No me hizo falta preguntar quién era el visitante; sólo la presencia del arconte habría podido extraerle ese tono.
No era difícil llegar a mis habitaciones privadas sin pasar por el estudio donde administraba los asuntos de la Vincula y llevaba las cuentas. El tiempo que me tomó quitarme la chilaba prestada y ponerme la capa fulígena lo usé en preguntarme por qué el arconte, que nunca antes había ido a verme, y a quien por cierto pocas veces había visto fuera del tribunal, podría considerar necesario visitarme en la Víncula, al parecer sin cortejo.
Las conjeturas fueron bienvenidas porque mantuvieron alejados otros pensamientos. En nuestra alcoba había un gran espejo de azogue, un espejo mucho más eficaz que las pequeñas planchas de metal pulido a que yo estaba habituado; y en él, descubrí al detenerme delante a examinar mi aspecto, Dorcas había garabateado con jabón cuatro versos que me había cantado una vez:
En el estudio había varias butacas amplias, y en una de ellas yo había esperado encontrar al arconte (aunque también se me había ocurrido que pudiera estar aprovechando la oportunidad para hojear mis papeles, a lo cual tenía derecho, si se le antojaba). En cambio estaba de pie junto a la tronera, mirando la ciudad de una manera muy parecida a como la había mirado yo esa misma tarde, desde las almenas del castillo. Tenía las manos tomadas a la espalda, y al mirarlas vi que se movían como si cada una tuviera vida propia, engendrada por los pensamientos del mismo arconte. Pasó cierto tiempo antes de que se volviese y reparase en mí.
—Está usted aquí, Maestro Torturador. No lo había oído entrar.
—Soy apenas un oficial, Arconte.
El arconte sonrió y se sentó en el alféizar, la espalda vuelta al abismo. Tenía una cara tosca, de nariz ganchuda y grandes ojos ribeteados de carne oscura, pero no masculina; casi podría haber sido la cara de una mujer fea.
—¿Aun comprometido por mí con la responsabilidad de este sitio sigue siendo un oficial?
—Sólo los maestros del gremio pueden ascenderme, Arconte.
—Pero a juzgar por la carta que traía, por la decisión de enviarlo aquí y por el trabajo que ha hecho desde que llegó, es usted el mejor de los oficiales. De todos modos, si decidiese darse ínfulas, aquí nadie lo notaría. ¿Cuántos maestros hay?
—Lo notaría yo, Arconte. Solamente dos, a menos que hayan ascendido a alguien desde que partí. —Les escribiré pidiéndoles que lo asciendan in absentia.
—Gracias, Arconte.
—No es nada —dijo, y volvió a mirar por la tronera como si la situación lo incomodase—. Supongo que tendrá noticias dentro de un mes.
—No me ascenderán, Arconte. Pero al maestro Palaemon le alegrará saber que me tiene usted tanto aprecio.
Una vez más se volvió a mirarme.
—No hay por qué ser tan formales. Mi nombre es Abdiesus, y no hay razón para que no me llames así cuando estamos solos. Entiendo que el tuyo es Severian.
Asentí.
Volvió a mirar hacia afuera.
—Esta abertura es muy baja. La estaba examinando antes de que entraras, y el parapeto apenas me llega a las rodillas. Me temo que sería fácil caerse. —Sólo para alguien de su altura, Abdiesus.
—En otros tiempos, de vez en cuando, ¿no se ejecutaba a las víctimas arrojándolas desde una ventana alta o el filo de un precipicio?
—Sí, ambos métodos han sido empleados.
—Pero no por ti, supongo. —Una vez más el arconte me encaró.
—Por lo que sé, Abdiesus, no desde que alguien vivo recuerde. He practicado decapitaciones, tanto en el tajo como en la silla, pero eso es todo.
—No obstante, ¿tendrías reparos en utilizar otros métodos, si se te ordenara?
—Estoy aquí para ejecutar las sentencias del arconte.
—Hay ocasiones, Severian, en que las ejecuciones públicas sirven al bien público. Hay otras en que sólo hacen daño, porque provocan malestar popular.
