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Me descubrí pensando qué extraño sería que el Sol Nuevo, el propio Astro del Día, apareciese entonces tan de repente como había aparecido tiempo atrás, cuando se lo llamaba Conciliador, y apareciese allí porque era un lugar impropio y él siempre había preferido los lugares menos apropiados, viendo a esa gente con ojos de una frescura para nosotros imposible; y que, habiendo así aparecido, decretara por teurgia que todos ellos (a ninguno de los cuales yo conocía, como ninguno me conocía a mí) hubiesen de vivir para siempre los papeles que habían adoptado esa noche, los autóctonos doblados ante hogueras en montañesas chozas de piedra, los verdaderos autóctonos eternos burgueses en una mascarada, las mujeres lanzándose espada en mano tras los enemigos de la Mancomunidad, los oficiales bordando junto a ventanas del norte y alzando la vista y suspirando hacia caminos vacíos, los deodantes plañendo sus impronunciables abominaciones en el yermo, los remontados incendiando sus propios hogares y volviendo la mirada hacia las montañas; y únicamente yo inalterado, como se dice que inalterada se mantiene la luz a través de las transformaciones matemáticas.

Luego, mientras sonreía para mí bajo la máscara, me pareció que la Garra se me apretaba contra el esternón en su blanda bolsa de cuero, recordándome que el Conciliador no había sido un bufón, y que yo llevaba conmigo un fragmento de su poder. En ese momento, echando una mirada a la sala por sobre las plumas y los yelmos y las cabelleras hirsutas, vi una Peregrina.

Me abrí paso hacia ella lo más deprisa que pude, apartando a empujones a los que no se hacían a un lado. (Eran pocos, pues aunque ninguno creía que yo fuese lo que aparentaba, mi altura los llevaba a tomarme por un exultante, cuando no había ningún exultante cerca.)

La Peregrina no era ni joven ni vieja; bajo la estrecha máscara su rostro parecía un óvalo suave, refinado y remoto como el rostro de la madre sacerdotisa que me había permitido entrar en la tienda de la catedral después de que con Agia destruyéramos el altar. Como si jugara, sostenía una copita de vino, y cuando me arrodillé ante ella la dejó en una mesa para darme a besar los dedos.

—Absuélvame, Dominicellae —le supliqué—. He hecho el mayor de los daños a usted y sus hermanas. —La muerte nos daña a todos —respondió.

—No soy ella. —Entonces alcé los ojos para mirarla, y se me cruzó la primera duda.

Sobre el parloteo de la muchedumbre oí el siseo del aire que inspiraba: —¿No lo eres?

—No, Dominicellae. —Y, aunque ya dudara de ella, temí que se me escapara y estirándome aferré el ceñidor que le colgaba de la cintura.— Perdóneme, Dominicellae, pero ¿de veras es usted miembro de la orden?

Sin decir nada ella sacudió la cabeza, y luego se desplomó.

No es inhabitual que nuestros clientes finjan desmayarse en la mazmorra, pero la impostura se detecta con facilidad. El falso desvanecido cierra deliberadamente los ojos y así los mantiene. En un desmayo auténtico la víctima, que puede ser tanto hombre como mujer, pierde primero el dominio de los ojos, de modo que por un instante dejan de mirar exactamente en la misma dirección; a veces tienden a desaparecer bajo los párpados. Éstos, por su parte, rara vez se cierran del todo, porque cerrarlos no es un acto deliberado sino un mero reflejo de la relajación muscular. Por lo general se puede ver una fina media luna de esclerótica entre el párpado superior y el inferior, como vi yo cuando aquella mujer caía.

Varios hombres me ayudaron a llevarla a una alcoba, donde se dijo una buena cantidad de tonterías sobre el calor y la excitación, aunque no había habido ni una cosa ni otra. Durante un rato fue imposible echar a los mirones; luego se acabó la novedad, y casi tan imposible me habría sido retenerlos si lo hubiese deseado. A esas alturas la mujer de escarlata empezaba a moverse, y por una mujer de más o menos la misma edad, vestida como una niña, me había enterado de que era la esposa de un armígero cuya villa no estaba lejos de Thrax pero que había ido a Nessus por algún negocio. Volví entonces a la mesa a buscar la copita y le mojé los labios con el líquido rojo que contenía.

