradiaba una intensa luz blanca, como una estrella.
Lo saqué con más curiosidad que reverencia. Era tan distinto del tesoro que yo había buscado en el promontorio —o al menos tan distinto de los trocitos que había encontrado—, que hasta que lo tuve en la mano casi no se me ocurrió que pudiera haber entre ellos alguna relación. No sé decir cómo es posible que un objeto negro dé luz, pero éste la daba. Podría haber sido una talla en azabache, tan negro era y tan intensamente bruñido; pero relucía: una garra larga como la última articulación de mi meñique, cruelmente curva y puntiaguda, la realidad de ese centro oscuro del corazón de la gema, que no ha sido quizá más que un engarce, una píxide o lipsanoteca.
Largo rato estuve arrodillado de espaldas al castillo, con la mirada que iba y volvía entre ese raro tesoro reluciente y las olas, mientras trataba de aprehender su significado. Viéndola así, sin la cubierta de zafiro, sentí profundamente un efecto que no había notado en otro tiempo, aun antes de que me la arrebataran en la casa del atamán. Cada vez que la miraba, parecía que se me borraba el pensamiento. No como con el vino o ciertas drogas, que incapacitan la mente en ese sentido, sino reemplazándolo por un estado más alto que no sé denominar. Una y otra vez sentía que entraba en ese estado, y me elevaba siempre más hasta que temía no volver nunca al modo de conciencia que llamo normalidad; y una y otra vez me arrancaba de él. Cuando emergía, sentía que había obtenido una inexpresable percepción de inmensas realidades.
Por último, tras una larga serie de audaces avances y temerosos retrocesos, llegué a comprender que nunca alcanzaría un conocimiento real de la cosa pequeña que tenía en la mano, y con ese pensamiento (porque era un pensamiento) entré en un tercer estado, una obediencia feliz a no sabía qué, una obediencia irreflexiva porque ya no había nada sobre qué reflexionar, y sin la menor sombra de rebelión. Ese estado duró todo ese día y gran parte del siguiente, hasta que me hube adentrado mucho en las colinas.
Aquí me interrumpo, lector, tras haberte llevado de fortaleza a fortaleza: desde la amurallada ciudad de Thrax, que domina el Acis superior, hasta el castillo del gigante, que domina la costa meridional del remoto lago Diuturna. Thrax fue para mí la puerta a las montañas indómitas. Del mismo modo, esta torre solitaria resultaría ser una puerta: el verdadero umbral de la guerra, de la cual había ocurrido allí una mera y aislada escaramuza. Desde aquel momento hasta ahora, esa guerra ha absorbido mi atención casi sin tregua.
Aquí me interrumpo. Si no deseas lanzarte a la lucha a mi lado, lector, no te censuro. No es una lucha fácil.
Apéndice
Nota sobre la administración provincial
La breve relación que hace Severian de su carrera en Thrax es la mejor (aunque no la única) evidencia que tenemos sobre los asuntos de gobierno en la era de la Mancomunidad, tal como se daban fuera de los brillantes pasillos de la Casa Absoluta y las rebosantes calles de Nessus. Está claro que nuestras distinciones entre ramas legislativa, ejecutiva y judicial no son aplicables: no cabe duda de que administradores como Abdiesus se reirían de la noción de que las leyes deben ser hechas por un grupo de personas, aplicadas por otro y juzgadas por un tercero. Considerarían que semejante sistema es impracticable, como por cierto se está demostrando.
En el período de los manuscritos, arcontes y tetrarcas son elegidos por el Autarca, que como representante del pueblo tiene en sus manos todo el poder. (Véase, no obstante, la observación que sobre este punto hace Famulimus a Severian.) Se espera de estos oficiales que hagan valer las órdenes del Autarca y administren justicia en concordancia con los usos heredados de las poblaciones que gobiernan. También están autorizados para hacer leyes locales —válidas únicamente en el área gobernada por el legislador y sólo por el término de su mandato— e imponerlas bajo amenaza de muerte. Como en la Casa Absoluta o en la Ciudadela, en Thrax parece desconocerse la prisión por tiempo determinado, nuestra forma más común de castigo. Se mantiene a los prisioneros en la Vincula en espera de la tortura o la ejecución, o como rehenes para la buena conducta de amigos y familiares.
Según muestra claramente el manuscrito, la supervisión de la Vincula («la casa de las cadenas») es sólo uno de los deberes del lictor («el que ata»). Este oficial es el principal subordinado del arconte en la administración de justicia criminal. En ciertas ocasiones ceremoniales desfila delante de su señor llevando una espada desnuda, poderoso recordatorio de la autoridad del arconte. Durante las sesiones del tribunal, se le exige que permanezca de pie (como Severian se lamenta) a la izquierda del banco. Lleva a cabo personalmente las ejecuciones y otros actos mayores de castigo judicial, y supervisa la actividad de los clavígeros («los de las llaves»).
Esos clavígeros no sólo son los guardias de la Vincula sino que actúan además como policía de investigación, función para la que cuentan con la ventaja de poder arrancar a sus prisioneros información por la fuerza. Las llaves que portan parecen lo bastante grandes como para ser utilizadas como porras, y son así tanto sus herramientas como sus emblemas de autoridad.
Los dimarchi («los que combaten de dos maneras») son tanto la policía uniformada como las tropas del arconte. No obstante, el título no parece referirse a esta doble función, sino a un equipo y un entrenamiento que les permite desempeñarse como caballería o infantería según las necesidades. Sus filas están integradas, al parecer, por soldados profesionales, veteranos de las campañas del norte y no nativos de la zona.
La propia Thrax es, claramente, una ciudad fortaleza. De un lugar tal no podría esperarse que resistiera más de un día, a lo sumo, contra el enemigo ascio; parece más bien ideada para rechazar las incursiones de bandoleros y rebeldes de los exultantes y armígeros locales. (El marido de Cyriaca, que debía de haber sido una persona casi desconocida en la Casa Absoluta, en las cercanías de Thrax tiene claramente alguna importancia, y hasta representa algún peligro.) Si bien parece prohibirse a exultantes y armígeros que mantengan ejércitos privados, no hay duda de que muchos de sus seguidores, se los llame monteros, lacayos o como sea, son en lo fundamental combatientes. Presumiblemente son esenciales para proteger las villas de saqueadores y cobrar los impuestos, pero en caso de disturbios pueden convertirse en poderosa fuente de peligros para gentes como Abdiesus. En ocasión de un conflicto así, la ciudad fortificada, montada sobre las nacientes del río, le daría a este personaje una ventaja casi insalvable.