Выбрать главу

Lucy Gordon

La esposa del magnate

La Esposa del Magnate (2003)

Título Originaclass="underline" The tuscan tycoon’s wife (2003)

Serie: 3º Los Condes de Calvani

Capítulo 1

– Selena, tú necesitas o un milagro o un millonario.

Ben salió de debajo del coche con una llave inglesa en la mano. Era mayor, delgado, y hacía treinta años que era mecánico en un taller. Y su experiencia le indicaba que Selena Gates quería que reviviera a un cadáver.

– Este cacharro está acabado -dijo; miró sombrío la furgoneta, que era en realidad una mini autocaravana.

– ¿Pero puedes hacer que ande? -le suplicó Selena-. Sé que puedes. Tú eres un genio.

– Deja esas tonterías -dijo él con severidad fingida-. Conmigo no funcionan.

– Siempre han funcionado -repuso ella-. Puedes hacer que ande, ¿verdad?

– Un poco, sí.

– ¿Hasta Stephenville?

– ¿Quinientos kilómetros? No pides mucho. Está bien, seguramente lo consigas. ¿Y luego qué?

– Luego, ganaré dinero en el rodeo.

– ¿Montando a ese bruto viejo?

– Elliot no es viejo; está en la flor de la vida.

– Creo que lleva años en la flor de la vida -gruñó Ben.

Cualquier crítica de su adorado Elliot le llegaba al alma, y Selena se disponía a defenderlo con fiereza cuando recordó que Ben le arreglaba la furgoneta muy barato y se calmó.

– Elliot y yo ganaremos algo -dijo con terquedad.

– ¿Suficiente para una furgoneta nueva?

– Suficiente para dejar esta como nueva.

– Selena, no hay bastante dinero en el mundo para hacer que este viejo autobús quede como nuevo. Cuando lo compraste se caía a pedazos y de eso ya hace tiempo. Te resultaría más fácil engatusar a un millonario para que te comprara una furgoneta nueva.

– No tiene sentido que yo persiga a millonarios -suspiró ella-. No tengo buen tipo.

– ¿Quién lo dice?

– Lo digo yo.

El mecánico miró su figura alta y muy delgada.

– Puede que seas demasiado plana de pecho -admitió.

– Ben, debajo de estos vaqueros viejos soy plana de todo -sonrió ella-. Es inútil. A los millonarios les gustan las mujeres… -trazó una figura voluptuosa en el aire con las dos manos-. Y yo nunca he sido así. Y tampoco tengo el pelo adecuado. Necesitas melena larga y rizada y no… -señaló su pelo liso cortado a estilo juvenil.

Era de un color rojo fuerte que destacaba como un rayo de luz y atraía la atención hacia ella. Imposible no fijarse en Selena. Lista, traviesa, independiente y optimista hasta la locura, estaba segura de no necesitar a nadie.

– Además -dijo-. A mí no me gustan los millonarios. No son personas reales.

Ben se rascó la cabeza.

– ¿No lo son?

– No -dijo Selena, con la seguridad del que declara un artículo de fe-. Tienen demasiado dinero.

– Dinero es lo que necesitas tú ahora. O un milagro.

– Un milagro sería más fácil -dijo ella-. Y encontraré uno. No, me encontrará él a mí.

– ¡Maldita sea, Selena! ¿Quieres intentar ser un poco realista?

– ¿Para qué? ¿De qué me ha servido nunca ser realista? La vida es más divertida si esperas lo mejor.

– ¿Y cuando lo mejor no sucede?

– Pues piensas en otra cosa buena y la esperas. Ben, no sé cuándo ni cómo, pero te prometo que yo encontraré un milagro.

Leo Calvani estiró las piernas todo lo que pudo, que no era mucho. El vuelo de Roma a Atlanta duraba doce horas y él viajaba en primera clase porque, si uno medía un metro noventa, con piernas de noventa centímetros, necesitaba toda la ayuda que pudiera encontrar.

Normalmente no se consideraba un hombre de «primera clase». Rico, sí. Podía permitirse lo mejor sin problemas, pero las tonterías lo ponían nervioso. Las ciudades y la ropa elegante también. Por eso vestía sus vaqueros más viejos y la chaqueta vaquera, combinados con zapatos gastados. Era su modo de declarar que la primera clase no iba a poder con él.