—No —dijo ella con voz débil—. No quiero… Es sangría y la detesto… Yo… sólo la elegí porque el color hace juego con mi disfraz.

—¿Por qué se desmayó? ¿Porque la tomé por una verdadera monja?

—No, porque adiviné quién es usted —dijo ella, y por un momento estuvimos callados, ella medio recostada aún en el diván al cual yo había ayudado a llevarla, y yo sentado a sus pies.

Reviví en mi mente el instante en que me había arrodillado ante ella; tengo, como he dicho, el poder de reconstruir así todos los momentos de mi vida. Ya] fin tuve que decir:

—¿Cómo lo supo?

—Si a cualquiera que llevase esas ropas le preguntaran si es la Muerte, respondería que sí…, porque estaría disfrazado. Hace una semana estuve en el tribunal del arconte, cuando mi marido acusó de robo a uno de nuestros peones. Ese día lo vi a usted de pie a un costado, con los brazos cruzados sobre la guarda de la misma espada que lleva ahora, y cuando le oí decir lo que dijo, cuando me besó la mano, lo reconocí y pensé… ¡Ah, no sé qué pensé! Que se había arrodillado porque iba a matarme, supongo. Por la manera en que estaba de pie, cuando lo vi en la corte, se habría dicho que era siempre galante con la pobre gente cuyas cabezas iba a seccionar, y sobre todo con las mujeres.

—Me arrodillé simplemente porque estoy ansioso por localizar a las Peregrinas, y su disfraz, como el mío, no parecía un disfraz.

—No lo es. Es decir, no estoy autorizada a usarlo, pero no lo han hecho mis criadas. Es un hábito auténtico. —Hizo una pausa.— ¿Sabe que ni siquiera sé su nombre?

—Severian. El suyo es Cyriaca; lo dijo una mujer mientras cuidábamos de usted. ¿Puedo preguntarle cómo llegó a tener esas ropas, y si sabe dónde están las Peregrinas?

—No será parte de su trabajo, ¿no? —Me miró un momento a los ojos, y luego meneó la cabeza.— Es una cuestión privada. Me educaron ellas. Yo era novicia, ¿sabe? Viajábamos por el continente, y yo solía recibir maravillosas lecciones de botánica mirando los árboles y las flores al pasar. A veces, cuando vuelvo a pensarlo, tengo la impresión de que pasábamos de palmeras a pinos en una semana, aunque sé que no puede ser cierto.

»Iba a hacer los últimos votos, y el año anterior cosen el hábito para que una pueda probárselo y le caiga justo, y también para que lo vea entre la ropa corriente cada vez que deshace el equipaje. Es como cuando una niña mira el traje de boda de la madre, que también fue de la abuela, sabiendo que se casará con él, si alguna vez se casa. Sólo que yo nunca llegué a llevar mi hábito, y cuando volví a casa, después de mucho esperar a que pasáramos cerca, porque no había nadie para escoltarme, lo traje conmigo.

»Hacía mucho que no me acordaba de él. Pero cuando recibí la invitación del arconte lo volví a sacar y decidí ponérmelo esta noche. Estoy orgullosa de mi silueta, y sólo tuvimos que hacerle algunos retoques. Creo que me sienta bien, y tengo cara de Peregrina, aunque me faltan los ojos de ellas. La verdad es que nunca tuve esos ojos, aunque pensara que me cambiarían cuando hiciera los votos, o después. La directora de novicias tenía esa mirada. Podía estar sentada cosiendo, y mirándole los ojos una se convencía de que veían los confines de Urth, donde viven los periscios, atravesando los viejos, raídos faldones y las paredes de la tienda, atravesándolo todo. No, no sé dónde están ahora las Peregrinas; dudo de que ellas mismas lo sepan, salvo quizá la Madre.