—Así se entiende, Abdiesus —dije. De la misma manera en que a veces he visto en los ojos de un niño la aflicción del hombre que será, vislumbré la culpa futura que ya habitaba (acaso sin que él lo supiera) el rostro del arconte.
—Esta noche habrá en el palacio algunos invitados. Espero verte entre ellos, Severian.
Hice una reverencia.
—Abdiesus, es una antigua costumbre de las reparticiones de la administración excluir a una de ellas, la mía, de la compañía de las otras.
—Y lo consideras injusto, lo que es completamente natural. Esta noche, si quieres pensarlo así, te ofreceremos cierta reparación.
—Nuestro gremio nunca lo ha tomado como una injusticia. Al contrario, nuestro singular aislamiento es motivo de orgullo. Esta noche, con todo, serán quizá los otros quienes protesten.
Una sonrisa le torció la boca al arconte.
—Eso no me importa. Ten, esto te permitirá entrar. —Extendió la mano, que sostenía delicadamente, como si temiera que se le fuera a escapar volando de los dedos, uno de esos discos de papel inflexible, no mayores que un chrisos y escritos en tinta de oro con ornados caracteres, de los cuales Thecla me había hablado a menudo (al tocarlo, ella se agitó en mi memoria) y que yo no había visto nunca.
—Gracias, Arconte. ¿Esta noche, ha dicho? Intentaré encontrar ropa adecuada.
—Ven como estás ahora. Será una mascarada: el uniforme te servirá de disfraz. —Se levantó y se estiró, pensé, con el aire de alguien que se aproxima al cumplimiento de una tarea larga y desagradable.— Hace un rato hablamos de las formas menos elaboradas en que puedes llevar a cabo tu labor. Tal vez conviene que traigas el equipo esta noche.
Comprendí. No necesitaría otra cosa que mis manos, y se lo dije; luego, pensando que como anfitrión había descuidado mis deberes, lo invité a tomar el refrigerio que deseara.
—No —dijo—. Si supieras cuánto me veo obligado a comer y beber por cortesía, entenderías lo mucho que disfruto la compañía de alguien cuyos ofrecimientos puedo rehusar. Supongo que tu fraternidad nunca habrá pensado en usar la comida como tormento, en vez del hambre…
—Eso se llama planteración, Arconte.
—Un día tienes que contarme cómo es. Ya veo que tu gremio está muy por delante de mi imaginación; doce siglos, sin duda. Tu ciencia ha de ser la más antigua de todas, después de la caza. Pero he de marcharme. ¿Te veremos esta noche?
—Ya es casi de noche, Arconte.
—Al final de la próxima guardia, entonces.
Salió; sólo cuando la puerta se cerró detrás de él, alcancé a detectar el tenue olor a almizcle que le perfumaba la ropa.
Miré el papel circular que tenía en la mano y lo di vuelta. Dibujadas al dorso había unas imitaciones de máscaras; entre ellas reconocí uno de los horrores —un rostro que era apenas una boca bordeada de colmillos— que vi en los jardines del Autarca cuando los cacógenos se habían arrancado los disfraces, y la cara de un hombre mono de la mina abandonada cerca de Saltus.
La larga caminata y el trabajo que la había precedido (casi una jornada, pues me había levantado temprano) me habían cansado; de modo que antes de volver a salir me desvestí y me lavé, comí algo de fruta y de carne fría y bebí un vaso del especiado té del norte. Cuando un problema me perturba mucho, se me queda en la mente aun cuando no piense en él. Así sucedía entonces; aunque no fuera consciente, la imagen de Dorcas echada en el estrecho cuarto de la posada, bajo el techo en declive, y el recuerdo de la muchacha agonizando en el montón de paja me vendaban los ojos y me tapaban los oídos. Pienso que fue por eso que no oí a mi sargento y no me percaté, hasta que entró, de que yo había estado sacando leña de la caja que había junto al hogar y rompiendo varillas con la mano. El sargento me preguntó si saldría otra vez, y como él era responsable del funcionamiento de la Víncula en mi ausencia, le contesté que sí y que no sabía cuándo volvería.