Una azafata elegante se acercó.

– ¿Champán, señor?

Leo se tomó un momento para observar sus grandes ojos azules y figura de curvas seductoras. En él era una reacción instintiva, un tributo que pagaba a todas las mujeres de menos de cincuenta años y, como era un hombre de buen corazón, casi siempre encontraba algo agradable.

– ¿Señor?

– ¿Cómo dice?

– ¿Le apetece champán?

– Preferiría whisky.

– Por supuesto, señor. Tenemos… -la mujer le dio una lista de marcas caras.

– Solo whisky -dio él con un toque de desesperación. Mientras sorbía la bebida, bostezó y deseó que el viaje terminara ya. Habían pasado once horas y la última era la peor, porque se había quedado sin distracciones. Había visto la película, disfrutado de dos comidas excelentes y coqueteado con la mujer sentada a su lado.

Esta había respondido alegremente, atraída por el rostro atractivo de él, enmarcado por un pelo castaño oscuro con un asomo de rizos, y el brillo entusiasta de sus ojos. Los dos disfrutaron un par de horas agradables, hasta que ella se quedó dormida. Leo pasó entonces a coquetear con la azafata.

Pero en ese momento estaba solo, con la única compañía de sus pensamientos. Un par de semanas en el Cuatro-Diez, el rancho que Barton Hanworth poseía cerca de Stephenville, Texas, disfrutando de los espacios abiertos, la vida al aire libre y asistiendo al rodeo eran su idea del paraíso.

Al fin el avión empezó a descender hacia Atlanta. Pronto podría estirar las piernas, aunque solo fuera un par de horas, antes de embarcar de nuevo en el vuelo para Dallas.

Ben redujo la factura al máximo porque apreciaba a Selena y sabía que los pocos dólares que le quedaban los destinaría al cuidado de Elliot. Si le sobraba algo, compraría comida para ella y, si no era así, pasaría sin comer. La ayudó a enganchar el remolque del caballo a la parte de atrás de la furgoneta, le dio un beso de buena suerte en la mejilla y la observó alejarse. Cuando la perdió de vista, envió una plegaria a cualquier deidad que protegiera a las jóvenes locas que no tenían otra cosa en el mundo que un caballo, una furgoneta destrozada, un corazón de león y una terquedad a prueba de bomba.

Cuando Leo embarcó en el vuelo de enlace con Atlanta, empezaba a notar los efectos del cambio de horario y logró dormitar hasta que aterrizaron. Cuando bajó del aparato, juró no volver a subir a un avión en toda su vida, algo que hacía después de cada vuelo.

Cuando cruzaba la aduana, oyó una voz entusiasta.

– ¡Leo, sinvergüenza!

Su rostro se iluminó al ver acercarse a su amigo con los brazos abiertos.

– ¡Barton, sinvergüenza!

Poco después ambos se abrazaban con ganas.

Barton Hanworth era un hombre grande, de unos cincuenta años, aire amable, pelo rizado y el comienzo de una barriga que su altura disimulaba. Su voz y su risa eran estentóreas. Y su coche, su rancho y su corazón, muy grandes.

Leo no olvidó estudiar con atención el coche. En las seis semanas transcurridas desde que planearan aquel viaje, había hablado varias veces con Barton por teléfono y ni una sola vez había dejado este de hablarle de su «nueva preciosidad». Según él, era lo último, lo más rápido y lo mejor del mercado. No le había dicho el precio pero Leo lo había buscado en Internet y había comprobado que era el más caro.

Por eso alabó con entusiasmo el coche plateado y Barton correspondió con una sonrisa de felicidad.

Cargaron las pocas bolsas de Leo en el coche y se pusieron en marcha hacia el rancho cercano a Stephenville.

– ¿Cómo es que has venido desde Roma? -preguntó Barton, con la vista fija en la carretera-. Yo pensaba que Pisa te pillaba más cerca.

– Había ido a Roma a la fiesta de compromiso de mi primo Marco -contestó Leo-. ¿Lo conoces?